Roberto Bolaño ( 1953 - 2003 ) |
El polícia de las ratas
para Robert Amutio y Chris Andrews
Me llamo José, aunque la gente que me conoce me llama Pepe, y algunos, generalmente los que no me conocen bien o no tienen un trato familiar conmigo, me llaman Pepe el Tira. Pepe es un diminutivo cariñoso, afable, cordial, que no me disminuye ni me agiganta, un apelativo que denota, incluso, cierto respeto afectuoso, si se me permite la expresión, no un respeto distante. Luego viene el otro nombre, el alias, la cola o joroba que arrastro con buen ánimo, sin ofenderme, en cierta medida porque nunca o casi nunca lo utilizan en mi presencia. Pepe el Tira, que es como mezclar arbitrariamente el cariño y el miedo, el deseo y la ofensa en el mismo saco oscuro. ¿De dónde viene la palabra Tira?
Viene de tirana, tirano, el que hace cualquier cosa sin tener que
responder de sus actos ante nadie, el que goza, en una palabra, de
impunidad. ¿Qué es un tira? Un tira es, para mi pueblo, un policía. Y a
mí me llaman Pepe el Tira porque soy, precisamente, policía, un oficio
como cualquier otro pero que pocos están dispuestos a ejercer. Si cuando
entré en la policía hubiera sabido lo que hoy sé, yo tampoco estaría
dispuesto a ejercerlo. ¿Qué fue lo que me impulsó a hacerme policía?
Muchas veces, sobre todo últimamente, me lo he preguntado, y no hallo
una respuesta convincente.
Probablemente fui un joven más estúpido que los demás. Tal vez un
desengaño amoroso (pero no consigo recordar haber estado enamorado en
aquel tiempo) o tal vez la fatalidad, el saberme distinto de los demás y
por lo tanto buscar un oficio solitario, un oficio que me permitiera
pasar muchas horas en la soledad más absoluta y que, al mismo tiempo,
tuviera cierto sentido práctico y no constituyera una carga para mi
pueblo.
Lo cierto es que se necesitaba un policía y yo me presenté y los jefes,
tras mirarme, no tardaron ni medio minuto en darme el trabajo. Alguno de
ellos, tal vez todos, aunque se cuidaban de andar comentándolo, sabían
de antemano que yo era uno de los sobrinos de Josefina la Cantora. Mis
hermanos y primos, el resto de los sobrinos, no sobresalían en nada y
eran felices. Yo también, a mi manera, era feliz, pero en mí se notaba
el parentesco de sangre con Josefina, no en balde llevo su nombre. Tal
vez eso influyó en la decisión de los jefes de darme el trabajo. Tal vez
no y yo fui el único que se presentó el primer día. Tal vez ellos
esperaban que no se presentara nadie más y temieron que, si me daban
largas, fuera a cambiar de parecer. La verdad es que no sé qué pensar.
Lo único cierto es que me hice policía y a partir del primer día me
dediqué a vagar por las alcantarillas, a veces por las principales, por
aquellas donde corre el agua, otras veces por las secundarias, donde
están los túneles que mi pueblo cava sin cesar, túneles que sirven para
acceder a otras fuentes alimenticias o que sirven únicamente para
escapar o para comunicar laberintos que, vistos superficialmente,
carecen de sentido, pero que sin duda tienen un sentido, forman parte
del entramado en el que mi pueblo se mueve y sobrevive.
A veces, en parte porque era mi trabajo y en parte porque me aburría,
dejaba las alcantarillas principales y secundarias y me internaba en las
alcantarillas muertas, una zona en la que sólo se movían nuestros
exploradores o nuestros hombres de empresa, la mayor parte de las veces
solos aunque en ocasiones lo hacían acompañados por sus familias, por
sus obedientes retoños. Allí, por regla general, no había nada, sólo
ruidos atemorizadores, pero a veces, mientras recorría con cautela esos
sitios inhóspitos, solía encontrar el cadáver de un explorador o el
cadáver de un empresario o los cadáveres de sus hijitos. Al principio,
cuando aún no tenía experiencia, estos hallazgos me sobresaltaban, me
alteraban hasta un punto en el que yo dejaba de parecerme a mí mismo. Lo
que hacía entonces era recoger a la víctima, sacarla de los túneles
muertos y llevarla hasta el puesto avanzado de la policía en donde nunca
había nadie. Allí procedía a determinar por mis propios medios y tan
buenamente como podía la causa de la muerte. Luego iba a buscar al
forense y éste, si estaba de humor, se vestía o se cambiaba de ropa,
cogía su maletín y me acompañaba hasta el puesto. Ya allí, lo dejaba
solo con el cadáver o los cadáveres y volvía a salir. Por norma, después
de encontrar un cadáver, los policías de mi pueblo no vuelven al lugar
del crimen sino que procuran, vanamente, mezclarse con nuestros
semejantes, participar en los trabajos, tomar parte en las
conversaciones, pero yo era distinto, a mí no me disgustaba volver a
inspeccionar el lugar del crimen, buscar detalles que me hubieran pasado
desapercibidos, reproducir los pasos que seguían las pobres víctimas o
husmear y profundizar, con mucho cuidado, eso sí, en la dirección de la
que huían.
Al cabo de unas horas volvía al puesto avanzado y me encontraba, pegada
en la pared, la nota del forense. Las causas del deceso: degollamiento,
muerte por desangramiento, desgarros en las patas, cuellos rotos, mis
congéneres nunca se entregaban sin luchar, sin debatirse hasta el último
aliento. El asesino solía ser algún carnívoro perdido en las
alcantarillas, una serpiente, a veces hasta un caimán ciego.
Perseguirlos era inútil: probablemente iban a morir de inanición al cabo
de poco tiempo.
Cuando me tomaba un descanso buscaba la compañía de otros policías.
Conocí a uno, muy viejo y enflaquecido por la edad y por el trabajo, que
a su vez había conocido a mi tía y que le gustaba hablar de ella. Nadie
entendía a Josefina, decía, pero todos la querían o fingían quererla y
ella era feliz así o fingía serlo. Esas palabras, como muchas otras que
pronunciaba el viejo policía, me sonaban a chino. Nunca he entendido la
música, un arte que nosotros no practicamos o que practicamos muy de vez
en cuando. En realidad, no practicamos y por lo tanto no entendemos
casi ningún arte. A veces surge una rata que pinta, pongamos por caso, o
una rata que escribe poemas y le da por recitarlos. Por regla general
no nos burlamos de ellos. Más bien al contrario, los compadecemos, pues
sabemos que sus vidas están abocadas a la soledad. ¿Por qué a la
soledad? Pues porque en nuestro pueblo el arte y la contemplación de la
obra de arte es un ejercicio que no podemos practicar, por lo que las
excepciones, los diferentes, escasean, y si, por ejemplo, surge un poeta
o un vulgar declamador, lo más probable es que el próximo poeta o
declamador no nazca hasta la generación siguiente, por lo que el poeta
se ve privado acaso del único que podría apreciar su esfuerzo. Esto no
quiere decir que nuestra gente no se detenga en su ajetreo cotidiano y
lo escuche e incluso lo aplauda o eleve una moción para que al
declamador se le permita vivir sin trabajar. Al contrario, hacemos todo
lo que está en nuestras manos, que no es mucho, para procurarle al
diferente un simulacro de comprensión y de afecto, pues sabemos que es,
básicamente, un ser necesitado de afecto. Aunque a la larga, como un
castillo de naipes, todos los simulacros se derrumban. Vivimos en
colectividad y la colectividad sólo necesita el trabajo diario, la
ocupación constante de cada uno de sus miembros en un fin que escapa a
los afanes individuales y que, sin embargo, es lo único que garantiza
nuestro existir en tanto que individuos. De todos los artistas que hemos
tenido o al menos de aquellos que aún permanecen como esqueléticos
signos de interrogación en nuestra memoria, la más grande, sin duda, fue
mi tía Josefina. Grande en la medida en que lo que nos exigía era
mucho, grande, inconmensurable en la medida en que la gente de mi pueblo
accedió o fingió que accedía a sus caprichos.
