Fernando Andrés Puga |
Un Quijote
Hoy tocó a mi puerta un hombre vestido con armadura, bigotito, barba fina colgándole del mentón y modales anticuados.
—Buenos días, caballero. ¿Tendría usted la amabilidad de brindarme un poco de agua para que mi rocín se pueda refrescar? —dijo, mientras señalaba al viejo y flaco caballo que arrastraba con dificultad un carro repleto de cartones, envases de plástico y cosas por el estilo.
No suelo atender a quienes tocan el timbre para pedir o vender, pero esta vez era diferente. Se lo veía tan atildado, tan inofensivo y bien educado que decidí socorrerlo.
—¡Aldonza! Vení un momento —llamé a mi hija quinceañera—. ¿Podés llenar el balde con agua y traerlo a la puerta?
Cuando la vio, de inmediato se arrodilló frente a ella, le tomó la mano y besándola, exclamó:
—¡Al fin te encuentro, Dulcinea!
Y dirigiéndose a mí:
—¡Oh, noble señor! ¿Tendría a bien concederme la mano de su hija?
¡Qué oportunidad!, pensé. Y sin dudarlo accedí.
Allá van. Acaban de doblar la esquina. Intuyo que serán felices.
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