Marcos Denevi (1922-1998) |
El Dios de las moscas
Las moscas imaginaron a su dios. Era otra mosca. El dios de las moscas era una mosca, ya verde, ya negra y dorada, ya rosa, ya blanca, ya purpúrea, una mosca inverosímil, una mosca bellísima, una mosca monstruosa, una mosca terrible, una mosca benévola, una mosca vengativa, una mosca justiciera, una mosca joven, una mosca vieja, pero siempre una mosca.
Algunos aumentaban su tamaño hasta volverla enorme como un buey, otros la ideaban tan microscópica que no se la veía. En algunas religiones carecía de alas (), en otras tenía infinitas alas. Aquí disponía de antenas como cuernos, allá los ojos le comían toda la cabeza. Para unos zumbaba constantemente, para otros era muda pero se hacía entender lo mismo.
Y para todos, cuando las moscas morían, los conducía en vuelo arrebatado hasta el paraíso. Y el paraíso era un trozo de carroña, hediondo y putrefacto, que las almas de las moscas muertas devoraban por toda la eternidad y que no se consumía nunca, pues aquella celestial bazofia continuamente renacía y se renovaba bajo el enjambre de las moscas. De las buenas. Porque también había moscas malas y para éstas había un infierno. El infierno de las moscas condenadas era un sitio sin excrementos, sin desperdicios, sin basura, sin hedor, sin nada de nada, un sitio limpio y reluciente y para colmo iluminado por una luz deslumbradora, es decir, un lugar abominable.
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