El policía viejo gustaba hablar de ella, pero sus recuerdos, no tardé en
darme cuenta, eran ligeros como papel de fumar. A veces decía que
Josefina era gorda y tiránica, una persona cuyo trato requería extrema
paciencia o extremo sentido del sacrificio, dos virtudes que confluyen
en más de un punto y que no escasean entre nosotros. Otras veces, en
cambio, decía que Josefina era una sombra a la que él, entonces un
adolescente recién ingresado en la policía, sólo había visto fugazmente.
Una sombra temblorosa, seguida de unos chillidos extraños que
constituían, por aquella época, todo su repertorio y que conseguían
poner no diré fuera de sí, pero sí en un grado de tristeza extrema a
ciertos espectadores de primera fila, ratas y ratones de quienes ya no
tenemos memoria y que fueron acaso los únicos que entrevieron algo en el
arte musical de mi tía. ¿Qué?
Probablemente ni ellos lo sabían. Algo, cualquier cosa, un lago de
vacío. Algo que tal vez se parecía al deseo de comer o a la necesidad de
follar o a las ganas de dormir que a veces nos acometen, pues quien no
para de trabajar necesita dormir de vez en cuando, sobre todo en
invierno, cuando las temperaturas caen como dicen que caen las hojas de
los árboles en el mundo exterior y nuestros cuerpos ateridos nos piden
un rincón tibio junto a nuestros congéneres, un agujero recalentado por
nuestras pieles, unos movimientos familiares, los ruidos ni viles ni
nobles de nuestra cotidianidad nocturna o de aquello que el sentido
práctico nos lleva a denominar nocturno.
El sueño y el calor es uno de los principales inconvenientes de ser
policía. Los policías solemos dormir solos, en agujeros improvisados, a
veces en territorio no conocido.
Por supuesto, cada vez que podemos procuramos saltarnos esta costumbre. A
veces nos acurrucamos en nuestros propios agujeros, policías sobre
policías, todos en silencio, todos con los ojos cerrados y con las
orejas y las narices alerta. No suele ocurrir muy a menudo, pero a veces
ocurre. En otras ocasiones nos metemos en los dormitorios de aquellos
que por una causa o por otra viven en los bordes del perímetro. Ellos,
como no podía ser de otra manera, nos aceptan con naturalidad. A veces
decimos buenas noches, antes de caer agotados en el tibio sueño
reparador. Otras veces sólo gruñimos nuestro nombre, pues la gente sabe
quiénes somos y nada teme de nuestra parte. Nos reciben bien. No hacen
aspavientos ni dan muestras de alegría, pero no nos echan de sus
madrigueras. A veces alguien, con la voz aún congelada en el sueño, dice
Pepe el Tira, y yo respondo sí, sí, buenas noches. Al cabo de pocas
horas, sin embargo, cuando aún la gente duerme, me levanto y vuelvo a mi
trabajo, pues las labores de un policía no terminan jamás y nuestros
horarios de sueño se deben amoldar a nuestra actividad incesante.
Recorrer las alcantarillas, por lo demás, es un trabajo que requiere el
máximo de concentración. Generalmente no vemos a nadie, no nos cruzamos
con nadie, podemos seguir las rutas principales y las rutas secundarias e
internarnos por los túneles que nuestra propia gente ha construido y
que ahora están abandonados y durante todo el trayecto no topamos con
ningún ser vivo.
Sombras sí que percibimos, ruidos, objetos que caen al agua, chillidos
lejanos. Al principio, cuando uno es joven, estos ruidos mantienen al
policía en un sobresalto permanente. Con el paso del tiempo, sin
embargo, uno se acostumbra a ellos y aunque procuramos mantenernos
alerta, perdemos el miedo o lo incorporamos a la rutina de cada día, que
viene a ser lo mismo que perderlo. Hay incluso policías que duermen en
las alcantarillas muertas. Yo nunca he conocido a ninguno, pero los
viejos suelen contar historias en la que un policía, un policía de otros
tiempos, ciertamente, si tenía sueño, se echaba a dormir en una
alcantarilla muerta. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de broma en estas
historias? Lo ignoro. Hoy por hoy ningún policía se atreve a dormir
allí. Las alcantarillas muertas son lugares que por una causa o por otra
han sido olvidados. Los que cavan túneles, cuando dan con una
alcantarilla muerta, ciegan el túnel. El agua residual, allí, diríase
que fluye gota a gota, por lo que la podredumbre es casi insoportable.
Se puede afirmar que nuestro pueblo sólo utiliza las alcantarillas
muertas para huir de una zona a otra. La manera más rápida de acceder a
ellas es nadando, pero nadar en las proximidades de un lugar así entraña
más peligros de los que normalmente aceptamos Fue en una alcantarilla
muerta donde dio comienzo mi investigación Un grupo de los nuestros, una
avanzadilla que con el paso del tiempo había procreado y se había
establecido un poco más allá del perímetro, fue en mi busca y me informó
de que la hija de una de las ratas veteranas había desaparecido.
Mientras la mitad del grupo trabajaba, la otra mitad se dedicaba a
buscar a esta joven, que se llamaba Elisa y que, según sus familiares y
amigos, era hermosísima y fuerte, además de poseer una inteligencia
despierta Yo no sabía con exactitud en qué consistía una inteligencia
despierta Vagamente la asociaba con la alegría, pero no con la
curiosidad Aquel día estaba cansado y tras examinar la zona en compañía
de uno de sus parientes, supuse que la pobre Elisa había sido victima de
algún depredador que merodeaba en los alrededores de la nueva colonia.
