El grueso de los recursos de nuestras policías,
procuradurías, juzgados penales y reclusorios está puesto para
encarcelar a quienes comenten delitos que en otros países no se
castigarían con cárcel
México
Evalúa, hace algunas semanas, difundió un informe titulado "Realidades
de los sistemas de seguridad y justicia en los estados", el cual
contiene 25 indicadores que buscan dar cuenta de la magnitud del
desastre institucional en este ámbito. Por ejemplo, según este informe,
en 2010, 92 por ciento de los delitos no se denunciaron y 80 por ciento
de los homicidios dolosos en el país quedaron impunes. Asimismo, 60 por
ciento de los internos fueron recluidos por delitos que se castigan con
menos de tres años de prisión, 50 por ciento de esa población en
reclusión estuvo en prisión preventiva y en los reclusorios de
Tamaulipas existió una tasa de 771 homicidios por cada 100 mil internos.
No hacen falta muchos argumentos para señalar que nuestras instituciones
de seguridad y justicia locales están colapsadas. Hoy el grueso de los
recursos de nuestras policías, procuradurías, juzgados penales y
reclusorios está puesto para encarcelar a quienes comenten robos
menores, riñas y conductas que en otros países no se castigarían con
cárcel. También sirven para extorsionar y vender impunidad a quien tiene
dinero para manipularlas. No sirven para investigar y sancionar
homicidios, ni otros delitos graves. Tampoco sirven para incrementar la
percepción de seguridad a los ciudadanos. Mucho menos para disuadir a
quienes cometen delitos. Son instituciones que tienen un grosor o
densidad institucionales extraordinariamente delgado como para impactar
en la actividad delictiva o para generar confianza en los ciudadanos.
La enorme paradoja de este diagnóstico es que llevamos más de 10 años
discutiendo los mismos datos. Es decir, hace más de una década parece
existir un consenso social y político sobre la magnitud del problema y
la relevancia de la reforma de todas estas instituciones. Ello ha
provocado que cada vez se destinen más recursos públicos a este rubro,
se hayan reformado muchas leyes y se hayan implementado distintas
políticas en muchas entidades federativas. A pesar de todo, los
indicadores no cambian. Hay algo que no hemos entendido. Es urgente
encontrar una nueva narrativa para entender el problema de seguridad y
la ruta para reformar las instituciones en este ámbito.
El punto de partida me parece debe ser el de distinguir dos realidades
distintas, aunque conexas, pero distintas. Por un lado, está el problema
del crimen y la falta de respuestas institucionales efectivas al mismo
y, por el otro, el problema de la bajísima densidad institucional de
policías, ministerios públicos, juzgados y reclusorios. Si no
diferenciamos ambas realidades, vamos a seguir pidiendo peras al olmo.
La bajísima densidad institucional es tan abismal que, antes de que
estas instituciones puedan dar una respuesta medianamente efectiva al
problema del crimen, deben desarrollar capacidades de gestión y
operación cotidiana básicas que generen confianza ciudadana. Por
ejemplo, antes de pensar en que un policía municipal o local pueda hacer
frente al fenómeno de la extorsión, debe estar en condiciones de acudir
en un tiempo que no pase de 10 minutos a las llamadas de auxilio de la
población, típicas del ámbito local (violencia intrafamiliar o riñas);
antes de que un MP pueda desarrollar capacidades investigativas en casos
de delitos complejos, primero debe contar con las metodologías básicas
para recabar de forma confiable la evidencia de casos sencillos y de
saber construir una tesis del caso y defenderla ante un juez; antes de
que un juez pueda ser un árbitro creíble en casos de enorme visibilidad
social, tiene que asumir su papel de controlar la arbitrariedad en el
proceso de detención de acusados comunes y corrientes y construir su
independencia frente a los gobernadores; antes de que pueda existir un
reclusorio ejemplar, debemos comenzar por distinguir quién debería estar
en un reclusorio y quién debería tener otra forma de castigo. En pocas
palabras, no va a ser posible tener las instituciones de seguridad y
justicia que sean profesionales y efectivas si no nos dedicamos, por
algunos años, a generar las condiciones mínimas para su correcto
funcionamiento que permitan reconstruir los lazos de confianza con la
ciudadanía.
Así, necesitamos construir una ruta crítica, que vaya definiendo, paso
por paso, qué debe ocurrir para que estas instituciones vayan
desarrollando paulatinamente capacidades básicas que las hacen creíbles.
Ello pasa por saber que, una parte muy importante del colapso
institucional pasa por la arbitrariedad y abuso que padecen los usuarios
de esas instituciones. Si tan sólo se acabara la extorsión policiaca,
el abuso del MP, la pasividad del juez y la ausencia de una política
penitenciaria sensata, mucho se ganaría en términos de reducción de la
violencia y de la percepción ciudadana de inseguridad. Hemos creído,
hasta ahora, que el principal problema del crimen está fuera del Estado.
Ello no es así. La violencia que generan los abusos de policías,
ministerios públicos, jueces y reclusorios son otra manifestación de la
violencia delictiva y es esta violencia la que tendríamos que comenzar a
controlar. Este, me parece, es el único camino posible para fortalecer y
profesionalizar a estas instituciones y dejar de dar palos de ciego en
materia de seguridad.
Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/652/1303289/
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