EL CIUDADANO
Asumir plenamente las responsabilidades y los derechos que implica ser ciudadanos nos está tomando más tiempo del que se supuso cuando se inició el proceso hace un par de siglos. Y lo peor es que no se puede descartar una reversión en el futuro.
Antes de que entrara en vigor nuestra primera Constitución en marzo de 1812, esa que entonces llamaron "La Pepa" y que hoy se conoce como "Constitución de Cádiz", los mexicanos eran súbditos de un reino -Nueva España-, y tenían como rey a un monarca absoluto que residía en Madrid pero al que los franceses habían destronado desde 1808. En algún momento posterior a ese marzo de 1812, los mexicanos se fueron enterando de que ya no eran súbditos sino ciudadanos de la recién nacida nación española. Dos siglos después aún seguimos tratando de asumir la esencia de ese cambio.
El concepto mismo de ciudadanía no sólo implica la pertenencia a una nación soberana sino también la igualdad política y jurídica así como los derechos y obligaciones de un individuo libre y protegido por la ley. Las raíces de ese concepto son dos: la clásica -la que nació en Grecia hace dos milenios y medio- y la moderna o liberal.
La ciudadanía griega -la de la Atenas de Solón- era la minoría de hombres libres (sostenidos por esclavos) que se habían desembarazado de reyes y tiranos e inventado la democracia. La esencia de ese ciudadano consistía en servir en el Ejército y en el gobierno, pagar impuestos y deliberar y votar libremente sobre todos los asuntos públicos. Un par de milenios más tarde y como criatura de la Europa de la Ilustración y del capitalismo liberal, nació el ciudadano actual. Ya no era posible la democracia directa sino la indirecta, la representativa, y ejercida ya no en el pequeño espacio de la ciudad-estado sino en el del gran Estado nacional y a través de cuerpos electos y representativos de la voluntad general. Esta nueva democracia nació compatible con la monarquía, aunque ya no con la absoluta sino con una constitucional.
El elemento clave en ambas democracias fue la definición de ciudadano. En la antigua, esta calidad la tenían sólo los hombres libres con antepasados originarios de la ciudad y no incluía a esclavos, libertos, extranjeros y mujeres. La definición moderna de ciudadano fue más incluyente, aunque al inicio menos de lo que es hoy.
EL ORIGEN EXTERNO
La ciudadanía echó pie a tierra en lo que hoy es México como consecuencia de un gran evento externo: la Revolución Francesa, pero sería muy difícil que arraigara la idea de la igualdad política en una sociedad fundada en la desigualdad social extrema.
La destrucción del antiguo régimen en Francia en 1789 fue la conclusión de un proyecto ideológico -la democracia liberal-, que ya se había materializado antes en una sociedad esclavista: la de Estados Unidos. El acontecimiento francés produjo una gran onda expansiva que pareció poner fin a la monarquía borbónica de España pero que también generó una reacción nacionalista. La mezcla de liberalismo, nacionalismo y resistencia al cambio terminó por poner en crisis al sistema colonial en la América española.
La ausencia del rey en 1808 obligó a plantear en España y América el asunto de la soberanía, que se intentó resolver con la democracia liberal: la nación española, que incluía a los reinos y posesiones de ultramar, reasumió su soberanía para depositarla en unas juntas y luego en unas cortes que, finalmente, se reunieron en un rincón de España libre del poder francés -la Isla de León y Cádiz- pero con fiebre amarilla, bombardeado sistemáticamente y apenas protegido por pantanos, la flota y la fuerza expedicionaria inglesa y por lo que quedaba del Ejército español.
La magnitud de esa crisis obligó a llamar en Cádiz a diputados de las Américas -se necesitaba su apoyo económico- y ese llamado fue uno de los gérmenes de la ciudadanía mexicana. La Constitución redactada ahí declaró ciudadanos a peninsulares, criollos, indios y mestizos y apenas dejó fuera a los sirvientes domésticos y a los africanos y sus descendientes -alrededor de 6 millones y que residían básicamente en América- aunque sí les dio la nacionalidad. En la práctica, un buen número de esos excluidos terminaron por tomarse el derecho al voto mientras la Constitución estuvo vigente (Jaime E. Rodríguez, "La ciudadanía y la Constitución de Cádiz", México: Conacyt, 2005).