Busqué rastros del depredador. Lo único que encontré fueron viejas
huellas que indicaban que por allí, antes de que llegara nuestra
avanzadilla, habían pasado otros seres Finalmente descubrí un rastro de
sangre fresca. Le dije al familiar de Elisa que volviera a la madriguera
y a partir de entonces seguí solo. El rastro de sangre tenía una
peculiaridad que lo hacía curioso: pese a terminar junto a uno de los
canales reaparecía unos metros mas allá (en ocasiones muchos metros mas
allá), pero no en el otro lado del canal, como hubiera sido lo natural,
sino en el mismo lado por el que se había sumergido. ¿Si no pretendía
cruzar el canal, por qué se sumergió tantas veces? El rastro, por otra
parte, era mínimo, por lo que las medidas de protección del depredador,
quienquiera que éste fuese, parecían en primera instancia exageradas. Al
cabo de poco rato llegué a una alcantarilla muerta.
Me introduje en el agua y nadé hacia el dique que la basura y la
corrupción había formado con el paso del tiempo. Cuando llegué subí por
una playa de inmundicias. Más allá, por encima del nivel del agua, vi
los grandes barrotes que coronaban la parte superior de la entrada a la
alcantarilla. Por un instante temí encontrar al depredador agazapado en
algún rincón, dándose un festín con el cuerpo de la desgraciada Elisa.
Pero nada se oía y seguí avanzando.
Unos minutos más tarde, descubrí el cuerpo de la joven abandonado en uno
de los pocos lugares relativamente secos de la alcantarilla, junto a
cartones y latas de comida.
El cuello de Elisa estaba desgarrado. Por lo demás, no pude distinguir
ninguna otra herida. En una de las latas descubrí los restos de una rata
bebé. Lo examiné, debía de llevar muerto por lo menos un mes. Busqué en
los alrededores y no encontré ni el más mínimo rastro del depredador.
El esqueleto del bebé estaba completo. La única herida que exhibía la
desafortunada Elisa era la que le habían propinado para matarla. Comencé
a pensar que tal vez no hubiera sido un depredador. Luego cargué a la
joven a mis espaldas y con la boca mantuve al bebé en alto, procurando
que mis afilados dientes no dañaran su piel. Dejé atrás la alcantarilla
muerta y volví a la madriguera de la avanzadilla. La madre de Elisa era
grande y fuerte, uno de esos ejemplares de nuestro pueblo que pueden
enfrentarse a un gato, y sin embargo al ver el cuerpo de su hija
prorrumpió en largos sollozos que hicieron ruborizar al resto de sus
compañeros. Mostré el cuerpo del bebé y les pregunté si sabían algo de
él. Nadie sabía nada, ningún niño se había perdido. Dije que debía
llevar ambos cuerpos a la comisaría. Pedí ayuda. La madre de Elisa cargó
a su hija. Al bebé lo cargué yo.
Al marcharnos la avanzadilla volvió al trabajo, hacer túneles, buscar
comida.
Esta vez fui a buscar al forense y no lo dejé solo hasta que terminó de
examinar los dos cadáveres. Junto a nosotros, dormida, la madre de Elisa
se embarcaba de tanto en tanto en sueños que le arrancaban palabras
incomprensibles e inconexas. Al cabo de tres horas el forense ya tenía
decidido lo que iba a decirme, lo que yo temía sospechar. El bebé había
muerto de hambre. Elisa había muerto por la herida en el cuello. Le
pregunté si esa herida se la pudo haber causado una serpiente. No lo
creo, dijo el forense, a menos que se trate de un ejemplar nuevo. Le
pregunté si esa herida se la pudo causar un caimán ciego. Imposible,
dijo el forense. Tal vez una comadreja, dijo. Últimamente en las
alcantarillas se suelen encontrar comadrejas. Muertas de miedo, dije yo.
Es verdad, dijo el forense. La mayoría mueren por inanición. Se
pierden, se ahogan, se las comen los caimanes. Olvidémonos de las
comadrejas, dijo el forense. Le pregunté entonces si Elisa había luchado
contra su asesino. El forense se quedó largo rato mirando el cadáver de
la joven. No, dijo. Es lo que yo pensaba, dije. Mientras hablábamos
llegó otro policía. Su ronda, al contrario que la mía, había sido
plácida. Despertamos a la madre de Elisa. El forense se despidió de
nosotros. ¿Todo ha terminado?, dijo la madre. Todo ha terminado, dije
yo. La madre nos dio las gracias y se fue. Yo le pedí a mi compañero que
me ayudara a deshacerme del cadáver de Elisa.
Entre los dos lo llevamos a un canal donde la corriente era rápida y lo
arrojamos allí. ¿Por qué no tiras el cuerpo del bebé?, dijo mi
compañero. No lo sé, dije, quiero estudiarlo, tal vez algo se nos ha
pasado por alto. Luego él volvió a su zona y yo volví a la mía. A cada
rata que me cruzaba le hacía la misma pregunta: ¿Sabes si alguien perdió
a su bebé? Las respuestas eran variadas, pero por regla general nuestro
pueblo cuida de sus pequeños y lo que la gente decía, en el fondo, lo
decía de oídas. Mi ronda me llevó otra vez al perímetro, todos estaban
trabajando en un túnel, incluida la madre de Elisa, cuyo cuerpo grueso y
seboso apenas cabía por la hendidura, pero cuyos dientes y garras eran,
todavía, las mejores para excavar.
Decidí entonces regresar a la alcantarilla muerta y tratar de ver qué
era lo que se me había pasado por alto. Busqué huellas y no encontré
nada. Señales de violencia. Signos de vida. El bebé, resultaba evidente,
no había llegado por sus propios pies a la alcantarilla.
Busqué restos de comida, marcas de mierda seca, una madriguera, todo inútil.
De pronto escuché un débil chapaleo. Me escondí. Al cabo de poco vi
aparecer en la superficie del agua una serpiente blanca. Era gorda y
debía de medir un metro. La vi sumergirse un par de veces y reaparecer.
Luego, con mucha prudencia, salió del agua y reptó por la orilla
produciendo un siseo semejante al de una cañería de gas. Para nuestro
pueblo, ella era gas. Se acercó a donde yo me ocultaba. Desde su
posición era imposible un ataque directo, algo que en principio me
favorecía, lo que me daba tiempo para escapar (pero una vez en el agua
yo sería presa fácil) o para clavar mis dientes en su cuello. Sólo
cuando la serpiente se alejó sin haber dado muestras de haberme visto,
comprendí que era una serpiente ciega, una descendiente de aquellas
serpientes que los seres humanos, cuando se cansan de ellas, arrojan en
sus wateres. Por un instante la compadecí. En realidad lo que hacía era
celebrar mi buena suerte de forma indirecta. Imaginé a sus padres o a
sus tatarabuelos descendiendo por el infinito entramado de cañerías de
desagüe, los imaginé atontados en la oscuridad de las alcantarillas, sin
saber qué hacer, dispuestos a morir o a sufrir, y también imaginé a
unos cuantos que sobrevivieron, los imaginé adaptándose a una dieta
infernal, los imaginé ejerciendo su poder, los imaginé durmiendo y
muriendo en los inacabables días de invierno.
El miedo, por lo visto, despierta la imaginación. Cuando la serpiente se
marchó volví a recorrer de arriba abajo la alcantarilla muerta. No
encontré nada que se saliera de lo normal.
