Luis Bagué Quílez (1978) |
Por qué empecé a mentir
Hay una insatisfacción inherente al juego de hacer versos: Lope quería ser Góngora, y Gil de Biedma, Auden. A Fernando Pessoa le bastaba con ser alguien distinto a Fernando Pessoa, y Jorge Luis Borges se hubiera conformado con nacer en el imperio británico. Harold Bloom le llama a este proceso, de modo algo grandilocuente, «la angustia de las influencias», que sería una especie de struggle for life darwiniana a la medida de literatos compulsivos. Para quienes estamos más cerca de la sombra de Ed Wood que de la luminosidad de Orson Welles, para quienes entendemos más a Salieri que a Mozart, «la angustia de las influencias» supone un gran consuelo, pues nos permite demorarnos en nuestras imperfecciones con cierta impunidad y falta de escrúpulos.
La poesía que me interesa suele contar algo. Se me podría reprochar que en el fondo todos los poemas esconden alguna anécdota, al igual que las manzanas de los dibujos animados albergan siempre a algún gusano perplejo y cejijunto. Tal vez sea así. Como lector he disfrutado por igual con los poetas que les escribían versos a sus novias delante de un gin tonic , con a quellos otros que se extasiaban ante el débil espejeo de las aguas de un río y con quienes agregaban la cultura de los museos a la enciclopedia de la vida. Sin embargo, me parece que la poesía no puede limitarse al anecdotario sentimental, si bien, como en esas relaciones de amor - odio que cantan los tangos, tampoco puede prescindir por completo de la experiencia de sus autores. Que esa experiencia haya de ser cierta o no es ya harina de otro costal. En lo que a mí respecta, puedo afirmar sin rubor que mis primeras composiciones fueron estrictamente falsas: el personaje que habitaba en mis versos adolescentes era a veces un Bogart miope y un punto sensiblero; otras veces un Bond de incógnito al servicio de su majestad la literatura, e incluso en ocasiones se me coló por los resquicios de algún verso cojo un Darth Vader replicante que había leído demasiado a Cortázar y sabía que al final todos nos acabamos persiguiendo a nosotros mismos.
Me gusta pensar que con el tiempo he perfeccionado mis mentiras, aunque y a no aspiro a doctorarme en ventriloquia. Ahora sé que la vida es el punto de partida, pero que los versos están en otro sitio: quizá en las pantallas de un cine, en las sinuosas calles de esta ciudad o en el celuloide rancio de la memoria, una fotografía que tiene los bordes perennemente amarillos, como el pulso de los convalecientes. Por eso no le temo a la elegía, pero sí al confesionalismo. Por eso nunca he escrito versos llorando, sino, imagino, con una cautelosa sonrisa entre nostálgica y resignada.
Leído en http://www.biblioteca.org.ar/libros/156336.pdf
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