Fernando Sorrentino 1942 |
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de
traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una
mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado
en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la
cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa
mecánica e indiferentemente pegándome
paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de
indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni
siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante:
imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de
indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un
puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En
seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió
silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y,
en ese momento, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo
golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se
llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo
indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos
que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno:
sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a
intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi
cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise
alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces
empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como
yo). Él salió en persecución mía, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y
el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía
obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí
mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré.
En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la
cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: «Señor oficial, este hombre
me está pegando con un paraguas en la cabeza». Sería un caso sin precedentes. El
oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a
formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por
detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67.
Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento.
Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos;
con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por
cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco
a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa,
interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más
allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé —bajamos— en el puente del Pacífico. Íbamos por
la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en
decirles: «¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro
con un paraguas en la cabeza?». Pero también pensé que nunca habrían visto tal
espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como
energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle
bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó,
agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró
conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas
en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a
pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que,
al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin
ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido
buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara
su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la
cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y —Dios me
perdone— hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba
como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de
su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia
de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y
superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que,
cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también
que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o
matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá
golpeándome con el paraguas en la cabeza. De todos modos, este razonamiento es
inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a
matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido
que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me
hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la
angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya
no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.
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