Al día siguiente volví a hablar con el forense. Le pedí que le echara
otra mirada al cadáver del bebé. Al principio me miró como si me hubiera
vuelto loco. ¿No te has deshecho de él?, me preguntó. No, dije, quiero
que lo revises una vez más. Finalmente me prometió que lo haría, siempre
y cuando aquel día no tuviera demasiado trabajo. Durante mi ronda, y a
la espera del informe final del forense, me dediqué a buscar una familia
que hubiera perdido a su bebé en el lapso de un mes. Lamentablemente
las ocupaciones de nuestro pueblo, sobre todo de aquellos que viven en
los límites del perímetro, los obligan a moverse constantemente, y se
podía dar el caso de que la madre de aquel bebé muerto ahora estuviera
afanada construyendo túneles o buscando comida a varios kilómetros de
allí. Como era predecible, de mis pesquisas no pude extraer ninguna
pista favorable.
Cuando volví a la comisaría encontré una nota del forense y una de mi
inmediato superior. Este me preguntaba por qué no me había deshecho aún
del cadáver del bebé. La del forense reafirmaba su primera conclusión:
el cadáver no presentaba heridas, la muerte había sido debida al hambre y
posiblemente también al frío. Los cachorros resisten mal ciertas
inclemencias ambientales. Durante mucho rato estuve meditando. El bebé,
como todos los bebés en una situación semejante, había chillado hasta
desgañifarse. ¿Cómo fue posible que no atrajeran sus gritos a un
depredador? El asesino lo había secuestrado y luego se había internado
con él por pasillos poco frecuentados, hasta llegar a la alcantarilla
muerta. Ya allí, había dejado al bebé tranquilo y había esperado que
muriera, por llamarle de algún modo, de muerte natural. ¿Era factible
que la misma persona que secuestró al bebé hubiera, posteriormente,
asesinado a Elisa? Sí, era lo más factible.
Entonces se me ocurrió una pregunta que no le había hecho al forense,
así que me levanté y fui a buscarlo. Por el camino me crucé con multitud
de ratas confiadas, juguetonas, reconcentradas en sus propios
problemas, que avanzaban rápidamente en una u otra dirección. Algunas me
saludaron afablemente. Alguien dijo: Mira, ahí va Pepe el Tira.
Yo sólo sentía el sudor que había comenzado a empaparme todo el pelaje,
como si acabara de salir de las aguas estancadas de una alcantarilla
muerta.
Encontré al forense durmiendo con cinco o seis ratas más, todos, a
juzgar por su cansancio, médicos o estudiantes de medicina. Cuando
conseguí despertarlo me miró como si no me reconociera. ¿Cuántos días
tardó en morir?, le pregunté. ¿José?, dijo el forense. ¿Qué quieres?
¿Cuántos días tarda un bebé en morir de hambre? Salimos de la
madriguera.
En mala hora me hice patólogo, dijo el forense. Luego se puso a pensar.
Depende de la constitución física del bebé. A veces con dos días es más
que suficiente, pero un bebé grueso y bien alimentado puede pasarse
cinco días o más. ¿Y sin beber?, dije. Un poco menos, dijo el forense. Y
añadió: No sé adonde quieres llegar. ¿Murió de hambre o de sed?, dije
yo. De hambre. ¿Estás seguro?, dije yo. Todo lo seguro que se puede
estar en un caso como éste, dijo el forense.
Cuando volví a la comisaría me puse a pensar: el bebé había sido
secuestrado hacía un mes y probablemente tardó tres o cuatro días en
morir. Durante esos días debió de chillar sin parar. No obstante, ningún
depredador se había sentido atraído por los ruidos.
Regresé una vez más a la alcantarilla muerta. Esta vez sabía lo que
estaba buscando y no tardé mucho en encontrarlo: una mordaza. Durante
todo el tiempo que duró su agonía el bebé había estado amordazado. Pero
en realidad no durante todo el tiempo. De vez en cuando el asesino le
quitaba la mordaza y le daba agua o bien, sin quitarle la mordaza,
untaba el trapo con agua. Cogí lo que quedaba de la mordaza y salí de la
alcantarilla muerta.
En la comisaría me esperaba el forense. ¿Qué has encontrado ahora,
Pepe?, dijo al verme. La mordaza, dije mientras le alcanzaba el trapo
sucio. Durante unos segundos, sin tocarla, el forense la examinó. ¿El
cadáver del bebé sigue aquí?, me preguntó. Asentí.
Deshazte de él, dijo, la gente empieza a comentar tu conducta. ¿Comentar
o cuestionar?, dije. Es lo mismo, dijo el forense antes de despedirse.
Me descubrí sin ánimos de trabajar, pero me rehice y salí. La ronda,
aparte de los accidentes usuales que suelen perseguir con fidelidad y
saña cualquier movimiento de nuestro pueblo, no se distinguió de otras
rondas marcadas por la rutina. Al volver a la comisaría, después de
horas de trabajo extenuante, me deshice del cadáver del bebé. Durante
días no sucedió nada relevante. Hubo víctimas de los depredadores,
accidentes, viejos túneles que se derrumbaban, un veneno que mató a unos
cuantos de los nuestros hasta que hallamos la manera de neutralizarlo.
Nuestra historia es la multiplicidad de formas con que eludimos las
trampas infinitas que se alzan a nuestro paso.
Rutina y tesón. Recuperación de cadáveres y registro de incidentes. Días
idénticos y tranquilos. Hasta que encontré el cuerpo de dos jóvenes
ratas, una hembra y el otro macho.
La información la obtuve mientras recorría los túneles. Sus padres no
estaban preocupados, probablemente, pensaban, habían decidido vivir
juntos y cambiar de madriguera. Pero cuando ya me iba, sin darle
demasiada importancia a la doble desaparición, un amigo de ambos me dijo
que ni el joven Eustaquio ni la joven Marisa habían manifestado jamás
una intención semejante. Eran amigos, simplemente, buenos amigos, sobre
todo si se tenía en cuenta la peculiaridad de Eustaquio. Pregunté qué
clase de peculiaridad era ésa. Componía y declamaba versos, dijo el
amigo, lo que lo hacía manifiestamente inhábil para el trabajo. ¿Y
Marisa qué?, dije. Ella no, dijo el amigo. No qué, dije yo. No tenía
ninguna peculiaridad de ese tipo. A otro policía cualquiera esta
información le habría parecido carente de interés. A mí me despertó el
instinto. Pregunté si en los alrededores de la madriguera había una
alcantarilla muerta. Me dijeron que la más próxima estaba a unos dos
kilómetros de allí, en un nivel inferior. Encaminé mis pasos en esa
dirección. En el trayecto me encontré a un viejo seguido de un grupo de
cachorros. El viejo les hablaba sobre los peligros de las comadrejas.
