Tenía razón Montesquieu al advertir que, en el fondo, lo que cuenta en la política es la naturaleza de las emociones que nos vinculan. El viejo aristócrata sabía perfectamente bien que las reglas eran cruciales. Si el poder se concentra en una sola persona (o en una sola institución o en un solo grupo) habrá abusos. Sólo con equilibrios puede haber tranquilidad. Pero esa prudencia institucional, esa apuesta por los contrapesos expresaba su confianza en que podría cultivarse un tipo de relación social. La moderación permitiría la convivencia. El barón creía que la convivencia civilizada podía asentar en la deferencia o en la igualdad. República y monarquía podían ser escenarios auspiciosos de la civilidad política. El tuteo de la igualdad o las reverencias de la jerarquía podrían acoger algún tipo de convivencia digna. Sólo un sentimiento la haría imposible: el miedo.
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