sábado, 7 de abril de 2012

Ana Laura Magaloni - Una ruta creíble.

El grueso de los recursos de nuestras policías, procuradurías, juzgados penales y reclusorios está puesto para encarcelar a quienes comenten delitos que en otros países no se castigarían con cárcel


México Evalúa, hace algunas semanas, difundió un informe titulado "Realidades de los sistemas de seguridad y justicia en los estados", el cual contiene 25 indicadores que buscan dar cuenta de la magnitud del desastre institucional en este ámbito. Por ejemplo, según este informe, en 2010, 92 por ciento de los delitos no se denunciaron y 80 por ciento de los homicidios dolosos en el país quedaron impunes. Asimismo, 60 por ciento de los internos fueron recluidos por delitos que se castigan con menos de tres años de prisión, 50 por ciento de esa población en reclusión estuvo en prisión preventiva y en los reclusorios de Tamaulipas existió una tasa de 771 homicidios por cada 100 mil internos.

No hacen falta muchos argumentos para señalar que nuestras instituciones de seguridad y justicia locales están colapsadas. Hoy el grueso de los recursos de nuestras policías, procuradurías, juzgados penales y reclusorios está puesto para encarcelar a quienes comenten robos menores, riñas y conductas que en otros países no se castigarían con cárcel. También sirven para extorsionar y vender impunidad a quien tiene dinero para manipularlas. No sirven para investigar y sancionar homicidios, ni otros delitos graves. Tampoco sirven para incrementar la percepción de seguridad a los ciudadanos. Mucho menos para disuadir a quienes cometen delitos. Son instituciones que tienen un grosor o densidad institucionales extraordinariamente delgado como para impactar en la actividad delictiva o para generar confianza en los ciudadanos.

La enorme paradoja de este diagnóstico es que llevamos más de 10 años discutiendo los mismos datos. Es decir, hace más de una década parece existir un consenso social y político sobre la magnitud del problema y la relevancia de la reforma de todas estas instituciones. Ello ha provocado que cada vez se destinen más recursos públicos a este rubro, se hayan reformado muchas leyes y se hayan implementado distintas políticas en muchas entidades federativas. A pesar de todo, los indicadores no cambian. Hay algo que no hemos entendido. Es urgente encontrar una nueva narrativa para entender el problema de seguridad y la ruta para reformar las instituciones en este ámbito.

El punto de partida me parece debe ser el de distinguir dos realidades distintas, aunque conexas, pero distintas. Por un lado, está el problema del crimen y la falta de respuestas institucionales efectivas al mismo y, por el otro, el problema de la bajísima densidad institucional de policías, ministerios públicos, juzgados y reclusorios. Si no diferenciamos ambas realidades, vamos a seguir pidiendo peras al olmo.

La bajísima densidad institucional es tan abismal que, antes de que estas instituciones puedan dar una respuesta medianamente efectiva al problema del crimen, deben desarrollar capacidades de gestión y operación cotidiana básicas que generen confianza ciudadana. Por ejemplo, antes de pensar en que un policía municipal o local pueda hacer frente al fenómeno de la extorsión, debe estar en condiciones de acudir en un tiempo que no pase de 10 minutos a las llamadas de auxilio de la población, típicas del ámbito local (violencia intrafamiliar o riñas); antes de que un MP pueda desarrollar capacidades investigativas en casos de delitos complejos, primero debe contar con las metodologías básicas para recabar de forma confiable la evidencia de casos sencillos y de saber construir una tesis del caso y defenderla ante un juez; antes de que un juez pueda ser un árbitro creíble en casos de enorme visibilidad social, tiene que asumir su papel de controlar la arbitrariedad en el proceso de detención de acusados comunes y corrientes y construir su independencia frente a los gobernadores; antes de que pueda existir un reclusorio ejemplar, debemos comenzar por distinguir quién debería estar en un reclusorio y quién debería tener otra forma de castigo. En pocas palabras, no va a ser posible tener las instituciones de seguridad y justicia que sean profesionales y efectivas si no nos dedicamos, por algunos años, a generar las condiciones mínimas para su correcto funcionamiento que permitan reconstruir los lazos de confianza con la ciudadanía.

Así, necesitamos construir una ruta crítica, que vaya definiendo, paso por paso, qué debe ocurrir para que estas instituciones vayan desarrollando paulatinamente capacidades básicas que las hacen creíbles. Ello pasa por saber que, una parte muy importante del colapso institucional pasa por la arbitrariedad y abuso que padecen los usuarios de esas instituciones. Si tan sólo se acabara la extorsión policiaca, el abuso del MP, la pasividad del juez y la ausencia de una política penitenciaria sensata, mucho se ganaría en términos de reducción de la violencia y de la percepción ciudadana de inseguridad. Hemos creído, hasta ahora, que el principal problema del crimen está fuera del Estado. Ello no es así. La violencia que generan los abusos de policías, ministerios públicos, jueces y reclusorios son otra manifestación de la violencia delictiva y es esta violencia la que tendríamos que comenzar a controlar. Este, me parece, es el único camino posible para fortalecer y profesionalizar a estas instituciones y dejar de dar palos de ciego en materia de seguridad.



Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/652/1303289/

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