MÉXICO, D.F. (Proceso).- A lo largo de mis artículos no he
dejado de insistir en que el Estado moderno entró en una crisis
terminal. Quisiera, en estos momentos en que se hace cada vez más
necesaria su transformación, ahondar en el tema.
La imaginación poética ha
creado a lo largo del tiempo monstruos que, compuestos de otros seres,
no parecen, dice Borges, “pronosticar nada bueno”. Baste citar al
monstrum horrendum, ingens que, “numeroso de plumas, ojos, lenguas y
oídos”, personifica a la Fama en la Eneida, o a la Fiera Arconte que, en
la Visión de Tundale, guarda en la curva de su vientre perros, osos,
leones, lobos y víboras que atormentan a los réprobos.
La imagen que aparece en el frontispicio de la primera
edición del Leviatán de Hobbes (1651) –la gran metáfora del Estado
moderno– pertenece a esa estirpe. En ella se ve a un extraño rey, de
rostro hierático, armado con un báculo y una espada, cuyo cuerpo está
hecho de miles de hombres.
La diferencia con los monstruos que lo anteceden es que
éste no es una idea abstracta, es real y ha producido violencias
terribles.
Su génesis es compleja y no hay espacio para narrarla.
Baste decir que después de la caída de esa otra monstruosidad que se
llamó el Imperio Romano la sociedad se ordenó en un conjunto de células
llamadas feudos: unidades policéntricas que formaban, dice Roberto Ochoa
en Muerte al Leviatán, “un complejo de señoríos independientes entre sí
tanto política como económicamente”. La corrupción de esas células
derivó en una progresiva racionalización de la gestión del poder que
condujo al gigantismo social y político y, en consecuencia, a la
estructura del Estado centralizado y unitario de las monarquías
absolutas y, luego, del Estado liberal y sus variantes comunistas y
fascistas.
En este sentido, habría que decir que el Estado moderno comenzó a existir a partir de una concentración monopólica del poder.
Lejos de ver en ello una perversión de la vida común y de
equilibrios entre poderes, Hobbes vio una necesidad. Bajo una petición
de principio (“el hombre es el lobo del hombre” –el propio Rousseau,
quien creía en la bondad natural del hombre, terminó por sucumbir a
él–), Hobbes justificó su existencia. Para dicho autor, el estado de
naturaleza es un estado de perpetua guerra entre los hombres, y con el
fin de instaurar la paz es necesario que todos se sometan a un poder
mayor que al inculcar el temor por el uso legítimo de la fuerza obligue a
los seres humanos a pactar entre sí.
Visto desde la abstracción y desde nosotros, que no
conocemos más que ese sistema de gobierno, la tesis parece tener sentido
e indicar que la crisis del Estado en México es sólo el producto de una
pérdida de legitimidad. Sin embargo, visto desde la experiencia de la
realidad y de otras formas de gobierno –pienso en los caracoles
zapatistas–, su violencia ha sido espantosa. En el fondo, la paz del
Leviatán ha sido la del terror, la violencia, el miedo, el despojo, el
arrasamiento de culturas y de formas de economías vernáculas en función
del poder.
Hoy, en México, el Leviatán ha enfermado de gravedad y se
desmorona. Su monstruoso cuerpo comienza a fracturarse en muchas formas
de violencia. Una de las causas de ello está en la morfología social de
Leopold Kohr, continuación de la morfología biológica de Thompson y
Haldane. Según ellos, las plantas y los animales guardan una relación
proporcional entre tamaño y forma. Si un ratón, por ejemplo, cuyo cuerpo
flexible y sostenido por delgadas patas, creciera ‘n’ veces su tamaño,
terminaría por quebrarse. Algo semejante, pero en sentido inverso, le
sucedería a un elefante.
Lo mismo acontece, dice Kohr, en las sociedades. Cuando
una sociedad aumenta desproporcionadamente su tamaño y rebasa su umbral
crítico es inevitable que la violencia surja: “Si las estrellas
–escribe– se desintegran (…) es porque la materia (se expande) más allá
de las barreras dispuestas para cada acumulación. Su masa ha llegado a
ser demasiado grande (…) Si el cuerpo de un pueblo enferma (de)
agresión, brutalidad, colectivismo o idiotez masiva (…) es porque los
seres humanos han sido soldados en unidades sobreconcentradas, tales
como sindicatos, cárteles o grandes poderes”. Más allá de cierto punto
crítico, la masa que conforma el cuerpo del Leviatán se vuelve tan
espontáneamente vil que “adicionalmente al incremento cuantitativo de
fechorías individuales (… ) comienza a producir un quantum” de violencia
tan incontrolable como terrible. El Leviatán borra a tal grado las
fronteras de lo humano que crea un espacio neutro donde la violencia,
que forma parte de su razón de ser, se desborda.
Contra ello, las partes sanas de la sociedad mexicana
buscan las autonomías. Lugares donde la proporción vuelve a ser posible.
Contra el desdoblamiento ambicioso de la violencia del Leviatán, el
reconocimiento humilde de nuestra proporción humana, cuyas relaciones de
hospitalidad, solidaridad, vida común y cuidado del entorno ponen un
coto a la violencia desenfrenada del crecimiento sin límite del poder,
de la economía y del crimen.
No estoy idealizando esos mundos. Digo que en ellos la
violencia y el crimen existen en proporciones controlables. Quizá un
mundo de autonomías confederadas, a partir de un nuevo Constituyente,
sea una posible solución al desmoronamiento del Leviatán y su atroz
violencia.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San
Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus
autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos
políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a
gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.
Leído en http://www.proceso.com.mx/?p=390475
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