Lo gritaban por las calles hasta secarse la garganta. Por eso lo supimos.
Como el pueblo, la izquierda unida jamás sería vencida. Pero todo se les iba en la proclama, el verbo andariego, la marcha, el mitin, la protesta. Poco dejaban para la construcción.
Y de pronto ‒al menos para los fines electorales de la democracia burguesa, como se le decía antes durante las radicales madrugadas de la gestación revolucionaria‒, la armonía hizo su aparición. Junto a ella descendió de las alturas pendencieras el Mesías del amor democrático y quizá por su templanza y madurez política, todo se resuelve ahora con formas educadas.
‒Cómo no, compañero, pase usted, de ninguna manera, ¿cómo va a ser?
Y formados todos en la disciplinada fila resuelven primero la candidatura presidencial mediante una encuesta en la cual nadie podría creer, pero cuya invocación fue suficiente para entregarle a Marcelo Ebrard la salvaguarda del orgullo, y después fueron arrancando uvitas al racimo hasta dejar en la lista real de los aspirantes al gobierno de la ciudad a la diputada Alejandra Barrales (primero las damas) y al casi apolítico Miguel Ángel Mancera habilitado en la militancia perredista al cuarto para las doce, pero habilitado al fin de cuentas.
Y todos aceptan y todos callan y todos tienen un discurso similar de untuosa resignación.
‒He considerado reconsiderar mi consideración inicial pues considero inconsistentes los apoyos y ante las posibilidades ya consideradas anteriormente, pongo a su consideración mi humilde decisión de hacerme a un lado y ya sabe usted compañero a partir de ahora considere usted mi entera disposición de servirle desde cualquier posición en la cual usted considere útiles mi aportación, concurso, empeño y compromiso…
Y así se disciplinan hasta los insumisos tradicionales. como por ejemplo el gran Porfirio Muñoz Ledo a quien la trayectoria ya no le permite seguir en aquellos trotes rijosos con los cuales soltó ventoleras memorables, pues ha transitado por todos los desiertos y todas las coloraturas de la voz política, y ahora, sólo ahora, puede cantar en el coro de las resignaciones.
Pero sin duda la “declinación” más notoria en todo este proceso ha sido la de Mario Delgado, a cuya figurita de barro no fue posible insuflarle vida ni con el repetido soplo de la divinidad. Hartos esfuerzos hizo Marcelo Ebrard por llevarlo a las alturas pero el globo nunca se elevó y la aerostática intención se vio frustrada como les ocurría a los imitadores mexicanos de Von Braun quienes intentaban lanzar al espacio cohetes siderales desde el mítico Cabo Nopal, traducción cactácea de aquel Cabo Kennedy del siglo pasado.
Y como se dice a veces, a otra cosa mariposa; mientras, un tercero en concordia (no se advierten signos de discordia), Carlos Navarrete, usa sus bien cultivadas dotes de rollero profesional para explicar en sucesivas entrevistas cómo se va a comportar si pierde y muy poco para proponer cosas serias cuando gane, pues desde ahora se exhibe dispuesto a sumarse al proyecto vencedor una vez concluido el proceso cuyo anuncio se espera para la primera quincena de este primer mes, lapso en el cual Barrales y Mancera deberán caminar con pies de plomo en el jabonoso suelo de las horas previas.
Por no dejar Gerardo Fernández Noroña se apunta para la final, pero lo suyo no parece cosa seria como tampoco se podía tomar como asunto trascendente la inscripción de Benito Mirón Lince (quien se baja sin haberse subido), Laura Velásquez o Alejandro Rojas, lo cual ya era de chiste.
Marcelo Ebrard tiene bien controlados los hilos de la sucesión y las tradiciones perredistas comienzan a romperse o a modificarse.
Obligado por las circunstancias. Marcelo no pudo usar la Ciudad de México como peldaño para una candidatura mayor, tal hicieron en su momento Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel, lo cual provocó ‒se diga cualquier otra cosa‒, una regresión antidemocrática: cuando los jefes de gobierno, electos salían, repetían la vieja figura constitucional y designaban a un jefe político llegado al cargo con un solo voto, exactamente como cuando el DF no era una ciudad sino un espacio para gestión administrativa de un departamento burocrático.
