viernes, 25 de julio de 2014

Juan Villoro - Mi vida como castor

Los devastadores trabajos de la especie humana han modificado el clima. En el Distrito Federal llueve cada vez más, según atestigua la casa de un amigo dedicado a la música contemporánea que está componiendo una obra aleatoria para seis cubetas y goteras.

Tengo la impresión de que la palabra "ciclos" se inventó para tranquilizarnos ante las catástrofes naturales. Cuando un experto la utiliza, entendemos que la destrucción es un asunto de temporada. Aunque el ciclo anterior haya sido registrado por los sumerios, pensamos que si ellos la libraron, nosotros también lo haremos.

Otras personas incluso califican como optimistas del deterioro. Para ellas, el efecto invernadero nunca será tan preocupante como las glaciaciones ocasionadas por el impacto de un meteorito en la corteza terrestre. Nuestro futuro es aceptable, comparado con el de dinosaurios.









El tema ambiental se ha colado a los más diversos foros. Hace 15 años participé en un encuentro en Calgary. Me sorprendió que en la mesa donde los demás leíamos cuentos, participara un célebre ecologista: David Suzuki. Su cinturón era un muestrario de sus pasiones: llevaba linterna, navaja suiza y silbato, como si acampara en el congreso.

Cuando habló del "síndrome de la rana" entendimos por qué era uno de los comentaristas radiofónicos de mayor éxito en Canadá. Explicó que las ranas tienen una insensata capacidad de adaptación. Pueden distinguir el frío del calor, pero no advierten las transformaciones paulatinas. Si están en una olla con agua fría y la temperatura se eleva poco a poco, se acostumbran al incremento de calor hasta que revientan. "Padecemos el síndrome de la rana", dictaminó Suzuki: "Nos adaptamos a lo que no nos conviene". Esta participación rindió tributo simultáneo a Esopo y al Protocolo de Kioto.

Con los años, el ambientalismo se ha vuelto más frecuente en los encuentros culturales. En 2013 participé en Puerto de las Ideas, fiesta multidisciplinaria que se celebra en Valparaíso. Una curadora presentó una ponencia sobre los castores que invaden los bosques del sur de Chile. El hombre había dejado de cazarlos y ahora representaban una plaga. ¿Qué hacer con ellos? Para entender la situación, la curadora propuso que nos dividiéramos en tres grupos: científicos, artistas y castores.

Me uní a los castores y aprendí que nuestro lenguaje depende del olfato y nuestra convivencia de marcar el territorio. También, que mi semana laboral no tenía día de descanso. Supe que mis compañeros eran asesinados por una especie que se llevaba los troncos. Por desgracia, no había un lenguaje común entre ellos y nosotros.

El sentido de la actividad consistía en demostrar la falta de comprensión entre los participantes en un drama natural. Curiosamente, los aborígenes de la Patagonia han desarrollado un canto muy parecido al de los lapones, otra región llena de castores, en un intento por trascender las fronteras comunicativas de la especie humana. El acto terminó con un estremecedor gemido de la curadora, que en un mismo gesto probaba y refutaba la expresividad humana.

Mi breve experiencia como castor fue positiva a nivel informativo y decepcionante en lo individual: no establecí contacto con mi castor interior.

Casi un año después, esa incipiente participación se desarrolló gracias al cambio climático en la Ciudad de México. La humedad se cuela de tantos modos a mi casa que reconozco su presencia con el olfato. Como la lluvia no da tregua, superviso cada fisura con el horario sin descanso de un castor.

Luché contra una invisible gotera en el techo hasta que descubrí que el agua entraba por una grieta en la puerta. Esto me hizo desconfiar de la vista.

Dependiendo de los materiales que toca, la humedad deja huellas fragantes, apestosas a mojado neutro. Mientras huelo la casa, Capuchino, mi gato, busca una gotera apetitosa para beber agua corriente. Los felinos domésticos prefieren beber agua en movimiento que beberla de un tazón. Eso les viene de sus abuelos, los tigres, que alivian su sed en los ríos.

Espero no adaptarme, como la rana de Suzuki, a este ruinoso ecosistema, pero ha sido refrescante vivir como castor. La primera vez que el periódico llegó mojado, quise secarlo en el microondas y achicharré la primera plana. Ahora huelo las noticias y no entiendo nada, lo cual no deja de ser un avance (antes creía entenderlas).

Leído en Reforma

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