Nos saludamos. El viejo era un maestro y estaba de excursión. Los
cachorros aún no eran aptos para el trabajo, pero pronto lo serían. Les
pregunté si habían visto algo raro durante el paseo. Todo es raro, me
gritó el viejo mientras nos alejábamos en distintas direcciones, lo raro
es lo normal, la fiebre es la salud, el veneno es la comida. Luego se
puso a reír afablemente y su risa me siguió incluso cuando me metí por
otro conducto.
Al cabo de un rato llegué a la alcantarilla muerta. Todas las
alcantarillas de aguas estancas se parecen, pero yo sé distinguir con
poco margen de error si alguna vez he estado allí o si, por el
contrario, es la primera vez que me introduzco en una de ellas. Aquélla
no la conocía. Durante un rato la examiné, por si encontraba el modo de
entrar sin necesidad de mojarme. Luego me eché al agua y me deslicé
hacia la alcantarilla. Mientras nadaba creí ver unas ondas que surgían
de una isla de desperdicios. Temí, como era lógico, la aparición de una
serpiente, y me aproximé a toda velocidad a la isla. El suelo era blando
y al caminar uno se enterraba en un limo blancuzco hasta las rodillas.
El olor era el de todas las alcantarillas muertas: no a descomposición
sino a la esencia, al núcleo de la descomposición. Poco a poco me fui
desplazando de isla en isla. A veces tenía la impresión de que algo me
jalaba los pies, pero sólo era basura. En la última isla descubrí los
cadáveres. El joven Eustaquio exhibía una única herida que le había
desgarrado el cuello.
La joven Marisa, por el contrario, se notaba que había luchado. Su piel
estaba llena de dentelladas. En los dientes y en las garras descubrí
sangre, por lo que era fácilmente deducible que el asesino estaba
herido. Como pude, saqué los cadáveres, primero uno y luego el otro,
fuera de la alcantarilla muerta. Y así intenté llevarlos hasta el primer
núcleo de población: primero cargaba a uno y lo dejaba cincuenta metros
más allá y luego regresaba, cargaba al otro y lo depositaba junto al
primero. En uno de esos relevos, cuando regresaba a buscar el cuerpo de
la joven Marisa, vi a una serpiente blanca que había salido del canal y
se aproximaba a ella. Me quedé quieto. La serpiente dio un par de
vueltas alrededor del cadáver y luego lo trituró. Cuando procedió a
engullirlo me di media vuelta y eché a correr hasta donde había dejado
el cadáver de Eustaquio. De buena gana me hubiera puesto a gritar. Sin
embargo ni un solo gemido salió de mi boca.
A partir de ese día mis rondas se hicieron exhaustivas. Ya no me
conformaba con la rutina del policía que vigilaba el perímetro y
resolvía asuntos que cualquiera, con un poco de sentido común, podía
resolver. Cada día visitaba las madrigueras más alejadas. Hablaba con la
gente de las cosas más intrascendentes. Conocí una colonia de
ratas-topo que vivían entre nosotros ejerciendo los oficios más
humildes. Conocí a un viejo ratón blanco, un ratón blanco que ya ni
siquiera recordaba su edad y que en su juventud había sido inoculado con
una enfermedad contagiosa, él y muchos como él, ratones blancos
prisioneros, que luego fueron introducidos en el alcantarillado con la
esperanza de matarnos a todos. Muchos murieron, decía el ratón blanco,
que apenas podía moverse, pero las ratas negras y los ratones blancos
nos cruzamos, follamos como locos (como sólo se folla cuando la muerte
anda cerca) y finalmente no sólo se inmunizaron las ratas negras sino
que surgió una nueva especie, las ratas marrones, resistentes a
cualquier contagio, a cualquier virus extraño.
Me gustaba ese viejo ratón blanco que había nacido, según él, en un
laboratorio de la superficie. Allí la luz es cegadora, decía, tanto que
los moradores del exterior ni siquiera la aprecian. ¿Tú conoces las
bocas de las alcantarillas, Pepe? Sí, alguna vez he estado allí, le
respondía. ¿Has visto, entonces, el río al que dan todas las
alcantarillas, has visto los juncos, la arena casi blanca? Sí, siempre
de noche, le respondía. ¿Entonces has visto la luna rielando sobre el
río? No me fijé mucho en la luna. ¿Qué fue lo que te llamó la atención,
entonces, Pepe? Los ladridos de los perros. Las jaurías que viven en las
orillas del río. Y también la luna, reconocí, aunque no pude disfrutar
mucho de su visión. La luna es exquisita, decía el ratón blanco, si
alguna vez alguien me preguntara dónde me gustaría vivir, contestaría
sin dudar que en la luna.
Como un habitante de la luna yo recorría las alcantarillas y conductos subterráneos.
Al cabo de un tiempo encontré a otra víctima. Como las anteriores, el
asesino había depositado su cuerpo en una alcantarilla muerta. La cargué
y me la llevé a la comisaría. Esa noche volví a hablar con el forense.
Le hice notar que el desgarro en el cuello era similar al de las otras
víctimas. Puede ser una casualidad, dijo. Tampoco se las come, dije. El
forense examinó el cadáver. Examina la herida, dije, dime qué clase de
dentadura produce ese desgarrón. Cualquiera, cualquiera, dijo el
forense. No, cualquiera no, dije yo, examínala con cuidado. ¿Qué quieres
que te diga?, me preguntó el forense. La verdad, dije yo. ¿Y cuál es,
según tú, la verdad? Yo creo que estas heridas las produjo una rata,
dije yo. Pero las ratas no matan a las ratas, dijo el forense mirando
otra vez el cadáver. Esta sí, dije yo.
Luego me fui a trabajar y cuando volví a la comisaría encontré al
forense y al comisario jefe que me esperaban. El comisario no se anduvo
por las ramas. Me preguntó de dónde había sacado la peregrina idea de
que había sido una rata la autora de los crímenes. Quiso saber si había
comentado mis sospechas con alguien más. Me advirtió que no lo hiciera.
Deje de fantasear, Pepe, dijo, y dedíquese a cumplir con su trabajo. Ya
bastante complicada es la vida real para encima añadir elementos
irreales que sólo pueden terminar dislocándola.
Yo estaba muerto de sueño y pregunté qué quería decir con la palabra
dislocar. Quiero decir, dijo el comisario mirando al forense como si
buscara su aprobación, y dándole a sus palabras una entonación profunda y
dulce, que la vida, sobre todo si es breve, como desgraciadamente es
nuestra vida, debe tender hacia el orden, no hacia el desorden, y menos
aún hacia un desorden imaginario. El forense me miró con gravedad y
asintió. Yo también asentí.
Pero seguí alerta. Durante unos días el asesino pareció esfumarse. Cada
vez que me desplazaba al perímetro y encontraba colonias desconocidas
solía preguntar por la primera víctima, el bebé que había muerto de
hambre. Finalmente una vieja rata exploradora me habló de una madre que
había perdido a su bebé. Pensaron que había caído al canal o que se lo
había llevado un depredador, dijo. Por lo demás, se trataba de un grupo
en el que los adultos eran pocos y las crías numerosas y no buscaron
mucho al bebé. Poco después se fueron a la parte norte de las
alcantarillas, cerca de un gran pozo, y la rata exploradora los perdió
de vista. Me dediqué, en los ratos libres, a buscar a este grupo. Por
supuesto, ahora las crías estarían crecidas y la colonia sería más
grande y puede que la desaparición del bebé hubiera caído en el olvido.
