viernes, 23 de enero de 2015

Thiara Montesinos - El tren de Santa Fe

Thiara Montesinos Vera 
(1965)

El tren de Santa Fe

Esa noche del primero de noviembre, el único tren que cruzaba el pueblo de Santa Fe estaba retrasado. Antonio metió las manos en las bolsas de su modesta gabardina y se dispuso a esperar pacientemente en una solitaria banca del andén. De vez en cuando el canto de los grillos y un ruidillo que venía de alguna parte de la estación, rompían el silencio de aquel pueblo dormido. 

Luego, sin saber de donde provenía, se dejó escuchar una voz lastimera que, acompañada de los acordes de una guitarra, contaba la historia de un amor fallido. 

Y en cuestión de segundos, el viento en su fugaz carrera arrastró aquellas notas y se las llevó hasta los límites del tiempo. Antonio sintió un frío invernal recorrer todo su cuerpo y el corazón latió aceleradamente; mas, el temor que hasta ese momento lo había mantenido inquieto, huyó de su rostro para dar paso a una sonrisa que más parecía una mueca de impaciente espera.






—Vaya, al fin una alma por estos lugares tan solitarios. Tanta quietud me estaba dando mala espina. Debe tratarse de algún ranchero que viene de dar serenata a su amada. Ah, estos hombres de campo que declaran sus amores cantando. Qué romántico, no cabe duda. 

Esperó unos minutos fijando la mirada en el fondo del camino que iba siempre al lado de las vías del tren, tratando de adivinar en la indefinible oscuridad aquel supuesto jinete montando a paso lento al compás de su desdichado canto. Entonces un cúmulo de pensamientos inoportunos invadieron su ser obligándolo a ponerse de pie. 

—Confieso que estoy asustado. ¿Por qué no habría de estarlo? Y si el tren no aparece tendré que buscar una pensión para pasar la noche aquí. No, imposible —se dijo resignado mientras hurgaba en los bolsillos de su pantalón, intentado después en su cartera—. Solo me quedan unos cuantos pesos. 

Estaba exhausto, ansioso por recargar el cuerpo en un mullido asiento del tren, pues había tenido que caminar varios kilómetros hasta la estación desde que aquel trailero lo dejara en la carretera a mitad de la noche.

Por fortuna, el melancólico silbido de la vieja locomotora que se acercaba lentamente vino a rescatarlo de su angustiosa situación. Pero tardaba tanto que parecía que no iba a llegar nunca, y cuando por fin se hubo detenido frente a él, se puso de pie sosteniendo su vieja maleta.

—Parece que viene vacío —pensó—. Mejor, así dormiré a mis anchas lo que resta de la noche. La verdad es que este lugar me produce desasosiego. Bueno, también es cierto que a esta hora y siendo un pueblo olvidado de Dios, lo normal es que esté más muerto que un cementerio. Me instalaré al fondo de este vagón.

Se dejó caer plácidamente sobre una de las butacas traseras y colocó la maleta bajo sus pies sin advertir que un soldado, desde su asiento en la fila contigua le miraba con insistencia.

—¡Vamos! Creí que viajaría solo —dijo Antonio por lo bajo cuando se percató de su presencia.

—La guerra ha terminado —advirtió el soldado con voz grave y sin dejar de mirarle.

—¡Claro que ha terminado! ¿Para dónde va usted?

—Más allá del desfiladero del purgatorio. ¿Y usted?

—Voy a Santa Fe.

—A Santa Fe —repitió el soldado desviando la mirada en medio de un prolongado suspiro y sus varoniles facciones se ensombrecieron al preguntar—. ¿Querría usted hacerme un favor?

—Por supuesto. Si está en mis manos, lo haré.

El soldado extrajo del interior de su chaqueta un diminuto envoltorio y se lo entregó, mostrándole al mismo tiempo la fotografía de una joven hermosa de cabellos rubios, cuyos ojos nítidamente azules reflejaban una mezcla de candorosa pasión.

—Lleve esto a la señorita Eleanor, mi prometida. La hallará en una casita bordeada de enredaderas y campanillas blancas y azules; la única que hay en las afueras de Santa Fe, a las orillas del río. Le queda de paso.

Antonio tomó el paquetito y ya no se dijeron más nada. Enseguida cerró los ojos intentando dormitar un rato. Y allá en la inconciencia del sueño sintió que una mano tocaba su hombro. Despertó sobresaltado teniendo ante sí la figura alta y corpulenta del soldado que le dijo con marcado nerviosismo.

