Thiara Montesinos Vera (1965) |
El tren de Santa Fe
Esa noche del primero de noviembre, el único tren que cruzaba
el pueblo de Santa Fe estaba retrasado. Antonio metió las manos en las bolsas
de su modesta gabardina y se dispuso a esperar pacientemente en una solitaria
banca del andén. De vez en cuando el canto de los grillos y un ruidillo que
venía de alguna parte de la estación, rompían el silencio de aquel pueblo dormido.
Luego, sin saber de donde provenía, se dejó escuchar una voz
lastimera que, acompañada de los acordes de una guitarra, contaba la historia
de un amor fallido.
Y en cuestión de segundos, el viento en su fugaz carrera arrastró
aquellas notas y se las llevó hasta los límites del tiempo. Antonio sintió un
frío invernal recorrer todo su cuerpo y el corazón latió aceleradamente; mas,
el temor que hasta ese momento lo había mantenido inquieto, huyó de su rostro
para dar paso a una sonrisa que más parecía una mueca de impaciente espera.
—Vaya, al fin una alma por estos lugares tan solitarios. Tanta
quietud me estaba dando mala espina. Debe tratarse de algún ranchero que viene
de dar serenata a su amada. Ah, estos hombres de campo que declaran sus amores
cantando. Qué romántico, no cabe duda.
Esperó unos minutos fijando la mirada en el fondo del camino
que iba siempre al lado de las vías del tren, tratando de adivinar en la indefinible
oscuridad aquel supuesto jinete montando a paso lento al compás de su desdichado
canto. Entonces un cúmulo de pensamientos inoportunos invadieron su ser obligándolo
a ponerse de pie.
—Confieso que estoy asustado. ¿Por qué no habría de estarlo?
Y si el tren no aparece tendré que buscar una pensión para pasar la noche aquí.
No, imposible —se dijo resignado mientras hurgaba en los bolsillos de su pantalón,
intentado después en su cartera—. Solo me quedan unos cuantos pesos.
Estaba exhausto, ansioso por recargar el cuerpo en un mullido
asiento del tren, pues había tenido que caminar varios kilómetros hasta la estación
desde que aquel trailero lo dejara en la carretera a mitad de la noche.
Por fortuna, el melancólico silbido de la vieja locomotora que
se acercaba lentamente vino a rescatarlo de su angustiosa situación. Pero tardaba
tanto que parecía que no iba a llegar nunca, y cuando por fin se hubo detenido
frente a él, se puso de pie sosteniendo su vieja maleta.
—Parece que viene vacío —pensó—. Mejor, así dormiré a mis anchas
lo que resta de la noche. La verdad es que este lugar me produce desasosiego.
Bueno, también es cierto que a esta hora y siendo un pueblo olvidado de Dios,
lo normal es que esté más muerto que un cementerio. Me instalaré al fondo de
este vagón.
Se dejó caer plácidamente sobre una de las butacas traseras y
colocó la maleta bajo sus pies sin advertir que un soldado, desde su asiento
en la fila contigua le miraba con insistencia.
—¡Vamos! Creí que viajaría solo —dijo Antonio por lo bajo cuando
se percató de su presencia.
—La guerra ha terminado —advirtió el soldado con voz grave y
sin dejar de mirarle.
—¡Claro que ha terminado! ¿Para dónde va usted?
—Más allá del desfiladero del purgatorio. ¿Y usted?
—Voy a Santa Fe.
—A Santa Fe —repitió el soldado desviando la mirada en medio
de un prolongado suspiro y sus varoniles facciones se ensombrecieron al preguntar—.
¿Querría usted hacerme un favor?
—Por supuesto. Si está en mis manos, lo haré.
El soldado extrajo del interior de su chaqueta un diminuto envoltorio
y se lo entregó, mostrándole al mismo tiempo la fotografía de una joven hermosa
de cabellos rubios, cuyos ojos nítidamente azules reflejaban una mezcla de candorosa
pasión.
—Lleve esto a la señorita Eleanor, mi prometida. La hallará en
una casita bordeada de enredaderas y campanillas blancas y azules; la única
que hay en las afueras de Santa Fe, a las orillas del río. Le queda de paso.
Antonio tomó el paquetito y ya no se dijeron más nada. Enseguida
cerró los ojos intentando dormitar un rato. Y allá en la inconciencia del sueño
sintió que una mano tocaba su hombro. Despertó sobresaltado teniendo ante sí
la figura alta y corpulenta del soldado que le dijo con marcado nerviosismo.
—Baje usted ahora mismo.
