La reunión que sostuvo el presidente de
la república con los padres de los 43 normalistas desaparecidos y de los
seis jóvenes asesinados en Iguala tiene, en este momento, un
significado y una importancia vital. Para empezar, no fue inútil.
Es cierto, el encuentro entre Enrique
Peña Nieto y cerca de 70 familiares de los estudiantes fue duro, lleno
de recriminaciones hacia el gobierno, pero también es cierto que el
presidente cumplió con la responsabilidad política, constitucional y
moral que tiene al escuchar y comprometerse en la solución de una de las
crisis más severas en materia de derechos humanos.
El titular del Ejecutivo federal —en
medio de un ambiente dominado por la percepción de ingobernabilidad—
decidió hacer suyo y, obviamente, del Estado mexicano, un problema que,
en muchos sentidos, dejó de ser un asunto local para convertirse en una
tragedia nacional con un fuerte impacto internacional.
Una tragedia que, por cierto, no es
exclusiva de Iguala, sino que germina y está latente, lista para
irrumpir con igual o peor violencia, en gran parte de los municipios del
país.
Tan existe ese riesgo que una de las
diez peticiones de los padres de familia a las autoridades es la
dignificación de las escuelas normales rurales, cuya pobreza extrema las
convierte no sólo en foco de insurrección sino en blanco de la
delincuencia.
Lo más importante de la reunión entre
Peña Nieto y los padres de los 43 jóvenes de Ayotzinapa es haber creado
un espacio de certidumbre institucional.
Esa certidumbre, aunque parezca
intrascendente, en medio del drama nacional actual, es lo más
importante. A veces, muchas veces, la incertidumbre, la desinformación,
la contradicción, operan como un veneno que contamina el alma y la
conciencia, y carcomen la credibilidad.
Vicente Fox y Felipe Calderón dejaron
abandonados a los mexicanos en los momentos más amargos. Fox ignoró a
los dolientes de Pasta de Conchos, Coahuila, y Calderón fue ajeno a los
deudos de la masacre de San Fernando, Tamaulipas.
La crisis de Guerrero ha tenido el
efecto de un huracán. La fuerza de sus vientos ha dejado al descubierto a
los oportunistas y destruido varios liderazgos.
Iguala ha tirado varios ídolos. Ahí está
el lamentable caso del padre Alejandro Solalinde, quien utilizó un
asunto sumamente sensible, desde el punto de vista humano y social, para
ganar protagonismo.
Cuauhtémoc Cárdenas reconoció hace
algunos días que la implicación del exalcalde de Iguala, José Luis
Abarca, en la desaparición forzada de los normalistas, más la
irresponsabilidad y tal vez la colusión del exgobernador Ángel Aguirre,
más la complicidad de otros integrantes del PRD en el caso, han afectado
seriamente la imagen del PRD.
¿Sólo la imagen o la viabilidad misma
del PRD? Iguala es una protuberancia envenenada que ha tocado de muerte a
la izquierda mexicana.
Dice Andrés Manuel López Obrador que
César Camacho, Emilio Gamboa y Manlio Fabio Beltrones están nerviosos y
que por eso tratan de vincularlo con el exalcalde de Iguala y con la
mafia, a como dé lugar.
La realidad apunta hacia el lado
opuesto. El nervioso es él porque después de negar tres veces —como San
Pedro— haber tenido contacto con el exalcalde de Iguala, ahora las
fotografías publicadas en las redes sociales, abrazado con Abarca,
demuestran varias cosas.
Primero, que es un gran mentiroso, que
les ha mentido siempre y sigue engañando a sus seguidores. Pero más
importante que eso: que López Obrador no constituye ningún ejemplo de
moral política porque siempre ha aceptado aliarse con todo aquél que le
aporte poder, dinero y votos.
En medio de esa mezcla de indignación,
dolor e incertidumbre, de movilizaciones violentas que ha provocado
Iguala, es muy importante hacer crecer las instituciones.
Por ello fue tan importante lo que
sucedió en Los Pinos. Colocarse al lado de las víctimas, pese al
escepticismo que dijeron tener hacia el Estado mexicano, imprime
credibilidad y certeza a la justicia.
Ante la debilidad institucional que aqueja al sistema, México necesita más que nunca de su presidente.
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