—Baje usted ahora mismo.

—¿Aquí? —contestó girando la vista alrededor suyo—. ¡Está usted loco!

—Sí, aquí —como viera que Antonio no movía un dedo, le insistió con energía y encañonando su pistola le gritó impaciente—. ¡Baje ya, antes de que sea demasiado tarde!

—Está bien, está bien —se levantó, cogió su maleta y saltó del tren rodando ladera abajo—. Está loco. Por supuesto que está loco. —Se repitió mientras veía como se alejaba el tren envuelto en una gruesa nube de humo.

Empolvado y maltrecho emprendió el resto del camino hacia el sitio indicado por su extraño acompañante. Y tal como se lo había advertido minutos antes, no le fue difícil encontrar la vieja casucha. Y en efecto, a pesar de la oscuridad que reinaba a esas horas, sonrió al comprobar que toda ella estaba cubierta de caprichosas enredaderas de las que colgaban pequeños espirales y campanillas blancas y azules. Tocó a la puerta de la mísera vivienda y ésta se abrió muy lentamente, seguida un áspero rechinido para dejar al descubierto a una anciana cuyo pelo blanco caía desmadejado sobre sus encorvados hombros.

—¿Diga usted? —dijo con voz breve y cansada.

—Disculpe, ¿vive aquí la señorita Eleanor?

—Sí, yo soy.

—No, debe haber un error porque a quien busco es a una joven de pelo rubio... muy bella.

—Mi pelo era rubio —sonrió con ironía mientras tomaba en sus manos un mechón de hilos opacos y encanecidos—. Y aunque de aquella hermosura no quede ni rastro, sí soy la única señorita Eleanor por estos lugares. ¿Qué desea?

—Eh, bueno... yo... 

—Pase —le invitó al notar su turbación.

En la estrecha y pobre salita no había más muebles que una silla y una mesa desvencijada y sobre ésta, una vela encima de un plato boca abajo difundía su amarillenta agonía.

—Dígame a qué ha venido —recargó ambas manos en el bastón de tronco.

—Pues verá, traigo esto para la... para usted —le dijo titubeante—. Me lo entregó un soldado en el tren esta madrugada.

—¡Oh! —exclamó profundamente conmovida mientras sus manos temblorosas abrían el envoltorio de donde sacó una medallita—. Me ha traído usted la señal que esperé durante muchos años.., cuarenta y cuatro años con tres meses y... veintitantos días... —interrumpió apoyándose en el viejo bastón.

—¿Ha dicho usted cuarenta y cuatro años? No entiendo.

—Sí. El soldado que le dio esto era mi prometido y antes de marchar a la guerra me juró que volvería para cumplir su compromiso, de lo contrario, si caía en combate, me enviaría una señal. Ese día desprendí de mi cuello esta medalla y se la entregué, como también le entregué mi vida. Lucía impecable y apuesto con aquel uniforme del ejército.

—¿Cómo ha dicho? Sigo sin comprender. 

La anciana comenzó a sollozar despacito sin que a sus ojos apagados acudiera una sola lágrima sin dejar de estrechar el preciado regalo contra su pecho. Instantes después le mostró un retrato que bajó de una repisa adornada con flores de papel y rosas de aromática fragancia rodeadas de platos con comida y una botella de ron.

—¿Es éste el soldado que le acompañó en el tren? 

—Sí, el mismo. ¡Diablos! —pensó—, creo que he sido objeto de una broma. Peor aún, quizá se trate de una horrible pesadilla.

—Siéntese, joven, está usted muy pálido —se apresuró a decir la viejecita—. Le voy a dar algo de tomar para que se reponga del susto. Tome, le hará bien.

—Gracias. Siento que las... las piernas me tiemblan —exclamó apurando hasta la última gota de aquel licor suave y oloroso.

—¿Se le ha pasado ya?

—Gracias, creo que sí. ¿Pero qué le ha hecho pensar que estoy asustado?

Por toda respuesta, la anciana mujer se aproximó lentamente a la ventana y desde ahí dejó escapar la mirada hacia un punto indefinido de la campiña iluminada por los últimos fulgores de la luna al presentir la llegada de la aurora. Suspiró profundo y luego se volvió para decirle. 

—Sé que lo está, lo advierto en la palidez de su rostro. Pero debe irse antes de que amanezca. Termine lo que ha venido a hacer y váyase, váyase inmediatamente. Que no lo sorprendan los últimos rayos de luna en este lugar.

—¿Por qué? No comprendo nada. ¿Estará usted bien? —le dijo poniéndose de pie frente a la anciana.