—¿Aquí? —contestó girando la vista alrededor suyo—. ¡Está usted
loco!
—Sí, aquí —como viera que Antonio no movía un dedo, le insistió
con energía y encañonando su pistola le gritó impaciente—. ¡Baje ya, antes de
que sea demasiado tarde!
—Está bien, está bien —se levantó, cogió su maleta y saltó
del tren rodando ladera abajo—. Está loco. Por supuesto que está loco. —Se repitió
mientras veía como se alejaba el tren envuelto en una gruesa nube de humo.
Empolvado y maltrecho emprendió el resto del camino hacia el
sitio indicado por su extraño acompañante. Y tal como se lo había advertido
minutos antes, no le fue difícil encontrar la vieja casucha. Y en efecto, a
pesar de la oscuridad que reinaba a esas horas, sonrió al comprobar que toda
ella estaba cubierta de caprichosas enredaderas de las que colgaban pequeños
espirales y campanillas blancas y azules. Tocó a la puerta de la mísera vivienda
y ésta se abrió muy lentamente, seguida un áspero rechinido para dejar al descubierto
a una anciana cuyo pelo blanco caía desmadejado sobre sus encorvados hombros.
—¿Diga usted? —dijo con voz breve y cansada.
—Disculpe, ¿vive aquí la señorita Eleanor?
—Sí, yo soy.
—No, debe haber un error porque a quien busco es a una joven
de pelo rubio... muy bella.
—Mi pelo era rubio —sonrió con ironía mientras tomaba en sus
manos un mechón de hilos opacos y encanecidos—. Y aunque de aquella hermosura
no quede ni rastro, sí soy la única señorita Eleanor por estos lugares. ¿Qué
desea?
—Eh, bueno... yo...
—Pase —le invitó al notar su turbación.
En la estrecha y pobre salita no había más muebles que una silla
y una mesa desvencijada y sobre ésta, una vela encima de un plato boca abajo
difundía su amarillenta agonía.
—Dígame a qué ha venido —recargó ambas manos en el bastón de
tronco.
—Pues verá, traigo esto para la... para usted —le dijo titubeante—.
Me lo entregó un soldado en el tren esta madrugada.
—¡Oh! —exclamó profundamente conmovida mientras sus manos temblorosas
abrían el envoltorio de donde sacó una medallita—. Me ha traído usted la señal
que esperé durante muchos años.., cuarenta y cuatro años con tres meses y...
veintitantos días... —interrumpió apoyándose en el viejo bastón.
—¿Ha dicho usted cuarenta y cuatro años? No entiendo.
—Sí. El soldado que le dio esto era mi prometido y antes de marchar
a la guerra me juró que volvería para cumplir su compromiso, de lo contrario,
si caía en combate, me enviaría una señal. Ese día desprendí de mi cuello esta
medalla y se la entregué, como también le entregué mi vida. Lucía impecable
y apuesto con aquel uniforme del ejército.
—¿Cómo ha dicho? Sigo sin comprender.
La anciana comenzó a sollozar despacito sin que a sus ojos apagados
acudiera una sola lágrima sin dejar de estrechar el preciado regalo contra su
pecho. Instantes después le mostró un retrato que bajó de una repisa adornada
con flores de papel y rosas de aromática fragancia rodeadas de platos con comida
y una botella de ron.
—¿Es éste el soldado que le acompañó en el tren?
—Sí, el mismo. ¡Diablos! —pensó—, creo que he sido objeto de
una broma. Peor aún, quizá se trate de una horrible pesadilla.
—Siéntese, joven, está usted muy pálido —se apresuró a decir
la viejecita—. Le voy a dar algo de tomar para que se reponga del susto. Tome,
le hará bien.
—Gracias. Siento que las... las piernas me tiemblan —exclamó
apurando hasta la última gota de aquel licor suave y oloroso.
—¿Se le ha pasado ya?
—Gracias, creo que sí. ¿Pero qué le ha hecho pensar que estoy
asustado?
Por toda respuesta, la anciana mujer se aproximó lentamente a
la ventana y desde ahí dejó escapar la mirada hacia un punto indefinido de la
campiña iluminada por los últimos fulgores de la luna al presentir la llegada
de la aurora. Suspiró profundo y luego se volvió para decirle.
—Sé que lo está, lo advierto en la palidez de su rostro. Pero
debe irse antes de que amanezca. Termine lo que ha venido a hacer y váyase,
váyase inmediatamente. Que no lo sorprendan los últimos rayos de luna en este
lugar.
—¿Por qué? No comprendo nada. ¿Estará usted bien? —le dijo poniéndose
de pie frente a la anciana.