Pero si tenía suerte y hallaba a la madre del bebé, ésta aún podría
explicarme algunas cosas. El asesino, mientras tanto, se movía. Una
noche encontré en la morgue un cadáver cuyas heridas, el desgarrón casi
limpio en la garganta, eran idénticas a las que solía infligir el
asesino. Hablé con el policía que había hallado el cadáver. Le pregunté
si creía que había sido un depredador. ¿Quién más podría ser?, me
respondió. ¿O acaso tú crees, Pepe, que ha sido un accidente? Un
accidente, pensé. Un accidente permanente. Le pregunté dónde encontró el
cadáver. En una alcantarilla muerta de la parte sur, respondió. Le
recomendé que vigilara bien las alcantarillas muertas de esa zona. ¿Por
qué?, quiso saber. Porque uno nunca sabe lo que puede encontrar en
ellas. Me miró como si estuviera loco. Estás cansado, me dijo, vámonos a
dormir. Nos metimos juntos en la habitación de la comisaría. El aire
era tibio. Junto a nosotros roncaba otra rata policía. Buenas noches, me
dijo mi compañero. Buenas noches, dije yo, pero no pude dormir. Me puse
a pensar en la movilidad del asesino, que unas veces actuaba en la
parte norte y otras en la parte sur. Tras dar varias vueltas me levanté.
Con pasos vacilantes me dirigí hacia el norte. En mi camino me crucé con
algunas ratas que se desplazaban a trabajar en la penumbra de los
túneles, confiadas y decididas. Oí que unos jovenzuelos decían Pepe el
Tira, Pepe el Tira y luego se reían, como si mi apodo fuera lo más
divertido del mundo. O tal vez sus risas obedecían a otra causa. En
cualquier caso yo ni siquiera me detuve.
Los túneles, poco a poco, se fueron quedando vacíos. Ya sólo de vez en
cuando me cruzaba con un par de ratas o las oía a lo lejos, afanadas en
otros túneles, o vislumbraba sus sombras dando vueltas alrededor de algo
que podía ser comida o podía ser veneno. Al cabo de un rato los ruidos
cesaron y sólo podía oír el sonido de mi corazón y el interminable goteo
que nunca cesa en nuestro mundo. Cuando encontré el gran pozo una
vaharada de muerte me hizo extremar aún más mis precauciones. Yacía allí
lo que quedaba de dos perros de regular tamaño, tiesos, con las patas
levantadas, semicomidos por los gusanos.
Más allá, beneficiarios también de los restos perrunos, encontré a la
colonia de ratas que andaba buscando. Vivían en los límites de la
alcantarilla, con todos los peligros que esto conlleva, pero también con
el beneficio de la comida, la cual nunca escaseaba en los lindes. Los
encontré reunidos en una pequeña plaza. Eran grandes y gordos y sus
pieles eran lustrosas. Tenían la expresión grave de aquellos que viven
en el peligro constante.
Cuando les dije que era policía sus miradas se hicieron desconfiadas.
Cuando les dije que estaba buscando a una rata que había perdido a su
bebé, nadie respondió pero por sus gestos me di cuenta de inmediato de
que la búsqueda, al menos en este aspecto, había terminado.
Describí entonces al bebé, su edad, la alcantarilla muerta donde lo
había encontrado, la forma en que había muerto. Una de las ratas dijo
que era su hijo. ¿Qué buscas?, dijeron las otras.
Justicia, dije. Busco al asesino.
La más vieja, con la piel llena de costurones y respirando como un
fuelle, me preguntó si creía que el asesino era uno de ellos. Puede
serlo, dije. ¿Una rata?, dijo la rata vieja. Puede serlo, dije. La madre
dijo que su bebé solía salir solo. Pero no pudo llegar solo a la
alcantarilla muerta, le respondí. Tal vez se lo llevó un depredador,
dijo una rata joven.
Si se lo hubiera llevado un depredador se lo habría comido. Al bebé lo mataron por placer, no por hambre.
Todas las ratas, tal como esperaba, negaron con la cabeza. Eso es
impensable, dijeron. No existe nadie en nuestro pueblo que esté tan loco
como para hacer eso.
Escarmentado aún por las palabras del comisario de la policía, preferí
no llevarles la contraria. Empujé a la madre a un sitio apartado y
procuré consolarla, aunque la verdad es que el dolor de la pérdida,
después de tres meses, que era el tiempo que había pasado, se había
atenuado considerablemente. La misma rata me contó que tenía otros
hijos, algunos mayores, a quienes le costaba reconocer como tales cuando
los veía, y otros menores que aquel que había muerto, los cuales ya
trabajaban y se buscaban, no sin éxito, la comida ellos solos. Intenté,
sin embargo, que recordara el día que había desaparecido el bebé. Al
principio la rata se hizo un lío. Confundía fechas e incluso confundía
bebés. Alarmado, le pregunté si había perdido a más de uno y me
tranquilizó diciendo que no, que los bebés, normalmente, se pierden,
pero sólo por unas horas, y que, luego, o bien regresan solos a la
madriguera o bien una rata del mismo grupo los suele encontrar, atraída
por sus berridos.
Tu hijo también lloró, le dije un poco molesto por su jeta
autosatisfecha, pero el asesino lo mantuvo amordazado casi todo el
tiempo.
No pareció conmoverse, así que volví al día de su desaparición. No
vivíamos aquí, dijo, sino en un conducto del interior. Cerca de nosotros
vivía un grupo de exploradores que fueron los primeros en instalarse en
la zona y luego llegó otro grupo, más numeroso, y entonces decidimos
marcharnos porque aparte de dar vueltas por los túneles poco más es lo
que se podía hacer. Los niños, no obstante, estaban bien alimentados, le
hice notar. Comida no faltaba, dijo la rata, pero la teníamos que ir a
buscar en el exterior. Los exploradores habían abierto túneles que
llevaban directamente hacia las zonas superiores, y no había entonces
veneno ni trampa que pudiera detenernos. Todos los grupos subíamos al
menos dos veces al día a la superficie y había ratas que se pasaban días
enteros allí, vagando entre los viejos edificios semirruinosos,
desplazándose por el interior hueco de las paredes, y hubo algunas que
nunca más volvieron.
Le pregunté si estaban en el exterior el día que desapareció su bebé.
Trabajábamos en los túneles, algunos dormían y otros, probablemente,
estaban en el exterior, respondió.
Le pregunté si no había notado nada raro en alguno de su grupo. ¿Raro?
