lunes, 17 de septiembre de 2012

Jesús Silva-Herzog Márquez - El asomo del consensualista

Jesús Silva-Herzog Márquez
Enrique Peña Nieto abandonó las prioridades de su campaña tan pronto pasó la elección. Tres temas que apenas habían formado parte de su propuesta política desplazaron a los asuntos que insistentemente definió como el corazón de su oferta. Si el candidato se concentraba en la reforma económica y en cambios políticos para la eficacia, el Presidente electo se concentra en reformas cautelares: advertencias y restricciones a su propia coalición. Tres medidas se han subrayado hasta el momento: un órgano contra la corrupción, el fortalecimiento del instituto de la transparencia y la clarificación del vínculo entre poder y medios. Se trata evidentemente de la absorción de las banderas del adversario, un reconocimiento implícito a los críticos que temen el retorno del PRI como una restauración de los abusos, una vacuna que admite la propensión de ese grupo a ciertas enfermedades: opacidad, corrupción y connivencia con los medios.







Hay algo de alentador y algo preocupante en este giro. Por una parte, las nuevas prioridades de Peña muestran a un político flexible, dispuesto a escuchar y a atender las razones de sus críticos; un político que pretende adaptarse a las circunstancias cambiantes. El Presidente electo no es un dogmático que pretenda imponer su agenda cerrando los ojos a la realidad circundante. Es un político bien dispuesto a la adaptación, inclinado a negociar, propenso a ceder. No se percibe aquí una ceguera triunfalista sino, muy por el contrario, una modestia prudente que comienza con gestos de inclusión y autocrítica.
Peña Nieto no entiende la política como servidumbre a un proyecto sino como acomodo a las circunstancias. No pretende emplear el poder como rodillo para aplicar una receta. En efecto, no es el tecnócrata que conoce la verdad y pretende imponerla cueste lo que cueste. No es el mesías que encarna la verdad y nos guía a todos por la ruta moral. Si no es un político dogmático es porque no sirve a dogma alguno o será tal vez que no tiene ideas. Peña Nieto pide que no lo juzguemos por su discurso y tiene razón. No aspira a marcar la historia de la oratoria, sino a cambiar la historia de México. La pregunta es cómo se puede cambiar la historia de un país sin un compromiso mínimo con un proyecto. Un compromiso sujeto, por supuesto, a las adaptaciones y las alteraciones necesarias, pero un compromiso al fin con un paquete compacto de cambios, con una brújula que oriente frente a las distracciones del momento. Si los dogmas hacen del político un tirano, sólo las ideas pueden convertirlo en reformista. Sin ideas, el político es un pañuelo en el aire.
Si puede celebrarse al político antidogmático, al político que puede escuchar a sus críticos y modificar el rumbo, debemos también preocuparnos por el político informe, gelatinoso que no parece dispuesto a defender nada porque no cree en nada. Enrique Peña Nieto, en efecto, no ha mostrado sistema óseo, una columna, una varilla, huesos que sostengan la imagen, que den cohesión elemental a su política.
Estoy muy lejos de pedir una ideocracia: una política que se arrodille ante la Idea. De lo que hablo es de la necesidad de un anclaje y de un norte para la acción. De un núcleo sólido de convicciones que quede a salvo de las subastas del día a día. El reformismo que necesitamos no puede tener palanca de gelatina: requiere flexibilidad, pero también cierta firmeza. La necesita porque los enemigos de la reforma, los beneficiarios del arreglo presente encontrarán un aliado fantástico en un gobernante incoloro, bien dispuesto a abandonar su proyecto a cambio del aplauso y la tranquilidad.
Si no hay idea en Peña Nieto, sí es perceptible un estilo con larga tradición en su partido: el consensualismo. El consensualismo fue el método político del priismo, la mecánica de la vieja hegemonía: pactos y concesiones con los poderes organizados, renuncia a lastimar sus intereses, cambios negociados con aquellos poderes, jamás impuestos. En el Presidente electo se percibe esa voluntad consensualista que niega ímpetu al reformismo. Hablar de cambio, pero reconocer a los poderes reales capacidad de vetarlos. La reforma laboral es un buen ejemplo de este subterfugio conservador. La propuesta de Calderón es interesante, dicen los peñistas, pero la que nosotros propondremos no generará disensos. Una reforma que no genera disensos no es una reforma auténtica. Toda reforma auténtica lastima, produce perdedores. En principio, esos perdedores deben ser quienes disfrutan hoy de ventajas injustificables. Buscar su beneplácito es renunciar al cambio. Esa es la amenaza del consensualismo peñista: buscar consensos y perder las reformas.
Http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/



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