sábado, 22 de diciembre de 2012

María Mercedes Córdoba - Cuentos de Navidad y Reyes

Los tres reyes magos

En un lejano país de Oriente, cuando todavía no había ocurrido la primera Navidad, vivían tres reyes magos: Melchor, Gaspar y Baltasar.

Se encargaban de estudiar las estrellas, y de tanto mirarlas, las podían leer como si fuera un libro.

Eran muy amigos y se llevaban muy bien.

El día del cumpleaños de Melchor había habido una fiesta. Habían comido, bebido y bailado bastante. Estaban tan cansados que se tiraron en el pasto.

La noche era tibia, había olor a tierra mojada. Posiblemente lloviera cerca de donde ellos estaban.

Baltasar le preguntó al cumpleañero: -¿Por qué no pedís un deseo a las estrellas? Ellas son nuestras amigas y te van a responder.

Entonces Melchor mirando al cielo dijo: -Quisiera que algún día llegara la Paz a la Tierra- dijo quedándose profundamente dormido.



Al ratito despertó y al mirar al cielo quedó encandilado. Tres planetas se habían alineado formando un espectáculo maravilloso.

Cada uno tenía un significado y al estar unidos quería decir que traían un mensaje.

Melchor se puso un poquito nervioso y trató de leer: -“… Un rey ha nacido… Es el hijo de Dios…”-, y empezó a sacudir a sus compañeros.

-¡Baltasar, Gaspar, despierten, nuestras amigas nos hablan! ¡Parece un mensaje muy importante! ¡El mismo Dios ha nacido entre los hombres, quiere ser nuestro Rey y quedarse entre nosotros!

-¿¡…Dios,… Nuestro Rey!? ¿Y vos decís que nos está invitando a nosotros?- dijo Baltasar bostezando todavía medio dormido, -¿No habrás estado soñando?

En eso, Gaspar con los ojos bien abiertos, gritó: -Es verdad, un mensaje en el Cielo nos invita a seguirlo. Con la cara roja seguía gritando: -¡Los camellos, agua, algo de comida que nos vamos!

Así, enloquecidos de contentos porque se sentían importantes por haber sido invitados, salieron en caravana corriendo sin dudarlo. Algo importante estaba pasando. Ellos, sin saberlo, le dijeron si a Dios, y dejando su tierra, sin mirar atrás siquiera, los tres partieron.

El viaje fue bien largo, el sol estaba fuerte, la arena pesada, los camellos parecía que no avanzaban, tuvieron calor y se cansaron, pero iban cantando siempre entusiasmados.

Eran alegres y se querían. Por las noches las estrellas los acompañaban y los cuidaban.

Así anduvieron muchos días y muchas noches hasta que se detuvo el tiempo y el espacio. Solo se vio el cielo y el campo.

En el cielo, las estrellas con su luminoso mensaje, en la tierra, una pequeña casa llena de luz.

En ella, una mamá, un pequeño y su papá.

Cuando Melchor vio al pequeño, sintió que la Paz había llegado a la Tierra. Supo que era un Rey y tuvo profundos deseos de adorarlo.

Bajó del camello, se arrodilló, puso los regalos delante del niño y lloró en silencio de profunda alegría.

Gaspar y Baltasar hicieron lo mismo.

El niño los miraba, sonreía y aplaudía con sus pequeñas manos.

Los tres reyes magos agradecieron a Dios por haberlos escuchado.

Desde ese día todos los 6 de enero le envían a los chicos algún regalito como lo hicieron con el pequeño Jesús, y nos recuerdan que la Paz está en nosotros, solo debemos, entre todos, buscarla.

La noche que nació el Sol

Era una noche cálida y tranquila.

Sólo se oían los grillos cantando bajito su monótona canción.

Los pastores, mientras cuidaban sus animales, se iban quedando dormidos, acariciados por una suave brisa de verano.

De pronto, la noche se aclaró con una luz muy brillante. Los pastores despertaron y…grande fue su sorpresa al ver aparecer en el cielo un ejército de ángeles. -¡No tengan miedo, pastores! Les traemos una gran noticia:

¡Hoy ha nacido un Rey, el Hijo de Dios! Vayan a Belén y encontrarán un niño, envuelto en pañales, recostado en un pesebre-.

Dicho esto, los ángeles se alejaron cantando.

Los pastores quedaron mudos de asombro. Pero luego, se alegraron y cantando fuerte se dirigieron hacia allá llevando como regalo lo mejor de sus rebaños.

