Mucho me temo que el encumbramiento de Donald Trump es mucho más que
una aberración. Este inesperado éxito del empresario neoyorquino nunca
hubiera sido posible sin la intoxicación que la Web ha provocado en la
conversación pública. Y ambos fenómenos, Trump y los vicios del ruido
digital, son más que una horrorosa casualidad. Se alimentan de la misma
fuente.
Sus rasgos básicos. Por una parte, la banalización. Es un hecho que la noticia de una juerga de Kim Kardashian provoca más tráfico en los medios que la descripción de un proyecto trascendente para la comunidad. Trump es incapaz de dominar la información más básica sobre los grandes problemas de la vida pública; no lo necesita. Basta con abordarlos por encima, ridiculizar a otros, mofarse de alguien con una frase ingeniosa. Una banalización exitosa y viral muy similar a la que observamos en la blogosfera.
Y no se trata sólo de la trivialización. Es el atractivo por las soluciones simplistas, agudas y contundentes. 140 caracteres capaces de minimizar cualquier argumento de fondo. Trump es más divertido que cualquier político y eso lo hace viral. De la misma manera que en las redes sociales los memes y los tuits ingeniosos sustituyen cualquier debate sustantivo. En buena medida la manera en que la opinión pública se relaciona con un tema público está sujeta a las exigencias que impone el nuevo infoentretenimiento.
Aún hay un rasgo aún más grave en este paralelismo entre Trump y el mundo digital. El linchamiento. Nada se multiplica más rápido que el odio viral. En alguna parte de la condición humana persiste el efecto tranquilizador que supone echarle la culpa a alguien. Y las redes sociales no han hecho sino amplificarlo. El verdadero éxito de Trump es que puso nombre a los responsables del deterioro de la vida de la población blanca en Estados Unidos, al menos a juicio de ellos. Sus argumentos sobre la pérdida de empleos, la inseguridad o la globalización pueden no resistir el análisis, pero no importa: por vez primera en años, ofreció una salida política a un segmento enorme de la población que se sentía desfavorecida por los presuntos favores que recibían los otros: latinos, afroamericanos, musulmanes, asiáticos, las minorías. Es decir, los otros, la otredad, el resto del planeta.
Algo similar sucede en las redes sociales. Por alguna razón la gente prefiere participar en la cosa pública para criticar, denostar o ridiculizar que para ofrecer argumentos. Estamos más dispuestos a contradecir que a acordar. El odio, la agrura y el hartazgo constituyen un impulso a la acción mayor que el reconocimiento o el halago.
La mayor parte de los lectores de información que consultan a los medios de comunicación, incluso los profesionales, proceden hoy de la Web. La proporción de los que llegan por la vía de dispositivos móviles es más del 50 por ciento y crece cada año. Esto aunado a la tendencia de que el tráfico cada vez es más referencial, es decir, proviene de Facebook, Twitter y similares, significa que el consumo de la información por parte del público es crecientemente fragmentado, superficial, y voraz con todo lo que sea escarnio y morbo.
Nadie puede negar el efecto liberador que la era digital ha traído para efectos de transparencia, rendición de cuentas y el quiebre del monopolio de los viejos protagonistas de la conversación pública. La profusión de escándalos de Ladies, Lords, Juniors y Mirreyes ofrece lo que antes no existía para los mexicanos: la posibilidad de exhibir los excesos de las élites. 92% de los delitos en México no se denuncia; la mayor parte de la población económicamente activa está empleada en el sector informal. Buena parte del México profundo simplemente no existía en la conversación.
Pero lo de Trump y los vicios de la Web tampoco son para ignorarse. Insisto, no son una casualidad. Este personaje de caricatura ha estado tan cerca de llegar al poder que tendríamos que preguntarnos los verdaderos riesgos que representan para la sociedad el nuevo imperio del simplismo, la frivolidad y el odio, todos ellos potenciados por el ruido viral que hoy se observa. Podríamos tener un punto de no retorno. La próxima vez podríamos no correr con suerte.
Sus rasgos básicos. Por una parte, la banalización. Es un hecho que la noticia de una juerga de Kim Kardashian provoca más tráfico en los medios que la descripción de un proyecto trascendente para la comunidad. Trump es incapaz de dominar la información más básica sobre los grandes problemas de la vida pública; no lo necesita. Basta con abordarlos por encima, ridiculizar a otros, mofarse de alguien con una frase ingeniosa. Una banalización exitosa y viral muy similar a la que observamos en la blogosfera.
Y no se trata sólo de la trivialización. Es el atractivo por las soluciones simplistas, agudas y contundentes. 140 caracteres capaces de minimizar cualquier argumento de fondo. Trump es más divertido que cualquier político y eso lo hace viral. De la misma manera que en las redes sociales los memes y los tuits ingeniosos sustituyen cualquier debate sustantivo. En buena medida la manera en que la opinión pública se relaciona con un tema público está sujeta a las exigencias que impone el nuevo infoentretenimiento.
Aún hay un rasgo aún más grave en este paralelismo entre Trump y el mundo digital. El linchamiento. Nada se multiplica más rápido que el odio viral. En alguna parte de la condición humana persiste el efecto tranquilizador que supone echarle la culpa a alguien. Y las redes sociales no han hecho sino amplificarlo. El verdadero éxito de Trump es que puso nombre a los responsables del deterioro de la vida de la población blanca en Estados Unidos, al menos a juicio de ellos. Sus argumentos sobre la pérdida de empleos, la inseguridad o la globalización pueden no resistir el análisis, pero no importa: por vez primera en años, ofreció una salida política a un segmento enorme de la población que se sentía desfavorecida por los presuntos favores que recibían los otros: latinos, afroamericanos, musulmanes, asiáticos, las minorías. Es decir, los otros, la otredad, el resto del planeta.
Algo similar sucede en las redes sociales. Por alguna razón la gente prefiere participar en la cosa pública para criticar, denostar o ridiculizar que para ofrecer argumentos. Estamos más dispuestos a contradecir que a acordar. El odio, la agrura y el hartazgo constituyen un impulso a la acción mayor que el reconocimiento o el halago.
La mayor parte de los lectores de información que consultan a los medios de comunicación, incluso los profesionales, proceden hoy de la Web. La proporción de los que llegan por la vía de dispositivos móviles es más del 50 por ciento y crece cada año. Esto aunado a la tendencia de que el tráfico cada vez es más referencial, es decir, proviene de Facebook, Twitter y similares, significa que el consumo de la información por parte del público es crecientemente fragmentado, superficial, y voraz con todo lo que sea escarnio y morbo.
Nadie puede negar el efecto liberador que la era digital ha traído para efectos de transparencia, rendición de cuentas y el quiebre del monopolio de los viejos protagonistas de la conversación pública. La profusión de escándalos de Ladies, Lords, Juniors y Mirreyes ofrece lo que antes no existía para los mexicanos: la posibilidad de exhibir los excesos de las élites. 92% de los delitos en México no se denuncia; la mayor parte de la población económicamente activa está empleada en el sector informal. Buena parte del México profundo simplemente no existía en la conversación.
Pero lo de Trump y los vicios de la Web tampoco son para ignorarse. Insisto, no son una casualidad. Este personaje de caricatura ha estado tan cerca de llegar al poder que tendríamos que preguntarnos los verdaderos riesgos que representan para la sociedad el nuevo imperio del simplismo, la frivolidad y el odio, todos ellos potenciados por el ruido viral que hoy se observa. Podríamos tener un punto de no retorno. La próxima vez podríamos no correr con suerte.
@jorgezepedap
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