Raúl Hernández Viveros 1944 |
Un ramo de flores
Me
asomaba en la fuente del jardín. Allí contemplaba en el fondo del agua
los peces rojos. Intentaba capturar por instantes un pez. Pude
aprehender la piel escamada del más grande, pero de un solo movimiento
se alejó. Otra vez, uno mediano saltó cayendo fuera. Con mis pequeños
dedos, lo tomé arrojándolo hacia la superficie brillante como un espejo.
Advertí, en el reflejo, el color brillante de mis ojos, y sentí que ya
no era un niño.
El
estanque se llenó de algas y lirios. Trascurrieron algunos veranos,
Fueron tantos que ni siquiera en sueños recordaba aquellas escenas.
Luego de varios años, me decidí a rehacer algunas imágenes, y volví a mi
lugar de origen.
Salté
del automóvil. Corrí a buscar el patio de la casa. Todo era diferente.
Los corredores ahora mostraban las bancas de cemento. Sentí tristeza.
Los pájaros saltaban. En mi pensamiento rescaté la imagen de los peces
rojos, y volví a intentar sentirlos entre mis manos que eran como
anzuelos. Cada pez que mordía la carnada significaba el rescate de la
memoria en el presente. Me gustaría también poder intentar este tipo de
cacería con mis libros.
Llené
el estanque con libros, y de vez en cuando arrojaba el anzuelo. A la
suerte elegía al autor que me ayudaba a seguir inmerso en esta realidad.
Si no fuera por mis peces de colores, hechos de hojas de papel y
portada, creo que no soportaría un poco escuchar siquiera la presión del
lápiz sobre la hoja de papel de mi cuaderno.
Todos
los días regresaba al mismo lugar donde encontraba un espacio
transparente, a veces cruzado por el recorrido lento de los peces y
páginas de mis libros. También recuerdo que tuve una colección de
máscaras.
Mi
identificación con el pasado tuvo repercusiones en el instante cuando
mis manos se abandonaron a la locura del tacto. Entre los dedos el
tiempo se desbarataba en segundos, y no ubicaba otra esperanza para
contemplar el paso de las horas. Todavía guardaba cada una de las
máscaras, y al anochecer seleccionaba la que cubrió mi rostro aquel día,
en que perdí mi infancia.
De
esta forma, abrí la tela, lentamente metí la cabeza, y me escondí
dentro de las imágenes porque sabía que existían lugares prohibidos. Tal
vez habitaciones, esquinas, calles y zonas de ciudades y fragmentos del
planeta, en donde nunca pude siquiera poner un solo pie. Ni huella en
las olas del mar, o alguna impronta sobre la arena del desierto.
No
tuve ninguna posibilidad de cambiar los instantes. Por lo menos
descubrí que dentro de las máscaras fui agraciado con la dicha de ser
algo diferente. Al final enfrenté el destino final de aceptar lo que es y
está conmigo con las palabras.
Saqué
mi billetera, y de un escondite entre los billetes seleccioné la
fotografía. El rostro de mi padre continuaba sobre el papel amarillo.
Contemplé la mirada idéntica a la que se reflejaba en el espejo de agua
del estanque. Acepté que era exactamente igual a aquel rostro del hombre
que me dio la vida.
Me
alegré al saber que teníamos el mismo destino. Escuché los pasos de mi
padre, cuando llegaba nervioso para evitar que me ahogara yo en el
estanque. Los rastros también hicieron desaparecer la mueca de tristeza
de mi madre, en aquel instante cuando me secaba con una toalla, después
de haberme rescatado.
Abandoné
la casa en ruinas. Abordé el auto rumbo al cementerio. Sonreí ante la
tumba de mis padres, porque sabía que lo estaba debajo permanecía
arriba, y lo del interior siempre iba a salir al exterior. Agradecí a
Dios que el pasado estaba siempre detrás de nosotros. Coloqué el
ramillete sobre el sepulcro. Al frente brotaba el futuro. Ante mis ojos
desapareció el presente. Sentí que la felicidad estaba en las espaldas, y
que nunca podría siquiera mirarla, igual que los kilómetros perdidos en
el camino hacia mi nuevo hogar.
De
pronto, la frase de Albert Einstein: “¿Qué sabe el pez del agua donde
nada toda su vida?”, me hizo caer en aquel ambiente sofocante y
abrazador de aquel verano. Estaba seguro de que ya no volvería más a mi
lugar de origen, y aquellos pensamientos se desvanecieron frente a la
inmensidad de la carretera.
Leído en http://narrativabreve.com/2013/11/cuento-breve-de-raul-hernandez-viveros-un-ramo-de-flores.html
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