—Mejor que nunca, joven —pronunció emocionada—. Muchas gracias por haberse tomado la molestia de venir hasta acá para cumplir con un encargo sagrado. Que Dios lo guarde.

—No tiene nada que agradecer. Adiós —se despidió de ella ofreciéndole su mano y se marchó enseguida.

Una vez fuera de la casucha, lo primero que pensó fue terminar el asunto que se le había encomendado, para lo cual debía tomar el mismo tren que seguramente lo llevaría a su destino. Arreció el paso con el fin de llegar a la estación antes de que el sol se abriera totalmente mientras recordaba las palabras de Eleanor sin poder asimilar lo que le había ocurrido, cuando, de pronto, una fuerza inexplicable lo obligó a detenerse. Miró por encima de su hombro en dirección a la vieja casa y su sorpresa no tuvo límites. Temblando todo, sin caberle el corazón en el pecho, clavó sus dilatadas pupilas en aquellas paredes semi derruidas como si por ellas hubiesen pasado todos los tiempos. Allí estaba, silenciosa, sombría, envuelta en bejucos retorcidos y secos. Casi arrastrando los pies se acercó incrédulo sin atinar a comprender el caso extraño y pavoroso que le había acontecido esa madrugada. Ni una sola flor. Las campanillas que, con anterioridad, se había detenido a admirar, colgaban de sus delgados tallos a punto de desvanecerse con el menor soplo de viento. Ya no se atrevió a abrir la puerta, sino que por una rendija atisbó hacia el interior donde reinaba el más absoluto abandono. Como un sonámbulo giró sobre sus talones y emprendió la huida. 

El sol había despuntado ya y sus primeros rayos se extendían por los campos. La quietud era tal, que Antonio volvió a sentir miedo, pero éste desapareció al vislumbrar a lo lejos una pareja de humildes y ancianos rancheros que jalaban con dificultad de una mula cargada en exceso. Con aire resuelto les salió al paso una vez que los tuvo cerca.

—Buenos días.

—Buenos días le dé Dios —contestó el hombre.

—Creo que ya me perdí, ¿me podría usted decir dónde se encuentra el andén? Voy hacia el norte —les dijo con la esperanza de que éstos desmintieran lo que acababa de mencionarle Eleanor.

—Pues tendrá que hacerlo a caballo, joven. O a pie. Hace cuarenta y tantos años el único tren que salía de Santa Fe se descarriló en el desfiladero del purgatorio —le advirtió el hombre.

—¡Válgame Dios! Pero si yo he abordado ese mismo tren ayer a media noche. Casualmente fue allí donde encontré al soldado —exclamó ante la mirada distante de sus interlocutores.

—Cada año —agregó el ranchero—, precisamente en el día de muertos, como ayer, se oye el silbido de la locomotora y luego un ruido espantoso como si fueran a desprenderse los rieles, pero nadie la ha visto.

—No, no puede ser. Les digo que yo abordé ese tren en la madrugada. ¿Pretenden ustedes burlarse de mí?

—Mire usted —intervino la mujer—, se cuenta que cuando la guerra terminó, en ese tren volvían aquellos soldados que habían ido a combate. Y allí mismo, en el desfiladero, se produjo el descarrilamiento. Lo extraño es que nunca se encontraron los restos del tren ni los cuerpos de los pasajeros, ¿verdad Juan?

—Así mismo es, vieja.

—Dios mío. No es posible. Yo he llevado un mensaje de uno de esos soldados a la señorita Eleanor. Ella vive en una casucha cerca del río —repuso cubriéndose el rostro con ambas manos.

Por toda respuesta, las miradas de sus interlocutores volvieron a cruzarse compasivamente.

—¡Oigan! —giró la vista a su alrededor—. ¿Dónde están? ¿Adónde se han ido? 

Primero de noviembre. El aire azotaba las ramas de los árboles con furia incontenible, amenazando con levantar las desvencijadas tejas del techo de la estación. El pueblo dormía y el único tren que cruzaba el pueblo de Santa Fe estaba retrasado. Antonio asomó por la ventanilla y miró vagamente hacia el andén en cuya banca solitaria se encontraba un sujeto enfundado en una gruesa gabardina. Le miró solo un instante, luego su boca se torció con un gesto sarcástico, en tanto que su mano izquierda acariciaba una y otra vez las insignias que pendían de su pecho.



® Thiara Montesinos





Leído en  http://www.letrasperdidas.galeon.com/n_thiaramontesinos03.htm


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