Una forma de comportarse, actitudes que se salen de lo corriente,
ausencias prolongadas y sin justificación. Dijo que no, que, como bien
yo debía saber, en nuestro pueblo las ratas se comportan de una manera y
otras veces de otra, dependiendo de la situación, a la que procuramos
adaptarnos con celeridad y a la mayor perfección posible. Poco después
de la desaparición del bebé, por otra parte, el grupo se puso en marcha
buscando una zona menos peligrosa. Nada más iba a sacarle a aquella rata
trabajadora y simple. Me despedí del grupo y abandoné el conducto donde
estaba su madriguera.
Pero aquel día no volví a la comisaría. A medio camino, cuando estuve
seguro de no ser seguido por nadie, retorné a los alrededores de la
madriguera y busqué una alcantarilla muerta. Al cabo de un tiempo la
encontré. Era pequeña y la pestilencia aún no sobrepasaba ciertos
límites. La examiné de arriba abajo. La persona que yo buscaba no
parecía haber actuado allí. Tampoco encontré indicios de depredadores.
Pese a que no había ni un solo lugar seco, decidí quedarme. Como pude,
con tal de pasar un rato mínimamente cómodo, junté los cartones mojados y
los trozos de plástico que pude hallar y me acomodé sobre ellos.
Imaginé que el calor de mi pelaje en contacto con la humedad producía
pequeñas nubes de vapor. Por momentos el vapor conseguía adormecerme y
por momentos se convertía en el domo en el interior del cual yo era
invulnerable. Estaba a punto de quedarme dormido cuando oí voces.
Al cabo de un rato los vi aparecer. Eran dos ratas, machos jóvenes, que
hablaban animadamente. A uno de ellos lo reconocí de inmediato: ya lo
había visto entre el grupo que acababa de visitar. La otra rata me era
completamente desconocida, tal vez cuando llegué estaba trabajando, tal
vez pertenecía a otro grupo. La discusión que sostenían era acalorada
pero sin salirse de los cauces de la cortesía entre iguales. Los
argumentos que ambas esgrimían me resultaron incomprensibles, en primer
lugar porque aún estaban demasiado lejos de mí (aunque se encaminaban,
sus patitas chapoteando en el agua baja, hacia mi refugio) y en segundo
lugar porque las palabras que empleaban pertenecían a otra lengua, una
lengua impostada y ajena a mí que odié de inmediato, palabras que eran
ideas o pictogramas, palabras que reptaban por el envés de la palabra
libertad como el fuego repta, o eso dicen, por el otro lado de los
túneles, convirtiendo éstos en hornos.
De buena gana me hubiera escabullido en silencio. Mi instinto de
policía, sin embargo, me hizo comprender que, si no intervenía, pronto
iba a haber otro asesinato. De un salto abandoné los cartones.
Las dos ratas se quedaron paralizadas. Buenas noches, dije. Les pregunté si pertenecían al mismo grupo. Negaron con la cabeza.
Tú, señalé con mi garra a la rata que no conocía, fuera de aquí. La
joven rata al parecer era orgullosa y dudó. Fuera de aquí, soy policía,
dije, soy Pepe el Tira, grité.
Entonces miró a su amigo, dio media vuelta y se alejó. Cuidado con los
depredadores, le dije antes de que desapareciera tras un dique de
basura, en las alcantarillas muertas nadie ayuda si te ataca un
depredador.
La otra rata no se molestó ni siquiera en despedirse de su amigo.
Permaneció junto a mí, quieta, aguardando el momento en que nos íbamos a
quedar solos, sus ojillos pensativos fijos en mí de la misma manera,
supongo, que mis ojillos pensativos la estudiaban a ella.
Por fin te he atrapado, le dije cuando estuvimos solos. No me contestó.
¿Cómo te llamas?, le pregunté. Héctor, dijo. Su voz, ahora que me
hablaba a mí, no era diferente de miles de voces que yo había oído
antes. ¿Por qué mataste al bebé?, murmuré. No contestó. Durante un
instante tuve miedo. Héctor era fuerte, probablemente más voluminoso que
yo, además de más joven, pero yo era policía, pensé.
Ahora te voy a atar las patas y el hocico y te llevaré a la comisaría,
dije. Creo que sonrió, pero no podría asegurarlo. Tienes más miedo que
yo, dijo, y mira que yo tengo mucho miedo. No lo creo, dije, tú no
tienes miedo, tú estás enfermo, tú eres un bastardo de depredador y
escarabajo. Héctor se rió. Claro que tienes miedo, dijo. Mucho más miedo
del que tenía tu tía Josefina. ¿Has oído hablar de Josefina?, dije. He
oído hablar, dijo. ¿Quién no ha oído hablar de ella? Mi tía no tenía
miedo, dije, era una pobre loca, una pobre soñadora, pero no tenía
miedo.
Te equivocas: se moría de miedo, dijo mirando distraídamente hacia los
lados, como si estuviéramos rodeados de presencias fantasmales y
requiriera sin énfasis su aquiescencia.
Quienes la escuchaban estaban muertos de miedo, aunque no lo sabían.
Pero Josefina estaba más que muerta: cada día moría en el centro del
miedo y resucitaba en el miedo.
Palabras, dije como si escupiera. Ahora ponte boca abajo y déjame que
primero te ate el hocico, dije sacando un cordel que había traído para
tal fin. Héctor resopló.
No entiendes nada, dijo. ¿Crees que deteniéndome a mí se acabarán los
crímenes? ¿Crees que tus jefes harán justicia conmigo? Probablemente me
despedazarán en secreto y arrojarán mis restos allí donde pasen los
depredadores. Tú eres un maldito depredador, dije.
Yo soy una rata libre, me contestó con insolencia. Puedo habitar el
miedo y sé perfectamente hacia dónde se encamina nuestro pueblo. Tanta
presunción había en sus palabras que preferí no contestarle. Eres joven,
le dije. Tal vez haya una forma de curarte.
Nosotros no matamos a nuestros congéneres. ¿Y quién te curará a ti,
Pepe?, me preguntó. ¿Qué médicos curarán a tus jefes? Ponte boca abajo,
dije. Héctor me miró y yo solté el cordel. Nos trenzamos en una lucha a
muerte.
Al cabo de diez minutos que me parecieron eternos su cuerpo yacía a un
lado del mío con el cuello destrozado por una mordida. Por mi parte,
tenía el lomo lleno de heridas y el hocico desgarrado y no veía nada con
el ojo izquierdo. Volví con el cadáver a la comisaría. Las pocas ratas
con las que me crucé creyeron, seguramente, que Héctor había sido
víctima de un depredador. Deposité su cuerpo en la morgue y fui a buscar
al forense.
Está todo solucionado, fue lo primero que pude articular. Luego me dejé
caer y esperé. El forense examinó mis heridas y cosió mi hocico y mi
párpado. Mientras lo hacía quiso saber cómo me lo había hecho. Encontré
al asesino, dije. Lo detuve, luchamos. El forense dijo que había que
llamar al comisario. Chasqueó la lengua y de la oscuridad surgió un
adolescente flaco y adormilado. Supuse que era un estudiante de
medicina. El forense le encargó que fuera a casa del comisario y le
dijera que lo esperaban, él y Pepe el Tira, en la comisaría. El
adolescente asintió y desapareció. Luego el forense y yo nos dirigimos a
la morgue.
