¿Existe aún la literatura política? ¿O toda la literatura es política? Y, si toda literatura es política, ¿entonces al cabo no lo es ninguna? En No tan incendiario (Periférica, 2014), la escritora española Marta Sanz (Madrid, 1967), una de las voces más lúcidas de su generación, se formula estas preguntas en una batería destinada a incomodar a sus pares más que a ofrecer respuestas claras o argumentos irrefutables. Su ensayo surge del malestar: la sensación de que, mientras nuestro entorno social se degrada sin remedio, el discurso neoliberal todo lo impregna de maneras soterradas (o bien visibles) y la desigualdad no hace sino acentuarse, los escritores se han vuelto incapaces no ya de reflejar este entorno en sus ficciones, sino de tomar ningún partido frente a ellas.
Fatigados de que durante buena parte del siglo XX los artistas se viesen obligados a defender “buenas causas” que en numerosas ocasiones se revelaban como máscaras para las dictaduras ocultas bajo el socialismo real, y de que pergeñasen un sinfín de textos plagados de reivindicaciones ideológicas que ahora se han vuelto ilegibles, la mayor parte de los escritores de nuestro tiempo parece haber renunciado a cualquier atisbo de compromiso. A partir de la caída del Muro de Berlín, atreverse a usar la literatura para señalar o acusar se volvió primero anacrónico, luego hilarante y al cabo patético. Hoy, escribe Sanz, “la literatura política se interpreta siempre en clave de panfletarianismo”. Pero “es una interpretación interesada”.
Lo sabemos: uno de los mayores triunfos de esa revolución que hemos dado en llamar neoliberal (o neoconservadora) consistió no sólo en presentarse como una no-ideología -un puro alarde de administración técnica-, sino en convencer a los ciudadanos de la banalidad de la política. Barajando un sinfín de ejemplos que exhibían sus infinitos males -de la insensatez de nuestros líderes a la corrupción generalizada-, los gestores del discurso dominante consiguieron su objetivo: sociedades asqueadas de sus gobernantes que se desentienden de ellos y los dejan libres de cualquier vigilancia.
Así se fraguó la despolitización que nos caracteriza: embrutecidos por toda suerte de espectáculos -más circo que pan-, los individuos se concentraron exclusivamente en sí mismos, ajenos a cualquier asunto que sonase a “solidaridad” o “humanismo”. Lo peor es que los escritores, hasta entonces asumidos como defensores de los desprotegidos, se convirtieron en entusiastas voceros de esta visión. De allí que, a partir de los años ochenta, el momento en que el neoliberalismo de Reagan y Thatcher se prepara para su asalto final, las novelas políticas pasasen de moda, sustituidas por tramas intimistas o de género, asépticamente ajenas a cualquier pulsión política. “La ideología hegemónica idealiza y aísla el yo como si el yo no formase parte de un nosotros”, escribe Sanz.
Frente a los grandes frescos heredados de la generación del Boom, las novelas posteriores renunciaron a asumirse como espejos sociales para presentarse como meros testimonios del individualismo -del egoísmo- omnipresente. De un lado, sus autores se concentraron en historias mínimas, cuanto más fragmentarias y “anoréxicas” más celebradas por la crítica, o bien en metaficciones que, más allá de su saludable experimentación lingüística, renunciaron a fijarse en lo real. Porque, queriéndolo o no, los escritores responden con sus historias, y las estrategias que emplean para contarlas, a la ideología hegemónica de cada momento, sea para enfrentarse a ella o, más frecuentemente, para dispersarla. A nuestra era neoliberal, apenas escocida por la crisis de 2008, le corresponde esta narrativa neutra, individualista, fragmentaria y libresca o, en el otro extremo, convertida en un puro producto comercial al servicio de los nuevos lectores, auténticos tiranos del gusto a los que es obligatorio complacer.
¿Cómo ser hoy un novelista comprometido? Según Sanz, la clave estaría en hallar discursos que, en vez de complacer a ese lector que sólo busca disfrutar de lo que conoce y de lo que exige como consumidor, vuelvan a estremecerlo y perturbarlo. En seguir la consigna de Marguerite Yourcenar y asumir que, hoy más que nunca, nos faltan realidades. Y en no asustarse a la hora de perseguir una escritura política -una literatura que, en vez de ser política por su ausencia de política, vuelva a ser una “forma de conciencia de la vida”, capaz de “intervenir en el mundo”.
@jvolpi
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