MÉXICO, D.F. (Proceso).- Las caídas del Muro de Berlín, del régimen soviético y de las dictaduras militares crearon en el imaginario político la idea de que la era de los totalitarismos y de los regímenes autoritarios –una expresión mitigada del totalitarismo– terminó. Sin embargo, como lo ha mostrado Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, ese tipo de soluciones “pueden muy bien sobrevivir a la caída de esos regímenes bajo la forma de fuertes tentaciones que surgirán cada vez que parezca imposible aliviar la miseria política, social y económica de una manera que sea digna del hombre”.
México, en los últimos seis años, ha ido generando muchos elementos que tienden a cristalizarse en ese tipo de regímenes: 1) la sobrepoblación y la expansión de los grandes capitales –sean legales o ilegales–; 2) el desarraigo social y el deterioro de la vida política que esas formas de lo económico generan en los tejidos sociales; 3) la corrupción y la impunidad; 4) la generalización de crímenes inimaginables que tienen que ver con lo que la propia Arendt llamó “el mal radical”, y 5) la ausencia de un consenso político de todos los sectores para enfrentar la grave situación del país.
En este sentido, y a pesar de las buenas intenciones políticas con las que en su discurso Enrique Peña Nieto abrió su mandato, a pesar del Pacto por México, controlar esos gérmenes sin caer, paradójicamente, en la solución autoritaria –es decir, sin caer en la restricción absoluta de las libertades y en el uso indiscriminado de la violencia para acallar incluso las voces disidentes– parece casi imposible.
Así lo hacen sentir la manera en que las fuerzas del orden enfrentaron la protesta de las organizaciones sociales que se manifestaron durante la toma de posesión de la Presidencia del propio Peña Nieto, la criminalización de algunos de sus integrantes, el uso autoritario que el mismo Peña Nieto hizo de las fuerzas del orden para reprimir las protestas del pueblo de Atenco cuando era gobernador del Estado de México, el pasado autoritario de muchos gobernadores del PRI, como Ulises Ruiz, y los intentos que ese mismo partido hizo para que antes de las elecciones se aprobara la Ley de Seguridad Nacional promovida por Felipe Calderón.
¿Habría que responsabilizar a Peña Nieto y al PRI de esta posibilidad que se anuncia? Decir que sí, como lo hace cierta izquierda que ha reducido la salvación del país al triunfo de su candidato, es no entender la dimensión del problema.
En realidad, la tentación autoritaria, al igual que los gérmenes que la hacen posible, ha sido responsabilidad, primero, de la clase política incapaz de asumir la emergencia nacional y de distanciarse, como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) lo pidió varias veces, de los elementos criminales que hay en los partidos y en el Estado; segundo, de su incapacidad para crear una agenda de unidad nacional cuya prioridad fuera la justicia y la paz y no unas elecciones ignominiosas; tercero, de una nación incapaz de comprender que el horror que nos habita no es sólo culpa de la estrechez mental de Felipe Calderón, sino también de la corrupción de la clase política, de las partidocracias y del largo pudrimiento de las instituciones del Estado; de una nación que, por lo mismo, fue incapaz de usar su fuerza moral para no ir a las urnas a convalidar la lucha por el poder que, como lo dije en otro momento parafraseando a Clausewitz, es, en la profunda corrupción de las instituciones políticas, la continuación del crimen por otros medios.
Las consecuencias están allí: los gérmenes cada vez más hondos de los elementos que incuban a los totalitarismos y a los autoritarismos, y, en medio de las divisiones políticas, la tentación de erradicarlos mediante la solución autoritaria, que es tan espantosamente inhumana como los gérmenes que llevan seis años incubándola en nuestro país.
La fuerza de un Estado, como lo señaló Arendt en De la mentira a la violencia, sólo puede lograrse mediante la unidad de todos para realizar un proyecto común. Por desgracia, la corrupción de los partidos que, frente a la emergencia nacional, prefirieron la disputa al consenso, y las facciones políticas que la convalidaron en las elecciones, y la continúan después de ellas, la imposibilitaron, ahondando el camino del autoritarismo. Cuando un gobierno siente que el poder –que en la terminología de Arendt equivale a la capacidad de crear consensos– está a punto de escapársele, experimenta “siempre las más grandes dificultades para resistir la tentación de reemplazarlo por la violencia”. Todo debilitamiento del poder –y el poder del Estado en México está cada vez más debilitado– es siempre, como lo demostró el calderonismo, “una invitación manifiesta a la violencia”. Ese debilitamiento, con breves excepciones, lo hemos consentido todos. ¿Seremos capaces de articular una verdadera y real unidad nacional que tenga como ejes la justicia y la paz? Sin ella, la pérdida absoluta de nuestras libertades y el acallamiento de las disidencias terminarán, junto con los gérmenes totalitarios que se han apoderado de la nación, por destruir cualquier realidad vital y democrática.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad, resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y promulgar la Ley de Víctimas.
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