Cuando llegaron a Belén, encontraron un pequeño establo iluminado, tal cual como les habían anunciado los ángeles. Al verlo todos gritaron de tan contentos que estaban. El más anciano les dijo:

-¡Deténganse! El niño puede estar durmiendo… No podemos entrar de este modo tan escandaloso.

Inmediatamente hicieron un silencio total… Y en orden, de a uno, fueron entrando despacio al interior.

El pequeño Bebé dormía caliente sobre la paja limpia. Sus pañales eran tan blancos que hacían resaltar su carita linda, haciéndola parecer llena de luz.

Su mamá lo arrullaba con una suave canción y el papá lo miraba sonriente. La mamá se llamaba María, el papá, José, y el recién nacido, Jesús.

Los pastores se sintieron llenos de una felicidad tan profunda, como no habían conocido hasta entonces.

En el pesebre había también algunas vacas, ovejas y otros animales que allí descansaban. Sobre la Mamá y el pequeño volaban angelitos que los miraban con cariño.

El bebé movió las manos y se despertó. Abrió sus ojos, y los miró.

Los pastores, al ver todo esto, estaban tan maravillados que no sabían que hacer; pero la Mamá los llamó tan dulcemente, que se acercaron sin temor.

Unos le ofrecieron corderitos, otros le regalaron flores y frutas que habían recogido por el camino.

Mientras tanto, unos magos de oriente habían visto una estrella que irradiaba destellos dorados hacia un determinado lugar, bastante lejos de donde estaban.

Como ellos eran estudiosos de las estrellas y sus significados, entendieron que era una señal del Cielo, ¡que un Rey había nacido!, y se pusieron a seguirla. La estrella iba adelante, y ellos caminaban detrás.

Después de mucho, mucho tiempo de marcha, la estrella se detuvo encima del lugar donde estaba el Niño. Los Reyes Magos se llenaron de una inmensa alegría. Adoraron al Niño y abriendo sus cofres le ofrecieron lo mejor de sus tesoros: Oro, incienso y mirra. Estaban profundamente admirados por todo lo que sucedía.

María y José agradecieron todos los regalos.

De pronto, el silencio se rompió y entre lágrimas y sollozos se oyó una voz aguda que decía:

-¡Yo…yo no puedo ver porque no alcanzo!

Era un pastorcito…, nadie se había dado cuenta de que por ser el más chiquito no podía llegar al borde de la cuna. Pero en ese instante se sintió elevado más y más alto por las manos fuertes del pastor anciano. Y cuando estuvo por encima de todos, pudo ver que un Pequeño Sol le sonreía… y un calorcito lindo le calentó el corazón. -Mi nene tiene sueño -dijo la mamá -¿me ayudan a cantarle el arrorró?

Entonces, las voces melodiosas e iluminadas de los ángeles se unieron con la de los pastores. Y el arrorró más dulce que jamás se oyó, se entremezcló suavemente con la melodía de los grillos, el croar de las ranas en los estanques y el susurro de las hojas de los árboles mecidas a un lado y al otro por el aire tibio con olor a campo.

-Este niño que ha nacido, Jesús, es nuestro Rey, y ha venido a quedarse por siempre con nosotros- profetizó emocionado el pastor anciano.

Y con una alegría unánime y contagiosa, muchísimos pañuelitos de todos los colores, se elevaron felices por el aire, mientras los pastorcitos se despedían entusiasmados entonando una y otra canción; llevándose en lo más profundo de su alma el gozo de saberse amados por Jesús, nuestro Señor.

El buen Nicolás

Hace mucho tiempo…, había un obispo llamado Nicolás. Era muy bueno y generoso, y siempre ayudaba a todos.

Un día, mientras estaba ordenando los bancos de la iglesia, vio a un señor que rezaba que tenía una mirada profunda y preocupada.

Cuando se iba a marchar, el Padre Nicolás lo llamó suavemente: -¿Qué le anda pasando Don Cayetano?-, le preguntó (ya que como era un pueblo chico, todos se conocían por el nombre).

Y Don Cayetano le contó al buen obispo su gran problema.

Tenía cinco hijas mujeres en edad de casarse, pero como no tenían dote (una cantidad de monedas que todas las chicas de su época necesitaban para poder casarse), no podían comprometerse con sus novios.

