Los mexicanos no somos los mismos desde que nos dimos cuenta de que 43 estudiantes podían desaparecer sin mayor motivo que la violencia gratuita. Y no somos los mismos porque en ese momento nos dimos cuenta de que habíamos tocado fondo. Nos habíamos acostumbrado, o casi, a que aparecieran fosas con 60 indocumentados o una decena de degollados en barrancas innombrables. Pero suponíamos que eran los otros, los que venían de paso desde otras tierras o los facinerosos que se la habían buscado de alguna manera. No obstante, el hecho de que los demonios sueltos exigieran la vida de 43 de nuestros hijos, amigos o hermanos fue una cuchillada en el corazón de muchos, una cuota demasiado alta para pagar en esa piedra de los sacrificios llamada injusticia y descomposición social.
Para Enrique Peña Nieto también fue un parteaguas. Antes de Ayotzinapa muchos aún aceptaban la tesis oficial de que las reformas económicas y sociales propuestas por su Gobierno eran la respuesta para modernizar al país. Pero la brutal noticia nos confrontó con el hecho de que el México profundo y bárbaro que habita bajo nuestros pies es mucho más fuerte y poderoso que los tibios cambios de la superficie. Las reformas hacían caso omiso de la impunidad, la corrupción y un sistema de justicia roto. En las propuestas del presidente no había respuestas para lo que no quería ver. Locomotoras diseñadas para sacar a México del túnel, pero ignorantes de las vías podridas que impedirían llegar muy lejos.
Fue en esa coyuntura cuando nos dimos cuenta de que el sexenio había poco menos que terminado. Que el Gobierno carecía de respuestas frente a la metástasis que invade el cuerpo social; que lo del Estado fallido puede ser una exageración pero no en materia de inseguridad y justicia. Y no sólo por la noticia, brutal como era, sino por la torpeza e ineptitud del Gobierno federal al intentar hacer un absurdo control de daños.
Primero, el Ejecutivo buscó minimizar la tragedia; Peña Nieto recibió a los padres apenas un mes más tarde y eso porque su insensibilidad ya era criticada en la prensa extranjera. Hasta el día de hoy, el presidente sigue sin acercarse al lugar de los hechos. Segundo, desde el principio la investigación oficial se caracterizó por su hermetismo y su deseo de dar carpetazo al asunto. Las autoridades actuaron con más ganas de dar satisfacción a su jefe que en ofrecer una repuesta diáfana y transparente a las víctimas y a la comunidad nacional e internacional.
Habría que preguntarnos por qué razón un hecho traumático como este no provocó una reacción más contundente por parte de los mexicanos. Menos que eso requirieron los guatemaltecos hace unas semanas y los egipcios hace cuatro años para dar un vuelco a la política. Los primeros dos meses se realizaron marchas nutridas por todo el país y de corte multiclasista, algo inusual en México. Parecía que un movimiento de indignados comenzaba a organizarse en torno a los padres de las víctimas. Luego el período navideño sacó a la gente de la calle y la metió en sus casas. Al final parecería que la estrategia del Gobierno, apostar por el olvido, había resultado exitosa.
No lo creo. La indignación que produce Ayotzinapa no se materializó en una irrupción de los ciudadanos en la política, sino en algo peor, el desencanto absoluto por la política, en particular por su presidente. Nada pone en riesgo la continuación del sexenio de Peña Nieto (ni siquiera hay una oposición articulada capaz de cobrar la factura del desencanto); salvo el hecho de que no hay continuación. Junto al escándalo de la casa blanca de la Primera Dama, Ayotzinapa liquidó lo que quedaba del capital político del presidente y convirtió a los tres años que restan de su Gobierno en un largo tiempo perdido.
@jorgezepedap
Leído en
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/09/23/actualidad/1443031959_099060.html
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