lunes, 16 de julio de 2012

Jorge Javier Romero Badillo - ¿De qué estamos hablando cuando se habla de compra de votos?

El nuevo tópico, repetido como mantra por los activistas y por los políticos, es que para las elecciones del uno de julio hubo una compra masiva de votos. Con gran despliegue en las redes sociales se muestran supuestas pruebas y se ha convertido el asunto en el nuevo casus belli de López Obrador contra la legitimidad de la elección; por su parte, Calderón escupió para arriba cuando le dijo en entrevista a Leonardo Curzio que las autoridades electorales deberían rectificar y actuar en lo de la compra de votos, pues en todo caso se trata de un delito federal, que debe ser perseguido por la Procuraduría General de la República –a través de su fiscalía especializada– dependencia que curiosamente depende del ejecutivo, así que si no se ha actuado el que está en falta es el Presidente mismo. 


Pero si lo que se quiere es entrarle en serio al tema y analizar si la compra de votos pudo ser determinante en el resultado de la elección, entonces no basta con decir que hubo mucha compra, o que todo mundo sabe o que fue evidente. Es necesario hacer investigación empírica y mostrar las evidencias tanto del acto de compra mismo como de su impacto en el resultado electoral, tarea por lo demás nada fácil. 


Son dos, al menos, los aspectos del tema en torno a los cuáles vale la pena indagar. El primero es qué tan extendida es la práctica; el segundo es qué tan eficaz resulta. Lo malo es que existen pocos estudios al respecto y en el momento actual, más que investigación seria, lo que se está haciendo es propaganda. De hecho, el único trabajo comprensivo que conozco sobre el efecto electoral real de las prácticas clientelistas en un proceso electoral es el llevado a cabo por Elena del Pozo y Ricardo Aparicio de la FLACSO sobre las elecciones federales de 2000. Después ha habido otros, como uno realizado por FUNDAR respecto de algunas elecciones locales, en las que frecuentemente se ha aducido la compra y la coacción del voto como argumento para pedir su nulidad, pero sólo ahora, cuando clamar fraude en las urnas tenía nulas posibilidades de ser eficaz, se ha despertado el fantasma de la compra como el elemento central de impugnación del resultado electoral nacional. 


Sobre la extensión del fenómeno, en el análisis que hice para el Programa de la Naciones Unidas para el Desarrollo de la investigación de del Pozo y Aparicio (http://seminarioprotecciondeprogramas.org.mx/ponencias/Conference_Paper_Jorge_Javier_Romero.pdf) concluía que la eficacia de la estrategia clientelista es mayor en aquellos ámbitos en los que es más probable controlar el comportamiento electoral de los individuos y donde perviven las relaciones de protección y dominación de carácter personal. En las comunidades pequeñas o en los barrios marginales, donde existe un conocimiento personalizado, puede ser que el compromiso moral o la posibilidad real de represalia hagan más probable la reciprocidad del intercambio; así, la estrategia clientelista, en la medida en que se ha desarrollado el voto secreto y la autonomía de los organismos electorales, ha dejado de ser una estrategia preponderante, como lo fue durante los años del nacimiento de la competencia electoral, para convertirse en una estrategia focalizada, más utilizada en las elecciones locales sobre todo en las municipales, pero también en las de gobernadores de los estados con mayor marginación que en los comicios federales. 


De acuerdo con el estudio de Del Pozo y Aparicio todos los partidos incurren en las prácticas clientelistas y de compra del voto, aunque era más frecuente su utilización como estrategia por parte del PRI y del PRD. En 2000, si bien el PRI optó en el  en amplias zonas por una estrategia clientelista de movilización electoral, esta no fue suficiente para evitar su derrota. Y en aquel año se trataba todavía del partido oficial, con mucha mayor capacidad para presionar a los electores que ahora. 


El estudio citado también concluye que si bien la oferta clientelista existe, sobre todo en la medida en que los políticos pueden echar mano de los ingentes recursos que ésta implica cuando se pretende que tenga cierto grado de eficacia, el lado de la demanda se ha modificado. Subsisten individuos y comunidades que exigen que los políticos les “den algo” a cambio de su voto, pero también se ha extendido la percepción de que si los candidatos ofrecen hay que aceptar, aunque a la hora de la elección el voto es secreto, estrategia promovida por el propio López Obrador. Esta visión, un tanto más cínica, contrasta con los reductos en los cuales la obligación recíproca implica un compromiso moral que debe ser cumplido. 


Así, aparece el segundo problema, que es el de la eficacia de la estrategia y su costo. Sobre esto, vale la pena echarle un vistazo al artículo de Alberto Simpser, de la Universidad de Chicago (https://www.dropbox.com/s/4q5ecphoe7z5t91/Simpser%20-%20Compra%20de%20voto%20en%20la%20eleccion%20de%202012%20-%207.9.2012.pdf), quien calcula en 2240 millones de pesos la cantidad necesaria para comprar 3.2 millones de votos en el supuesto de que cada intento de  compra resultara efectivo, cosa poco probable, pues estudios realizados en Argentina calculan en 16% la efectividad de la estrategia, es decir, de cada cien electores pagados, sólo 16 votan por el partido que les pagó. Pongamos que los votantes mexicanos son el doble de proclives a vender su voto que los argentinos; la eficacia de la estrategia sería del 32%, es decir que para conseguir tres millones de votos comprados se hubiera requerido de unos 6500 millones de pesos. De haber sido así el dinero se hubiera visto salir por las coladeras. Y eso suponiendo que todos los votos comprados hubieran sido a personas que de otra manera no hubieran votado por el PRI, entre otros supuestos necesarios. 


Sin duda es de esperarse que la FEPADE actúe en los casos en los que se pruebe que se incurrió en esta práctica delictuosa, cosa poco probable dada la poca eficacia demostrada por el organismo, pero tratar de justificar la derrota con base en la idea de que Peña y el PRI compraron la elección es sólo un subterfugio para evitar la autocrítica y mantener en pie de guerra a la hueste.

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