Los dos minutos de aplausos sellaron una ceremonia que debería ser usual, pero que en el México del rencor arraigado fue una prodigiosa excepción.
Es irrelevante conocer de dónde surgió la idea. Lo esencial es que el presidente Calderón llegó a un pronto acuerdo con la familia De la Madrid Cordero para darle a Don Miguel una despedida digna de lo que fue: un jefe de Estado que, más allá de las deficiencias y excesos de la época, supo guardar y entregar la institución presidencial. Ese simple hecho, bien valía un homenaje en Palacio Nacional.
Felipe Calderón lo entendió así. Carlos Salinas también. Ernesto Zedillo y Vicente Fox (omito a Luis Echeverría por razones de edad y salud) prefirieron acomodarse en el confort del pretexto. Era una tarde para hacerle un guiño a la reconciliación con la historia. Dos ex presidentes lo abrazaron; dos, digan lo que digan, lo patearon.
Y era una tarde para reconstruir y modernizar símbolos del poder. Enrique de la Madrid, hijo de Don Miguel, los trazó en su discurso que, sin regatear elogios al padre, trató de tender promisorios puentes entre el pasado y el futuro.
De la Madrid personificaba el autoritarismo, el patrimonialismo, el fraude contra el que peleó en los ochentas el joven panista Felipe Calderón. Pero el Presidente de la República pareció comprender que su muerte ocurrió muchos años después, cuando México camina por la segunda década del siglo XXI. Y que lo útil, funcional, era tomar lo mejor de una biografía controvertida. Que entre los extremos de Salinas y Calderón, el país merecía una tarde como la de ayer.
Una tarde de dignidad republicana sin más adjetivos que los necesarios.
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