LA OTRA PUERTA
La ciudadanía también entró a México por una puerta propia: esa que abrió violentamente el movimiento de independencia. En 1814, y en condiciones aún más precarias que las que se habían vivido en Cádiz, se promulgó la Constitución de Apatzingán. Este documento mexicano oficializó la independencia, asumió la soberanía y la hizo radicar ya no en la nación sino directamente en el pueblo, definió al Estado como la unión voluntaria de los ciudadanos, ya no discriminó contra los africanos y abolió la monarquía. La base de "la felicidad de un pueblo" fueron los derechos ciudadanos: libertad, igualdad, propiedad y seguridad jurídica.
La Constitución gaditana funcionó por un corto tiempo y la de Apatzingán fue aún más efímera, pero ambos documentos dejaron en claro que México ya no aceptaba la vieja idea de las dos repúblicas -la de indios y la de españoles- y que los mexicanos eran ciudadanos sin distinción de raza, propiedad o educación, aunque más tarde sí se pusieron requisitos para votar: propiedad y educación.
EL VOTO
Al existir la ciudadanía, la raíz de la legitimidad del gobierno sólo sería la voluntad del pueblo expresada por la vía del voto. Y los elegidos ya no representarían, como antes, a grupos, sectores o corporaciones, sino al conjunto.
Como lo han mostrado las investigaciones históricas, en los primeros comicios en México el derecho al voto lo ejercieron prácticamente todos los que quisieron, y lo más interesante es que lo hicieron con entusiasmo, y con frecuencia le dieron el triunfo a candidatos que no deseaban las autoridades (Virginia Guedea, "Las primeras elecciones populares en la Ciudad de México: 1812-1813" en Mexican Studies/Estudios Mexicanos, 1991, No. 7, pp. 1-28). Esa primavera ciudadana y democrática no duraría.
PROBLEMA
México, una sociedad de súbditos y de desigualdades extremas, no era terreno fértil para el desarrollo de la ciudadanía liberal y democrática que llegó de fuera y que fue reafirmada en las constituciones de 1824 y 1857. Pese al buen inicio, los grandes temas políticos del México del siglo XIX nunca los decidió el voto de una ciudadanía poco participante (Hilda Sabato calcula que en Latinoamérica, en ese primer siglo constitucional, sólo votó entre el 0.2 y el 2% de la población, "On Political citizenship in nineteenth century Latin America", American Historical Review, octubre 2001, p. 1302). En su estudio sobre el Porfiriato, Francois-Xavier Guerra mostró que efectivamente había pocas personas con capacidad para actuar como ciudadanos, que las estructuras antiguas pervivieron y que las elecciones nunca decidieron nada importante (México: del antiguo régimen a la revolución, Vol. I, México, FCE, 1985, pp. 37-41).
La Constitución revolucionaria de 1917 reafirmó los principios de soberanía popular, democracia y ciudadanía (en 1955 se extendió el derecho al voto a las mujeres y en 1970 a todos los que tuvieran de 18 años en adelante), pero al mismo tiempo se empezó a estructurar un sistema autoritario aún más refinado que el anterior. El régimen del PRI fue uno de elecciones sin contenido y presidencialismo sin contrapesos que no dejó mucho espacio a la ciudadanía. Esto pareció cambiar cuando, tras un enorme esfuerzo, el pluralismo político se impuso en 1997 y 2000, pero la realidad pronto frustró este supuesto arribo a la modernidad política.
CAMINO POR RECORRER
Sin duda México ha avanzado en la construcción de una ciudadanía democrática, pero después de dos siglos seguimos sin poder tener elecciones limpias, el corporativismo se mantiene vivo, la división de poderes en algunos estados simplemente no existe, el respeto del Estado a los derechos del individuo necesita del batallar constante de las comisiones de derechos humanos y de las cortes internacionales para no hundirse y la partidocracia ha terminado por hacer de la representatividad una caricatura.
Las encuestas vaticinan la restauración del PRI. De ser el caso, el poder volvería a manos de una estructura que cuando fue partido de Estado hizo de la ciudadanía una ficción. Así, lo que estará en juego el próximo julio no es quién encabezará el próximo gobierno, sino el avanzar o retroceder en un empeño que ya lleva dos largos siglos.
Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/651/1301150/default.shtm
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