viernes, 1 de mayo de 2015

Mercedes Abad - Mientras caigo

Mercedes Abad  (1961)

Mientras caigo

Una caída como la que yo tuve deja bastante margen para el monólogo interior. Caes y caes y sigues cayendo y parece que vas a caer por toda la eternidad. Hay gente que ha caído desde más alto, desde luego. Los aviadores derribados por pilotos enemigos durante la guerra, por ejemplo. Al principio les pasaría lo que a mí, que no sabía lo que pasaba, pero enseguida te haces cargo de que ha llegado tu hora.

No es por hacerme el chulo, pero yo caí con gran dignidad, en silencio, sin un solo grito. Puede que apretara un poco las mandíbulas, como hacen los tipos duros cuando se ven en serios aprietos, pero eso es todo. Si no fuera porque mi hermano se empeñó en pasarse toda la caída chillando como una rata, mi caída habría sido ejemplar. Ya puedes esforzarte en ir a la muerte con dignidad y coraje que si te toca un mal compañero en el reparto, te jode la muerte bien jodida. Además de chillar como una rata, creo que mi hermano se hizo caca en los pantalones porque, de pronto el coche empezó a oler fatal. Siempre fue bastante cobardica, mi pobre hermano. Y es que uno muere como vive: el cobarde como una rata y el valiente como un hombre.







Entre una cosa y otra, me resultó bastante difícil concentrarme en mi monólogo interior. Siempre me había hecho ilusión la idea de morirme como Dios manda, y ver desfilar mi vida de cabo a rabo, pensando en los recuerdos buenos y en los momentos malos pero, a la hora de la verdad, no hay tiempo para todo y piensas en lo que piensas. Lo mismito que en la vida. Crees que vas a hacer maravillas con las veinticuatro horas que tiene el día y luego, ya ves, haces lo que puedes y ya está.

Puede que al principio me asustara un poco, pero sólo un poco. Es posible que me diera algún golpe en la cabeza y eso me dejara algo aturdido durante unos segundos. Pero, en cuanto me di cuenta de que el puente se había roto y que el coche se caía al río, pensé que aquello sí que era una casualidad extraordinaria y casi tuve que reprimir una sonrisa, es curioso. Y, entonces, me olvidé de lo de ver desfilar mi vida de cabo a rabo y pensé en lo fantástica que era Marta y en lo mucho que nos queríamos y en lo hermosa que había sido la vida mientras estuvimos juntos. Bebíamos los vientos el uno por el otro, sí señor. Donde iba Marta, ahí estaba yo. Y donde iba yo, ahí estaba Marta.

Lo que más me gustaba de Marta era su forma de callar y de mirarme de aquella manera extraña e intensa que me golpeaba el corazón. Hay gente que, cuando calla, lo único que piensas es que está callada y punto. Pero Marta sabía callar de forma que uno imaginaba no sé qué cosas dentro de su silencio. Un silencio lleno de fabulosos tesoros ocultos, así era el silencio de Marta. Las personas tienden a hablar demasiado, por lo menos las que yo conozco. Y no es que digan grandes cosas. Te van retransmitiendo la vida minucia a minucia, y a mí eso me pone nervioso porque me impide pensar, me atasca los conductos por donde circulan las ideas, eso es.

Su silencio era lo que más me gustaba pero también lo que más me dolió. Así es la vida: las mismas cosas que un día te gustan con locura, otro día te matan. La historia de mi padre con el vino podría resumirse así, supongo. Un día te gusta el vino y al otro resulta que eres alcohólico perdido y te arruinas la vida.

Mientras caíamos también me dió por pensar que mi hermano sería uno de esos fantasmas ruidosos, que pierden la calma y aúllan y arrastran cadenas y cambian los muebles de sitio y enseguida arman un Poltergeist para llamar la atención de los vivos. ¿Cómo iba a estarse quieto y callado en el más allá si nunca lo estuvo en vida? A mí mismo, en cambio, me imaginé como un fantasma discreto. Está mal decirlo, pero incluso me dió la risa al pensar que me introduciría sigilosamente en casa de Marta, sin dar señales de mi presencia espectral, para poder espiar con tranquilidad las reacciones de la familia. Menudo placer me dará verlos a todos hechos fosfatina y asustados porque, desde luego, tienen que estar afectadísimos.

El padre de Marta tiene un montón de pasta, un montón. Está tan forrado y es tan presumido que le parecí poca cosa para su hija cuando se enteró de lo nuestro. No sé con qué amenazas le vendría a Marta pero le dejó muy claro que una hija suya no se casaba con un pelanas cuyo padre, además, es alcohólico. Pelanas, eso es lo que me llamó. Yo no sentí deseos de pegarle cuando Marta me lo contó. El mejor castigo para esa gente es la indiferencia. Vale, yo seré un pelanas que se gana el sustento con un oficio humilde y que no va por ahí tratando a la gente como si todos fueran criados suyos, pero tu hija me quiere y contra eso no puedes hacer nada, señor importante.

Le propuse a Marta que nos fugáramos y fue entonces cuando ella me mató con su silencio. No dijo que no ni que sí, se limitó a clavarme a su silencio con una mirada extraña e intensa y yo me sentí morir.

Ahora al padre de Marta toda la pasta se le va a ir en abogados. Tendrá los mejores, como corresponde a su condición, pero ni aún así se librará de la que se le viene encima. Ya pude yo parecerle poca cosa que ahora mi hermano y yo vamos a ser demasiado para él. Ni siquiera me hace falta introducirme en su casa como un fantasma discreto para saber que ya no pega ojo por las noches, que se revuelve en su cama con la angustia y el miedo pegados al cuerpo y que ha acudido a un especialista para que le ayude a templar los nervios con pastillas.

El azar es la hostia, desde luego. Por ese puente podía haber pasado cualquiera. O nadie. Pero justo cuando se viene abajo, porque no resiste la tormenta aunque sólo hacía siete años que lo habían construído, el Pelanas y su hermano están cruzando el puente con su coche, menuda coincidencia. Y ahora al señor ingeniero se le va a caer el pelo porque, además, otro puente que no dista mucho de éste y que llevaba cien años en pie sí que resistió los embates de la tormenta. Así son las cosas, señor importante. Lo mismo que te hace amasar una fortuna a lo largo de los años ahora va y te arruina.

Yo preferiría estar vivo, desde luego. Pero no se puede negar que entre todas las venganzas posibles ésta es la más contundente. Ahora nadie le pedirá al señor importante que haga más puentes. Por no pedirle, no le pedirán ni que haga una o con un canuto, pobre tipo, toda la vida al garete. Y a mis padres tendrá que pagarles una pasta. Y eso por dos Pelanas que no valían nada para el señor ingeniero.





Leído en  http://www.barcelonareview.com/25/s_ma.htm



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