domingo, 12 de octubre de 2014

Jorge Volpi - Salvajes

En Euphoria (2014), la fascinante novela de Lily King, el relato de un singular triángulo amoroso situado en Nueva Guinea durante la edad de oro de la antropología, sus protagonistas, libremente basados en las figuras de Margaret Mead, Reo Fortune y Gregory Bateson, no tardan en constatar, mientras estudian los comportamientos de las distintas tribus de la zona, que en muchos sentidos ellos mismos, expertos que enarbolan los valores de la civilización occidental, son mucho más salvajes que sus objetos de estudio.

Bastaría abrir hoy las páginas de cualquier diario, sentarnos frente a un noticiero televisivo o permitir que nuestro teléfono inteligente nos informe en directo sobre el estado del mundo -o de nuestro País-, para consentir que, en efecto, seguimos siendo más salvajes que las tribus “primitivas” que aún pueblan los apartados confines de nuestro planeta. Pese a nuestra decimonónica confianza en el progreso, tanto nuestro sistema de creencias como nuestras conductas sociales mantienen unos niveles de barbarie propios de nuestros antepasados cavernícolas.
 
 
 
 
 
 
 

Para empezar, en pleno siglo XXI un altísimo porcentaje de la población continúa creyendo que sus vidas se hallan sometidas a los caprichos de dioses -o de un dios con distintas caras-, con los cuales intentan comunicarse y por los cuales están dispuestos a realizar diversos sacrificios (por fortuna, menos sangrientos que en la antigüedad). Millones continúan confiando ciegamente en toda suerte de mitos y leyendas -o en la palabra divina dictada a unos cuantos elegidos- y descreen de la ciencia y la razón al grado de negar principios tan sólidos como la evolución o la selección natural.


Lo peor, sin embargo, es que en medio de este sistema simbólico que apenas se diferencia del que predominaba en la Edad Media, nos mantenemos divididos en tribus o clanes, convencidos de que somos diferentes los unos de los otros. Los nacionalismos o el integrismo que domina en amplios sectores del cristianismo, el judaísmo, el Islam y el hinduismo no son sino resabios de esa convicción primitiva, la de que sólo unos poseemos la verdad y por ello somos mejores que nuestros vecinos. Hoy día, la mayor parte de los conflictos mundiales y regionales -y las miles de muertes causadas por ellos- se originan en la religión o en las fronteras nacionales.

Por si fuera poco, la “civilización” apenas ha disminuido los niveles de violencia de que somos capaces. Por más que nos consolemos pensando que vivimos la era más apacible de la Historia, en todas partes se suceden las pugnas, los homicidios, las masacres. El ansia de poder o de riqueza de los reyezuelos premodernos se mantiene en un sinfín de líderes políticos, mafiosos, criminales profesionales o narcotraficantes que están dispuestos a cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. Y, lo más terrible, en muchos casos son justo aquellos que deberían defendernos quienes se han convertido en nuestros peores enemigos. La guerra civil en Siria, las atroces decapitaciones en Irak o, mucho más cerca de nosotros, los brutales crímenes contra los jóvenes normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, invitan a perder la confianza en nuestra especie. Seguimos dominados por prejuicios ancestrales, por la fiebre por el dominio o la venganza, y olvidamos a diario que todas las vidas humanas poseen el mismo valor.

Pero, si bien estas tendencias asesinas o excluyentes permanecen arraigadas en nosotros, también es cierto que, desde épocas inmemoriales, los seres humanos hemos buscado conjurarlas a través de ese conjunto de manifestaciones que solemos llamar arte. Todas las culturas comparten la misma vocación por la danza y la poesía, por el teatro y la música, como si supiéramos que son el único bálsamo frente a la barbarie. Por eso el arte no es un simple entretenimiento ni una mera forma de evadir el horror cotidiano, sino una fuerza que nos permite indagar en lo más profundo de nosotros mismos con la esperanza de conocernos mejor.

Las evidencias son arrolladoras: somos salvajes, y acaso nunca dejaremos de serlo. ¿Queda alguna esperanza? Tal vez sólo la ingenua convicción de que, pese a nuestra ceguera, la ciencia y el arte puedan ayudarnos a dejar atrás nuestra obsesión por las verdades absolutas y las pequeñas diferencias, así como nuestra permanente sed de sangre. Si el arte no garantiza nuestra redención, al menos nos permite reconocer nuestras flaquezas y delirios, y transformarnos, por un instante, en los otros.




@jvolpi
 
 
 
 
 
 

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