Él era un campesino que siempre había dado lo mejor a su familia, pero ahora había habido mucha sequía y sus campos no habían dado fruto suficiente, apenas les alcanzaba para comer.

El buen Padre Nicolás se entristeció mucho con la historia y le apretó la mano grande de Don Cayetano.

-No se preocupe, Dios siempre nos protege. Además, yo también voy a pedir para que sus hijas se casen pronto y tengan una linda fiesta.

Y el Padre Nicolás le pidió a Dios que lo ayudara.

Pero esa noche, tardó mucho en dormirse pensando en esas pobres chicas. Cuando se cansó de dar vueltas en la cama, se quedó profundamente dormido y tuvo un sueño muy raro.

Soñó que Dios lo llamaba, lo miraba con cariño y le pedía a él que fuera su ayudante en esa Navidad. Le entregaba unas bolsitas de cuero y le pedía que las llenara con monedas y las repartiera la noche de Navidad, pero eso sí, nadie debía verlo.

Cuando se despertó, encontró que en el cajón de su mesa de luz había unas cuantas bolsitas de cuero que alguna vez alguien le regaló y que en esa época se usaban como monederos.

Tomó una y la colocó sobre la mesita.

Ese domingo, en la misa habló muy lindo como lo hacía siempre. Les contó a todos como Dios cuida siempre a su pueblo. La gente se emocionó, y cuando llegó el momento de las ofrendas, todos fueron muy generosos y pusieron todas las monedas que llevaban en los bolsillos.

Cuando terminó la misa, el buen Nicolás no lo podía creer. Eran tantas que casi no entraban en la bolsita de cuero.

La cerró y la guardó. Así hizo todos los domingos de adviento (que es el tiempo de espera de la Navidad) y fue poniendo una al lado de la otra.

En la Misa de nochebuena juntó la última. Estaba feliz.

Por otro lado nunca le faltó de comer porque como todos lo querían mucho siempre le traían algo de su cosecha.

Esperó rezando hasta que todos se fueron a dormir. La noche estaba bien oscura porque había luna nueva.

Los grillos lo acompañaban y al buen Nicolás le latía rápido el corazón; no quería ser descubierto en su aventura.

Llegó hasta la casa de Don Cayetano. Se fijó bien que no hubiera ninguna luz encendida. Todo estaba tranquilo. Todo en paz.

Como el techo era bajo, el buen Nicolás no tuvo mejor idea que treparse como un gato e ir tirando una a una las bolsitas por la chimenea. ¡Menos mal que estaba apagada!

Y después se fue pleno de amor de Dios y contento con su picardía.

No se pueden imaginar el revuelo del pueblo entero cuando a la mañana las chicas salieron corriendo con las caras como un sol gritando: -¡Nos casamos, nos casamos! ¡Hoy mismo nos casamos!-, y atravesaron el campo para buscar a sus novios que ya se iban a levantar la cosecha.

El pueblo salió todo a la calle y gritaba: -¡Milagro, milagro! ¡Dios está con nosotros!

Todos corrieron juntos a la iglesia y entraron de golpe, a los empujones, llamando al obispo: -¡Padre Nicolás, apúrese que tendremos bodas!

Y el buen Nicolás, que poco había dormido, salió con cara de “yo no fui” y sonrió con disimulo. Y esa Navidad el pueblo fue feliz. Trajeron jamones, chorizos, quesos y panes, sacaron el mejor vino y poniendo las mesas en las calles festejaron hasta más no poder.

Pero como la aventura salió tan bien, el buen Nicolás le tomó el gustito a la cosa y fue repitiendo su hazaña una y otra vez.

Cuando ya fue muy viejito, Dios se lo llevó con él al Cielo, y de premio por haber sido tan bueno le permitió seguir ayudándolo con los regalos y sorpresas de Navidad para todos los chicos de la Tierra.

Su pueblo lo siguió recordando como San Nicolás de Bari, y su historia linda rodó por todo el planeta y cada lugar lo llamó con cariño a su manera. En algunas partes de Europa le dijeron Papá Noel, y en América del Norte lo empezaron a llamar Santa Claus. Pero cuando lo quisieron dibujar, como ya no se acordaban como era, le cambiaron un poco su ropa, y su gorro rojo de obispo pasó a ser un simpático gorro con pompón.

Pero lo más importante es que San Nicolás existe, vive en el Cielo y está muy cerca de Dios. Y en la Navidad, además de ayudar para que todos tengan alguna sorpresita, también nos manda bendiciones para que todos seamos más buenos y nos amemos cada vez más.

