Enrique Peña Nieto pudo haber pasado a la historia como uno de los mejores presidentes de México. Logró algo verdaderamente trascendental: pasar varias reformas estructurales a fin de modernizar la economía nacional. Pero no aprendió la lección histórica del salinismo: que el reformismo no se puede mezclar con la corrupción. Cuando un presidente reforma, toca intereses muy poderosos, intereses que se ven perjudicados y que van a tratar, a toda costa, de postrar al gobierno que los afectó. Y el peñismo tenía una debilidad muy grande que eventualmente apareció: el gusto por las mansiones “financiadas” por contratistas de obra pública. El gobierno recibió un golpe con el descubrimiento de la Casa Blanca y otras más. Se le comenzó a percibir como corrupto; ahí se esfumó la posibilidad de Peña de pasar a la historia, como se le fue a Salinas cuando aparecieron las fortunas inexplicables de su hermano Raúl.
Hoy Peña es el Presidente más impopular de todos desde que se comenzaron a levantar encuestas en los años ochenta. A esto hay que sumar, ahora, la contundente derrota que sufrió su partido, el PRI, el domingo pasado. Los electores les dieron una patada en el trasero a seis gobernadores priistas: Aguascalientes, Chihuahua, Durango, Quintana Roo, Tamaulipas y Veracruz. Salvo el caso hidrocálido, todos estos estados estaban muy mal gobernados: ineficaces, autoritarios y/o corruptos.
Con los resultados del domingo, me parece que está terminando una época del PRI. El PRI que, ante la derrota presidencial en 2000, se refugió en los estados y, desde ahí, fue construyendo un esquema para regresar a Los Pinos. Aprovecharon que los presidentes panistas no tenían fuerza en el Congreso para mandar carretadas de dinero a los gobernadores, la gran mayoría de ellos priistas, y otorgarles una completa impunidad para gastárselo.
En este esquema teníamos, por un lado, dos personajes de colmillo largo que manejaron con mucha maña las dos cámaras del Poder Legislativo: Gamboa y Beltrones. Tanto Emilio como Manlio negociaron para darles votos en el Congreso a los presidentes a cambio de fortalecer a los gobernadores. Del otro lado estaba una supuesta nueva generación de políticos priistas en los estados: Medina en Nuevo León, Duarte en Veracruz, Borge en Quintana Roo, por ejemplo. Todos jóvenes, pero que rápidamente aprendieron la peor característica del priismo: la corrupción.
La pinza de poder entre Congreso y gobiernos locales fue lo que permitió que uno de los gobernadores jóvenes, el más destacado y carismático de todos, el de la entidad más poblada del país, diera el salto y recuperara la Presidencia en 2012. Pero, por desgracia, Peña no entendió que no era lo mismo gobernar el Estado de México que la República entera. Algo que a lo mejor podía ser tolerable para la opinión pública mexiquense no lo era para la nacional: que un contratista le “financiara” una lujosa casa a la esposa del Presidente.
Así llegamos a la situación actual en la que, de acuerdo con las encuestas, la gran mayoría de los mexicanos percibe al PRI como un partido corrupto, tanto en el gobierno federal como en los locales. Esto lo ha aprovechado muy bien el PAN –gran ganador del domingo– a sabiendas de que la sociedad está harta de los abusos de poder.
Las alarmas deben estar prendidas en Los Pinos y en el PRI nacional. Si quieren volver a ganar en 2018 la Presidencia, necesitan presentar algo nuevo. No caras jóvenes, como las de gobernadores que resultaron de la peor calaña, o la de un Presidente que, como dice Enrique Krauze, es un “joven viejo. Piensa como viejo, actúa como viejo, tiene ademanes de viejo”. Ni qué decir de lo viejos que ya se ven Gamboa y Beltrones que vienen del antiguo régimen (Manlio, un político de lo más sazonado del país, se vio apabullado por Ricardo Anaya, presidente del PAN, en un debate el domingo pasado; ante la falta de argumentos, Beltrones lo atacó por joven cuando la gran mayoría del electorado mexicano es… joven).
Rumbo a 2018, el PRI ya no puede seguir jugando con las mismas cartas –Beltrones, Gamboa, los “jóvenes viejos” de Atlacomulco o Hidalgo y gobernadores autoritarios y corruptos. Necesitan algo auténticamente nuevo para ganar. No sólo caras frescas, sino comprometidas con una de las mejores características históricas del priismo: el reformismo como instrumento para mantenerse en el poder. Y la reforma más importante que necesita México es la que construya instituciones sólidas, con dientes, para combatir la corrupción. Más pronto que tarde veremos si el PRI está en esta tesitura.
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