Entre el día de los comicios y
la calificación de la elección presidencial pueden transcurrir más de
dos meses. Esperando ese momento estamos. Y por ello, quizá valga la
pena hacer una historia, a grandes trazos, de cómo se han calificado las
elecciones presidenciales a lo largo de nuestra historia.
México tenía una larga tradición de "autocalificación" de las
elecciones. Desde 1824 hasta 1987, más de 160 años, las Cámaras,
convertidas en Colegios Electorales, fueron las encargadas de calificar
la elección de sus miembros, y la de diputados era la facultada para
calificar la elección presidencial, ("con la salvedad del sistema
previsto por las Siete Leyes Constitucionales de 1836"). Esa fórmula
partía de la premisa de que era inconveniente politizar al Poder
Judicial y peor aún que éste se involucrara en la conformación de los
otros poderes.
De esa manera, en 1976 y 1982 el Colegio Electoral de la Cámara de
Diputados calificó las elecciones de José López Portillo y de Miguel de
la Madrid, respectivamente. Eran los tiempos del partido hegemónico. El
PRI tenía el 82 y el 75 por ciento de los diputados y por supuesto nadie
volteaba a ver el proceso de calificación. Una rutina carente de
emoción, puesto que los ganadores, al día siguiente de la elección,
aparecían a los ojos del respetable como los próximos presidentes.
La rutina saltó por los aires cuando en 1988 tuvimos las primeras
elecciones competidas del México moderno. El Colegio Electoral se
instaló con 260 diputados del PRI y 240 de los partidos de oposición.
Muchos han especulado que el maquillaje de las cifras de la elección
tenía como motivo llevar al candidato ganador a más del 50 por ciento
más uno de los votos. Es posible. Pero, quizá también, el resorte
profundo para alterar las cifras fuera el de contar con un margen
suficiente de votos en el Colegio Electoral. Aquella fue una tensa y
conflictiva calificación. Y resultó claro, para quien quisiera verlo,
que la natural partidización de un órgano como la Cámara impedía no sólo
llegar al fondo del litigio, sino que ni siquiera se podía decir que el
procedimiento se realizaba de manera imparcial. Todos los involucrados
eran partes interesadas.
En 1993 una nueva reforma acabó con la autocalificación de diputados y
senadores. Pero mantuvo el candado político para que la elección
presidencial fuera calificada, siguiendo la tradición, por el Colegio
Electoral. Así sucedió con la elección del presidente Zedillo (1994),
cuyo partido todavía alcanzó el 60 por ciento de los diputados.
La reforma de 1996 fue la que erradicó la calificación política para
pasar a una calificación plenamente jurisdiccional. Es decir, a partir
de ese momento, sería un tribunal especializado, adscrito al Poder
Judicial, el que tendría la última palabra. Fue una reforma producto de
la necesidad y la virtud. De la necesidad, porque imaginemos la
calificación presidencial en manos de un órgano (la Cámara de Diputados)
habitado por grupos parlamentarios con disciplina partidista, y sin que
ninguno de ellos tenga la mayoría absoluta de los votos. Y por virtud,
porque si se quería resolver "conforme a los principios constitucionales
y legales y atendiendo a la satisfacción de los requisitos jurídicos y
procesales para la formulación de agravios" (Jesús Orozco. Justicia
electoral y garantismo jurídico. Porrúa. 2006), era imprescindible
trascender la calificación política y colocarla en un tribunal
competente y especializado. En esas estamos.
La primera vez que ello sucedió fue en el año 2000. Y el trámite tuvo
escasa atención pública, porque los contendientes aceptaron el
"veredicto de las urnas". La premisa no escrita de la competencia
democrática. No sólo eso: entre 1996 -fecha en que se instala el
Tribunal Electoral del Poder Judicial- y el 2006 todos y cada uno de los
litigios pre y post electorales fueron resueltos por el Tribunal,
dejando atrás las llamadas "concertacesiones", fórmulas de arreglo
político que si bien ofrecían una salida a los conflictos, debilitaban
al precario edificio electoral.
Fue en 2006 cuando toda la obra construida por los propios partidos en
el Congreso se cimbró. La impugnación de la elección presidencial generó
todo tipo de especulaciones y apuestas políticas. No obstante, como
estaba previsto, el fallo del Tribunal puso final al diferendo
jurídico-político. El malestar de muchos no menguó, por el contrario; y
la fractura política se mantuvo a lo largo de los años, pero la
resolución del Tribunal, "definitiva e inatacable" dice la ley, se
cumplió.
Hoy, por tercera vez en nuestra historia, estamos frente a la
calificación de una elección presidencial por parte del TEPJF. Es una
suerte que la misma ya no esté en manos de un órgano colegiado
absolutamente partidizado (en el cual, repito, ninguno de los partidos
tiene mayoría). Y será el Tribunal -cuyos magistrados fueron electos por
el Senado, con el concurso de todas las bancadas, a propuesta de la
Suprema Corte- el que diga la última palabra.
Fuente: http://www.reforma.com/editoriales/nacional/666/1331352/default.shtm
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