Así se hicieron los gobiernitos fugaces de Rosario Robles y Alejandro Encinas cuyos resultados caben en un pañuelo. Y un pañuelo chico.
El viejo anhelo de una ciudad gobernada por quien los ciudadanos hubieran escogido, se diluyó dos veces con el dedazo convenenciero de los jefes anteriores para dejarles el cierre a sus respectivos incondicionales. Y habría ocurrido de nuevo si AMLO no le pone enfrente un muro a Marcelo.
Pero por angas o mangas el proceso no se repitió. Ebrard se quedó como árbitro en la designación de un candidato y ahora juega como tahúr de feria y les pregunta a todos, ¿dónde quedó la bolita? Mientras, sobre una mesa con paño amarillo, mueve en círculos las tres cáscaras de nuez.
Días tensos les esperan a Alejandra y Miguel Ángel.
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Se ha dicho tanto y en tantos tonos como para no insistir ya más en la penosa historia en torno del monumento más criticado en la historia de México: la Estela de luz. Ya no tiene sentido ‒ni originalidad‒, hablar del costo excesivo e inútil ni mucho menos querer indagar cómo, bajo cuál interés público, una convocatoria fue groseramente incumplida y distorsionada hasta lograr que un arco se transformara en un doble rectángulo.
Eso ya es cosa sabida y juzgada. Y en ningún caso para bien.
La alta burocracia acudió con la cara dura a la repentina inauguración del enorme lampadario y todo transcurrió de noche (de día no luces las luces) digna del olvido. Como si nada hubiera ocurrido mientras la asistencia controlada aplaudía el luminoso cromatismo como si se tratara de un momento sublime.
Quizá lo único útil ahora sea apreciar y calificar el resultado final. La célebre estela es un esperpento. Lo primero equivocado es su ubicación. Demasiada altura para el espacio donde se asienta, sin perspectiva natural para apreciarla.
Junto a la Torre Mayor parece una goma de borrar o una lápida perdida en un jardín. Su tiesura y falta de gracilidad contrastan de manera ríspida con el edificio art decó de la Secretaría de Salubridad del cual es vecino. Cuando se termine el rascacielos bancario de Lieja y Reforma, perderá el escaso aire en uno de sus costados.
Cuando la estela está apagada no tiene atractivo ninguno. Se hizo un monumento nocturno, insignificante en las horas de mayor circulación de personas. Es como una enorme persiana de piedra cuyos cantos permiten ver una compleja maraña de tubos cuyo destino previsible es la herrumbre. Así detallada, tiene la apariencia de algo no terminado.
No tiene los elementos rotundos de pieza sólida como los de la escultura de Luis Barragán, El Faro del Comercio, en el centro de la Macroplaza de Monterrey, evidentemente copiada por el arquitecto Pérez. Con esto se comprueba una vez más, no valen lo mismo creación e imitación.
Y el arquitecto Pérez Becerril, autor de la estela es un arquitecto (al menos en este caso) sin talento excepto para la copia descarada.
La zona ajardinada y su conexión con el paseo de Los Leones, cuyo remate es el Altar a la Patria, quedaron mutiladas después del controvertido proyecto malogrado desde el principio. La estela quedó como arrumbada en un rincón. De cerca abruma; de lejos, se pierde.
Quizá el dictador Porfirio Díaz tenía muchos pecados, pero su sentido de la grandeza en nada se parecía a esta política ratonera. De la majestuosidad inflamada del Centenario, caímos irremediablemente en la codicia rastacuera del Bicentenario. Pero a lo mejor hay en el horizonte cercano una impensada similitud.
Pocas semanas después de la inauguración del Monumento a la Independencia, el Plan de San Luis inició la revolución cuyo resultado fue el confinamiento de la derecha por casi setenta años. Ahora, meses después de encender la “lámpara maravillosa” del Bicentenario, el Partido Acción Nacional podría subirse a un nuevo Ipiranga.
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