Un arco iris para un cielo gris

Hace muchísimo tiempo, en el Cielo había un arco iris muy lindo lleno de brillantes colores.

Iba de una nube rosa a una celeste y lo usaban los angelitos para tirarse por él como si fuera un tobogán.

A veces se tiraban tan fuerte que en vez de caer en la nube celeste iban a parar a la nube de tormenta y quedaban todos empapados.

El buen Dios se reía mucho y, como siempre sabe las cosas, tenía preparado otros vestidos limpios, secos y planchados, además de unas lindas toallas para que los angelitos se secaran, se cambiaran y queden otra vez prolijos, como debe ser.

En el Cielo y en la Tierra reinaba la paz. Hasta que el día menos pensado en la Tierra se armó un lío terrible. Todo fue un caos y la gente empezó a portarse realmente muy mal.

El buen Dios frunció el entrecejo y los llamó al orden. Pero la gente no lo quiso oír. Entonces los retó y les explicó que no podían seguir así. Pero tampoco le hicieron caso y se siguieron peleando.

Entonces Dios se enojó y los retó bien fuerte. Les dijo que, o se portaban bien de una vez por todas o les iba a mandar un diluvio tan grande que iban a quedar todos abajo del agua.

¿Y ellos qué hicieron? Se rieron y no les importó nada de nada.

Entonces Dios bajó a la Tierra y habló con Noé, que era un hombre muy bueno que siempre había cuidado a su familia.

Noé construyó un arca de madera muy grande.

Mientras tanto, los angelitos que siempre eran solidarios, bajaron revoloteando lo más rápido que pudieron y se pusieron a ayudar.

Se internaron en el bosque, buscaron a todos los animales que allí vivían y los pusieron en fila. Y así los hicieron marchar muy ordenados hasta llegar a donde estaba el arca recién terminada.

Cuando Noé se despertó esa mañana, se encontró con todos los animales alineados formando una hilera larguísima. Y sintió un enorme alivio, ya que el viento comenzaba a soplar amenazador y las nubes negras oscurecían el cielo.

Abrió las puertas y todos entraron. Los angelitos los acompañaban para que no se asustaran.

Por último subió toda la familia de Noé, su esposa, sus hijos, las esposas de los hijos y algunos amigos. Y todos iban muy cargados porque tenían que llevar mucha comida y mucha agua para ellos y también para todos los animales.

El arca quedó repleta, y así partieron.

La tormenta fue terrible. La más grande que hubo en la historia. Pero ellos estaban tranquilos, confiaban en Dios y los ángeles los acompañaban.

Pasaron muchos días y muchas noches; tantas que ya no las podían contar.

Los animales estaban cansados del encierro cuando Noé soltó una paloma, que volvió al atardecer trayendo en el pico una rama de olivo.

Noé entonces supo que las aguas ya habían bajado.

Desembarcaron cantando de alegría y le dieron gracias a Dios por haberlos salvado. Los angelitos se despidieron y tuvieron ganas de hacerles un regalo. Corrieron hasta donde estaba Dios, y con solo mirarse todos tuvieron la misma idea.

Buscaron su arco iris, lo descolgaron del cielo y lo llevaron a la Tierra.++ Estaban tan alborotados que no se dieron cuenta que Dios los ayudaba empujándolo despacito de atrás con la punta de su dedo.

Cuando Noé, su familia y todos los animalitos lo vieron, quedaron maravillados. ¡Era hermoso! Y además ellos sabían que era un símbolo que significaba que Dios los amaba y quería hacer una alianza con su pueblo.

Volvió entonces la paz, el respeto y la alegría. Durante muchos años fueron felices. Tuvieron muchos hijos y llenaron la Tierra.

Y a los angelitos, por haber sido tan buenos, Dios les dio un premio. Les dio a su cuidado las tormentas y las lluvias, para que regaran las plantas y los cultivos. Y les prometió que a partir de ese momento ya no serían tan fuertes.

Aunque algunas veces los deja jugar con truenos y relámpagos para que se puedan divertir todo lo que quieran… y quizás también hacer alguna travesura.

María Mercedes Córdoba
Dibujo Ana Faggiani
Versión libre sobre textos bíblicos.

Leído en http://teecuento.wordpress.com/2010/12/02/cuentos-de-navidad-y-reyes-de-mercedes-cordoba/

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