—Mejor que nunca, joven —pronunció emocionada—. Muchas gracias
por haberse tomado la molestia de venir hasta acá para cumplir con un encargo
sagrado. Que Dios lo guarde.
—No tiene nada que agradecer. Adiós —se despidió de ella ofreciéndole
su mano y se marchó enseguida.
Una vez fuera de la casucha, lo primero que pensó fue terminar
el asunto que se le había encomendado, para lo cual debía tomar el mismo tren
que seguramente lo llevaría a su destino. Arreció el paso con el fin de llegar
a la estación antes de que el sol se abriera totalmente mientras recordaba las
palabras de Eleanor sin poder asimilar lo que le había ocurrido, cuando, de
pronto, una fuerza inexplicable lo obligó a detenerse. Miró por encima de su
hombro en dirección a la vieja casa y su sorpresa no tuvo límites. Temblando
todo, sin caberle el corazón en el pecho, clavó sus dilatadas pupilas en aquellas
paredes semi derruidas como si por ellas hubiesen pasado todos los tiempos.
Allí estaba, silenciosa, sombría, envuelta en bejucos retorcidos y secos. Casi
arrastrando los pies se acercó incrédulo sin atinar a comprender el caso extraño
y pavoroso que le había acontecido esa madrugada. Ni una sola flor. Las campanillas
que, con anterioridad, se había detenido a admirar, colgaban de sus delgados
tallos a punto de desvanecerse con el menor soplo de viento. Ya no se atrevió
a abrir la puerta, sino que por una rendija atisbó hacia el interior donde reinaba
el más absoluto abandono. Como un sonámbulo giró sobre sus talones y emprendió
la huida.
El sol había despuntado ya y sus primeros rayos se extendían
por los campos. La quietud era tal, que Antonio volvió a sentir miedo, pero
éste desapareció al vislumbrar a lo lejos una pareja de humildes y ancianos
rancheros que jalaban con dificultad de una mula cargada en exceso. Con aire
resuelto les salió al paso una vez que los tuvo cerca.
—Buenos días.
—Buenos días le dé Dios —contestó el hombre.
—Creo que ya me perdí, ¿me podría usted decir dónde se encuentra
el andén? Voy hacia el norte —les dijo con la esperanza de que éstos desmintieran
lo que acababa de mencionarle Eleanor.
—Pues tendrá que hacerlo a caballo, joven. O a pie. Hace cuarenta
y tantos años el único tren que salía de Santa Fe se descarriló en el desfiladero
del purgatorio —le advirtió el hombre.
—¡Válgame Dios! Pero si yo he abordado ese mismo tren ayer a
media noche. Casualmente fue allí donde encontré al soldado —exclamó ante la
mirada distante de sus interlocutores.
—Cada año —agregó el ranchero—, precisamente en el día de muertos,
como ayer, se oye el silbido de la locomotora y luego un ruido espantoso como
si fueran a desprenderse los rieles, pero nadie la ha visto.
—No, no puede ser. Les digo que yo abordé ese tren en la madrugada.
¿Pretenden ustedes burlarse de mí?
—Mire usted —intervino la mujer—, se cuenta que cuando la guerra
terminó, en ese tren volvían aquellos soldados que habían ido a combate. Y allí
mismo, en el desfiladero, se produjo el descarrilamiento. Lo extraño es que
nunca se encontraron los restos del tren ni los cuerpos de los pasajeros, ¿verdad
Juan?
—Así mismo es, vieja.
—Dios mío. No es posible. Yo he llevado un mensaje de uno de
esos soldados a la señorita Eleanor. Ella vive en una casucha cerca del río
—repuso cubriéndose el rostro con ambas manos.
Por toda respuesta, las miradas de sus interlocutores volvieron
a cruzarse compasivamente.
—¡Oigan! —giró la vista a su alrededor—. ¿Dónde están? ¿Adónde
se han ido?
Primero de noviembre. El aire azotaba las ramas de los árboles
con furia incontenible, amenazando con levantar las desvencijadas tejas del
techo de la estación. El pueblo dormía y el único tren que cruzaba el pueblo
de Santa Fe estaba retrasado. Antonio asomó por la ventanilla y miró vagamente
hacia el andén en cuya banca solitaria se encontraba un sujeto enfundado en
una gruesa gabardina. Le miró solo un instante, luego su boca se torció con
un gesto sarcástico, en tanto que su mano izquierda acariciaba una y otra vez
las insignias que pendían de su pecho.
® Thiara Montesinos
Leído en http://www.letrasperdidas.galeon.com/n_thiaramontesinos03.htm
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