Al comenzar a redactar esta columna vinieron a mi mente las palabras que
pronunciara Dwight D. Eisenhower cuando llevaba al menos dos años como
Jefe de la Casa Blanca: ¡Cuánto trabajo me ha costado aprender a ser presidente
de Estados Unidos!, llegó a confesar en la intimidad familiar el héroe
norteamericano de la Segunda Guerra Mundial. Y no le faltaba razón. No
hay otra escuela para presidentes que la práctica, el ejercicio del
poder en sí mismo. Los aciertos y errores, las consecuencias y los
beneficios de tan difícil e inoportuno aprendizaje habrá de padecerlos o
disfrutarlos la nación en su conjunto. Los éxitos y los fracasos de un presidente
los gozan o los sufren directamente los gobernados. Sus decisiones no
son medibles simplemente en términos de pesos y centavos sino en vidas
humanas, en salud y en el desarrollo de millones de personas.
¿En qué universidad podría tomar clases un presidente
para convencer a las fuerzas vivas de la trascendencia de su programa
de gobierno? Conocemos a los políticos, a los líderes sindicales, a los
legisladores, capaces de tragarse un alacrán pantanero de Tabasco sin
masticarlo ni mostrar la menor emoción en el rostro… ¿Cómo inspirarse
para explicarles a los gobernadores, esos virreyes regionales, las
estrecheces del presupuesto federal y animarlos a aumentar la
recaudación en sus localidades, en lugar de venir a extender la mano
ante las autoridades centrales? Los mexicanos estamos acostumbrados a
pedirle a Dios, al gobierno, a los jefes y a los padres. Pedir, pedir,
pedir.. ¿Trabajar? Siempre dependemos de la gracia de terceros…¿En qué
manual práctico puede encontrar un presidente las claves para seducir al
congreso norteamericano, dominado ahora
por una mayoría de ultraderecha, de la importancia de legislar en
relación a la migración mexicana reconociendo esa realidad? Pocos
presidentes han escrito sus memorias para dejar constancia de su
experiencia política confidencial y cuando lo han hecho, los mexicanos
hemos ignorado el documento por frívolo, interesado, tendencioso,
irrelevante, falaz o superficial. En escasas ocasiones se capitaliza la
experiencia anterior.
¿A dónde va un presidente mexicano sin un gran conocimiento de sus
semejantes y de los significados e inflexiones del verbo “chingar’? México
ha cambiado y los manuales e instructivos para tratar a los mexicanos
ya son caducos. Los presidentes deben aprender de su propia experiencia.
No hay escuela para administrar este México
emergente que busca finalmente su dignidad política. No, no hay escuela
para políticos... ¿Cómo encontrar los cadáveres de Ayotzinapa? ¿Cómo se
logra imponer finalmente un Estado de derecho? ¿Cómo imponer el orden y
el respeto sin dar el primer
paso con el ejemplo? ¿Cómo recuperar la confianza perdida de la
ciudadanía? ¿Cómo agarrar las manos negras que pretenden su
derrocamiento y exhibir a los sediciosos ante la opinión
pública? ¿Cómo reconstruir su imagen destruida? ¿Cómo echar a andar la
economía? ¿Cómo devolverle la sonrisa a la nación? ¿Cómo tranquilizar a
la inversión local y extranjera? ¿Conviene la renuncia del gabinete en
pleno para recuperar al menos algo de capital político?
¿Un presidente debe desconfiar de todos y confiar en todos? ¿En qué
escuela se aprende a tratar a los banqueros extranjeros, hoy dueños de
casi toda la banca mexicana, para reiniciar los préstamos a los sectores
productivos nacionales? ¿Dónde se debe abrevar para mejorar sus relaciones con
la prensa? ¿Cómo dar con las claves para crecer al 7% anual? ¿De qué
manera se abordan las relaciones con el “diablo” gringo? ¿Cómo gobernar
un país en el que ni siquiera podemos ponernos de acuerdo con la hora
que es?
Todos: secretarios de Estado, banqueros, funcionarios, intelectuales y
columnistas, políticos y empresarios, caricaturistas, curas y
periodistas se presentan
ante el presidente de la República vestidos de domingo. El baile de las
mil máscaras no tiene fin. Al jefe de la nación le corresponde
encontrar la verdad oculta en cada planteamiento, el interés
inconfesable en cada sugerencia, el verdadero motivo en cada propósito.
En ninguna cátedra se aprende a conocer a los hombres y mucho menos a
los inversionistas o titulares de grandes capitales que vendieron su
alma al diablo a cambio de unos centavos.
Las actividades más importantes de la vida no se pueden aprender en la
escuela. No hay escuela para maridos ni para esposas ni para padres de familia ni para presidentes de la República. Sólo que en el último caso 120 millones de mexicanos pagamos el costo del aprendizaje...
Leído en http://www.debate.com.mx/opinion/Cuentos-politicos-20141128-0058.html
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