Siempre me ha parecido excesivo el peso que se le atribuye a las redes virtuales como detonadoras de cambios sociales o políticos. Sin duda son herramientas formidables, que logran en días o semanas lo que antes tomaba meses o años, y en esa celeridad está su filo: no hay resquicio para desaprovechar alguna oportunidad, ni para dejar enfriar los agravios, que ahora coagulan de inmediato en expresiones concretas de repudio masivo sin necesidad de intermediario —institución, personaje líder o grupo de poder— alguno. Pero en esa virtud llevan la penitencia: por lo general lo que se articula así, emanado del sentir de la parte más vocal pero no necesariamente más lúcida de la población, suele ser caótico, apresurado, mal informado y visceral, aunque de allí pueda resultar desde la deposición pacífica de algún dictador hasta la violencia comunitaria, pasando por la total inopia, a veces de manera simultánea: las manifestaciones emanadas del Twitter no plantean alternativas al “sistema”, ni la comprensión de sus variables y vicios originales: aunque aparecen agrupados, son gritos de descontentos individuales al aire, la más de las veces merecidos pero incapaces de plantear soluciones viables, y pedirles u otorgarles más es un despropósito que no amerita ni 140 caracteres.
En México las redes sociales son un preclaro ejemplo de esto. Nuestro hervidero de activismos charros, de indignaciones socialmente comprometidas y de celebridades al vapor, al margen del sentido de importancia que pueden darse sus abanderados, poco representan o inciden en el sentir de las mayorías: luego de su crucifixión en las redes sociales por un desliz que evidenció su escasa solidez cultural, Peña Nieto resucitó intacto, con apenas un puntito o dos de menos en la mayoría de las encuestas.
¿Entonces? ¿Qué es del sonido y de la furia? ¿Somos realmente tan indiferentes, tan refractarios? ¿O es que desconfiamos tanto de nuestros políticos carroñeros, inflados y mediocres como de nuestros clictivistas de igual valía? Eso o, con todo respeto y concordia, las distintas casas encuestadoras se han vendido, mienten, son parte de la mafia en el poder y hay que mandarlas al diablo porque el pueblo bueno sólo puede repudiarlos a ellos, los que no saben hablar en el lenguaje del amor.
O quizá todo se deba, nomás, a que somos una #bolaependejos.
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