Andrés Manuel López Obrador tiene el corazón criado en los terrenos viejos de la izquierda. No es admirador de Kim Il Sung, como algunos de sus aliados partidarios, pero sí de Fidel Castro.
No cree, sin embargo, en la ruptura violenta con el orden establecido. Tampoco cree en las fórmulas de convivencia histórica con el capitalismo desarrolladas por el socialismo europeo y latinoamericano en los últimos años.
Su referente ideológico es fundamentalmente mexicano. Aunque no se atreve a decir su nombre, parece anclado en el nacionalismo revolucionario, eso que la historia y el neoliberalismo se llevaron, pero que sigue alentando en mucha gente de izquierda, y del PRI, como una especie de paraíso perdido o de solución mejor a los problemas de México.
Viejas creencias de aquel menú rigen las convicciones de López Obrador sobre el gobierno que quiere hacer y sobre el país que aspira a gobernar.
Digamos estas: un presidente fuerte rector del Estado; un Estado rector de la economía y la sociedad; la inversión pública como eje del desarrollo; desconfianza en el mercado, con tendencia a regularlo, más que a alentarlo; un nacionalismo defensivo, asociado a la necesidad de soberanías en desuso como la alimentaria, la financiera, la energética; la idea de México como un país del tercer mundo, cuya realidad dominante son los pobres.
En suma, un estatista mexicano de los años setenta, algunos de cuyos valores vuelven a ser novedad en medio de las crisis recientes.
Este menú de creencias dibuja un perfil de gobierno anterior en muchos aspectos a las realidades de la globalización del siglo XXI y sólo en parte coincidente con el perfil de México, pues descuida del todo su parte moderna.
A todo esto López Obrador añade un discurso moral de resonancias religiosas —cristianas, más que católicas. Se siente cerca de Juárez no en su liberalismo político o económico, sino en su austeridad republicana y en su liberalismo religioso, pues Juárez contuvo el monopolio católico, y López Obrador es un cristiano practicante.
Su prédica moral es impostada o inverosímil para muchos, pero atractiva para otros, pues toca una fibra mayor del desencanto mexicano: el hartazgo por la corrupción y la impunidad.
Lo atractivo para los seguidores de López Obrador es con frecuencia lo mismo que repele a sus críticos: que la política no le sabe si no es como litigio justiciero, que no tiene lealtad a las instituciones si le parecen injustas, que su estilo transpira convicción y valentía, pero también obstinación e intolerancia. Y que en su oferta de gobierno hay una promesa de cambio, y otra, equivalente, de conflicto.
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