Hans Christian Andersen 1805 - 1875 |
La vendedora de fósforos
¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y
la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío
y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y
los pies desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando
salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas
zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la
niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la
pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.
La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos
y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas
docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como
muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por
consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha
hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve
se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos
bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos.
Veía bullir las luces a
través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas
partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la
infeliz niña. Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó
en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía
sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con
todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la
maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo
el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores
aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas
estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría
calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la
caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una.
¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente
como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan
hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de
hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón
reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba
tan bien! Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió
sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no
le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla.
Frotó otra, que
ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared,
se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una
habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel
resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y
relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh
felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato
sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga,
y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se
apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo
fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era
más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el
escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los
arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la
niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo
se apagó.
Todas las luces del
nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que
estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.
-Esto quiere decir que
alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la
única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había
dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube
hasta el trono de Dios".
Todavía frotó la niña
otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la
cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.
-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se
apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás
como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso
nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la
caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y
los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le
había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el
brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan
elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza:
hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo
día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas
y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena!
El sol iluminó a aquel tierno ser acurrucado allí con las cajas de
cerillas, de las cuales una había ardido por completo.
-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero
nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de
qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los
cielos.
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