El cadáver de Héctor seguía allí y el brillo de su pelaje empezaba a
atenuarse. Ahora sólo era un cadáver más, entre muchos otros cadáveres.
Mientras el forense lo examinaba me puse a dormir en un rincón. Me
despertó la voz del comisario y unos sacudones.
Levántate, Pepe, dijo el forense. Los seguí. El comisario y el forense
caminaban aprisa entre unos túneles que yo no conocía. Detrás de ellos,
contemplando sus colas iba yo, medio dormido y sintiendo un gran escozor
en el lomo. No tardamos en llegar a una madriguera vacía. En una
especie de trono (o tal vez fuera una cuna) hervía una sombra. El
comisario y el forense me indicaron que me adelantara.
Cuéntame la historia, dijo una voz que era muchas voces y que provenía
de la oscuridad. Al principio sentí pavor y retrocedí, pero no tardé en
comprender que se trataba de una rata reina muy vieja, es decir de
varias ratas cuyas colas se anudaron en la primera infancia,
imposibilitándolas para el trabajo, pero concediéndoles, en cambio, la
sabiduría necesaria para aconsejar en situaciones extraordinarias a
nuestro pueblo. Así que relaté la historia de principio a fin, y procuré
que mis palabras fueran desapasionadas y objetivas, como si estuviera
redactando un informe. Cuando terminé la voz que era muchas voces y que
salía de la oscuridad me preguntó si yo era el sobrino de Josefina la
Cantora. Así es, dije. Nosotras nacimos cuando Josefina aún estaba viva,
dijo la rata reina, y se movió con gran esfuerzo. Distinguí una enorme
bola oscura llena de ojillos velados por los años.
Supuse que la rata reina era gorda y que la suciedad había terminado por
solidificar sus patas traseras. Una anomalía, dijo. Tardé en comprender
que se refería a Héctor. Un veneno que no nos impedirá seguir estando
vivos, dijo. En cierta manera, un loco y un individualista, dijo. Hay
algo que no entiendo, dije. El comisario me tocó con su garra el hombro,
como para impedirme hablar, pero la rata reina me pidió que le
explicara qué era lo que no entendía. ¿Por qué mató al bebé de hambre,
por qué no le destrozó la garganta como a las otras víctimas? Durante
unos segundos sólo oí suspirar a la sombra que hervía.
Tal vez, dijo al cabo de un rato, quería presenciar el proceso de la
muerte desde el principio hasta el final, sin intervenir o interviniendo
lo menos posible. Y, al cabo de otro silencio interminable, añadió:
Recordemos que estaba loco, que se trataba de una teratología. Las ratas
no matan ratas.
Bajé la cabeza y no sé cuánto rato estuve así. Es posible incluso que me durmiera.
De pronto sentí otra vez la garra del comisario en mi hombro y su voz
que me conminaba a seguirlo. Rehicimos el camino de vuelta en silencio.
En la morgue el cadáver de Héctor, tal como temía, había desaparecido.
Pregunté dónde estaba. Espero que en la panza de algún depredador, dijo
el comisario. Luego tuve que oír lo que ya sabía. Terminantemente
prohibido hablar del caso de Héctor con nadie. El caso estaba cerrado y
lo mejor que yo podía hacer era olvidarme de él y seguir viviendo y
trabajando.
Esa noche no quise dormir en la comisaría y me hice un hueco en una
madriguera llena de ratas tenaces y sucias y cuando desperté estaba
solo. Aquella noche soñé que un virus desconocido había infectado a
nuestro pueblo. Las ratas somos capaces de matar a las ratas. Esa frase
resonó en mi bóveda craneal hasta que desperté. Sabía que nada volvería a
ser como antes. Sabía que sólo era cuestión de tiempo. Nuestra
capacidad de adaptación al medio, nuestra naturaleza laboriosa, nuestra
larga marcha colectiva en pos de una felicidad que en el fondo sabíamos
inexistente, pero que nos servía de pretexto, de escenografía y telón
para nuestras heroicidades cotidianas, estaban condenadas a desaparecer,
lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos
condenados a desaparecer.
Volví, porque no podía hacer otra cosa, a las rondas rutinarias: un
policía murió despedazado por un depredador, tuvimos, una vez más, un
ataque con veneno procedente del exterior que diezmó a unos cuantos,
algunos túneles se inundaron. Una noche, sin embargo, cedí a la fiebre
que devoraba mi cuerpo y me encaminé a una alcantarilla muerta.
No puedo precisar si era la misma alcantarilla donde había encontrado a
alguna de las víctimas o si por el contrario se trataba de una
alcantarilla que desconocía. En el fondo, todas las alcantarillas
muertas son iguales. Durante mucho rato permanecí allí, agazapado,
esperando. No ocurrió nada. Sólo ruidos lejanos, chapoteos cuyo origen
fui incapaz de precisar. Al volver a la comisaría, con los ojos
enrojecidos por la prolongada vigilia, encontré a unas ratas que juraban
haber visto en los túneles vecinos a una pareja de comadrejas. Un
policía nuevo estaba junto a ellas. Me miró, esperando alguna señal de
mi parte. Las comadrejas habían acorralado a tres ratas y a varios
cachorros, atrapados en el fondo del túnel. Si esperamos refuerzos será
demasiado tarde, dijo el policía nuevo. ¿Demasiado tarde para qué?, le
pregunté con un bostezo. Para los cachorros y para las cuidadoras,
respondió. Ya es demasiado tarde para todo, pensé. Y también pensé: ¿En
qué momento se hizo demasiado tarde? ¿En la época de mi tía Josefina?
¿Cien años antes? ¿Mil años antes? ¿Tres mil años antes? ¿No estábamos,
acaso, condenados desde el principio de nuestra especie? El policía me
miró esperando un gesto de mi parte. Era joven y seguramente no llevaba
más de una semana en el oficio. A nuestro alrededor algunas ratas
cuchicheaban, otras pegaban sus orejas a las paredes del túnel, la
mayoría tenía que hacer un gran esfuerzo para no temblar y después huir.
¿Tú qué propones?, pregunté. Lo reglamentario, contestó el policía,
internarnos en el túnel y rescatar a las crías. ¿Te has enfrentado
alguna vez a una comadreja? ¿Estás dispuesto a ser despedazado por una
comadreja?, dije. Sé luchar, Pepe, contestó. Llegado a este punto poco
era lo que podía decir, así que me levanté y le ordené que se mantuviera
detrás de mí. El túnel era negro y olía a comadreja, pero yo sé moverme
por la oscuridad. Dos ratas se ofrecieron como voluntarias y nos
siguieron.
En El gaucho insufrible Barcelona, Anagrama, 2008 Foto: RB en Barcelona, 2002 - EFE (El País)
Leído en http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2015/01/roberto-bolano-el-policia-de-las-ratas.html
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