domingo, 28 de septiembre de 2014

Jorge Volpi - El príncipe de los creyentes

Asqueado ante el relajamiento moral de los habitantes del Magreb y Al-Andalus bajo la dinastía de los Almorávides -quienes permitían que las mujeres saliesen a la calle sin velo o la venta de vino-, Ibn Tumart, destacado miembro de una tribu bereber y predicador del “unitarianismo”, la doctrina que niega la independencia de los atributos de Dios por considerar que éstos esconden un politeísmo latente, inició en 1117 una revuelta entre los pueblos del Atlas que al cabo de los años culminaría con la derrota de los relapsos y el advenimiento de los Almohades, es decir, de “aquellos que predican la unidad de Dios”, en los actuales territorios de Marruecos, Argelia, Túnez y el sur de España.

Si bien Ibn Tumart, a la vez carismático líder religioso y brutal jefe guerrillero, terminaría por morir sin atestiguar el triunfo de sus fieles, su ejemplo de rudeza militar, intransigencia dogmática y brutalidad contra judíos y cristianos sentó un modelo para sus sucesores, así como para una interminable lista de integristas islámicos que se prolonga hasta Abubaker al-Bagdadi, el feroz dirigente del Estado Islámico de Irak y de Levante, autoproclamado Califa y Príncipe de los Creyentes, que hoy controla un vasto territorio entre Alepo y Mosul.






Tanto los rebeldes de Argelia o Sudán que en el siglo XIX se alzaron contra los ocupantes franceses y británicos o los chechenos que se opusieron primero al imperio zarista y más recientemente a Rusia se hallan inspirados por los mismos principios: la cólera hacia los corruptos dirigentes musulmanes que han colaborado con los infieles y la guerra santa -la yihad- contra las potencias occidentales. De este modo, igual que otros mahdis -redentores- del pasado, al-Bagdadi ha querido darle a su organización un espíritu de comunidad, capaz de sustituir al Estado en los territorios bajo su mando, al tiempo que ha escenificado terribles desplantes de crueldad contra sus enemigos.


Si ya en la Edad Media los almohades se distinguieron por las aparatosas ejecuciones de judíos y cristianos en el norte de África y el sur de España, contrariando el espíritu de tolerancia de sus predecesores, los dirigentes del Jorasán o el Estado Islámico parecen decididos a emplear las mismas tácticas de terror -como la decapitación pública de sus rehenes-, sólo que amplificadas por los modernos medios de comunicación. Lo trágico es que su estrategia parece haber funcionado: horrorizada por estas provocaciones, la opinión pública de Estados Unidos se ha volcado una vez más por una respuesta contundente, es decir, por proseguir con la fracasada “guerra contra el terror” que, desde tiempos de George W. Bush, ha precipitado al mundo en un conflicto tan ineficaz como costoso y, por lo que se ve, interminable.

Nadie pone en duda que movimientos como el Jorasán o el Estado Islámico representan un severo peligro para la región -en especial para los corruptos o dóciles líderes de Irak, Siria, Jordania, Arabia Saudita o las monarquías del Golfo-, pero el que por enésima vez los Estados Unidos de Barack Obama se inmiscuyan a hurtadillas, empleando sólo una limitada capacidad bélica, en una guerra ilegal que no cuenta con la autorización expresa de Naciones Unidas y ni siquiera de su propio Congreso, no parece augurar más que el recrudecimiento de las tensiones -y una nueva dosis de odio hacia Occidente, justo lo que en primera instancia pretende el Estado Islámico.

Cuando Estados Unidos está a punto de embarcarse en las elecciones intermedias al Congreso y el Senado -que podría volver a caer en manos republicanas-, todo indica que Barack Obama ha cedido ante los halcones (o ante las encuestas) y, traicionando sus promesas de campaña, repite el ignominioso papel de Bush. Su estrategia, presentada ante la ONU de manera tan rimbombante como cuando Colin Powell “exhibió” las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, suena tan vacua y teatral como entonces. Si bien la mayor parte de los expertos coincide en que los bombardeos no acabarán con el EI -y en que el mayor beneficiario de la nueva guerra será, paradójicamente, Irán-, Estados Unidos se muestra incapaz de salir de un atolladero en el cual todas las opciones -de la guerra abierta a la no intervención- suenan igual de malas. No se equivoca demasiado el presidente iraní, Hasan Rohaní, al decir que los errores y la soberbia de Occidente han sido los responsables de crear un nido de terroristas donde antes no lo había.


@jvolpi



Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/el-principe-de-los-creyentes-12165.HTML



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