domingo, 17 de febrero de 2013

China: La sonrisa implacable - Roberta Garza

Pocas cosas hablan del vertiginoso cambio en los usos y costumbres del chino promedio como sus perros de compañía. Caminan por la calle tan adornados como los niños únicos que los acompañan: la pelusa de las orejas, teñida de rosa, hace juego con el almidonado tutú de la amita, dando fe de cuánto la frivolidad se ha instalado en un país donde alguna vez hubo un coordinado gris reglamentario.
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En la nueva China cada quien elige su símbolo de estatus: los niños llevan mascotas, las muchachas clasemedieras confecciones caseras con brillos, transparencias y encajes, y las hijas o esposas del millón o más de millonarios chinos, generalmente conectados al Partido, ostentan bolsos y tacones Hermès, Vuitton, Dior o Prada, comprados a veces en el extranjero y a veces, con un sobreprecio de hasta 75% en impuestos de lujo, en tiendas locales que no se dan abasto para surtir a las muñequitas de porcelana, en grupos de dos y tres, que llegan en coches alemanes con o sin chofer.



Las amantes de los nuevos ricos componen casi un tercio de ese floreciente mercado; a los Mini Coopers y los BMW serie 3 los locales les llaman “coche de amiguita”. Se espera que para 2015 el país se convierta en el líder mundial de consumo de bienes de ultralujo, a pesar de la desaceleración: el crecimiento económico anual en China en 2011 fue de los más bajos de la década, apenas rebasando el 9%.

Desde hace dos mil 500 años “carne fragante” o “borrego de la tierra” son eufemismos usados para la carne de perro, que aún se consume en regiones del sur de China como Guangxi y Guangdong, sobre todo en invierno cuando, dicen, es buena para mantener el calor corporal. Durante las hambrunas del Gran Salto Hacia Adelante alimentar a un perro era visto como una afrenta, una debilidad burguesa: los perros domésticos dejaron de existir y los callejeros se convirtieron en una rara presencia que, para los humanos, terminaba en festín. La carne de perro volvió a ofrecerse en los menús de los restaurantes que llegaron con la reactivación económica aunque, durante las olimpiadas de 2008, el gobierno chino ordenó a las cocinas de Beijing que retiraran cualquier plato con perro para evitar herir las susceptibilidades occidentales. En Hong Kong el consumo de carne de perro y de gato está penado con cárcel desde 1950, en el resto del país, sin embargo, los intentos por pasar una legislación similar se han enfrentado con reticencias.
Tener en China un perro en casa es la mejor manera de decirle al mundo que se es parte de una nueva casta a la cual le sobra el dinero y el tiempo y, sobre todo, que quiere marcar su distancia con las costumbres bárbaras del viejo país. Para mostrar a sus hijos cómo era la China de antes —primitiva, ignorante y pobre—, los jóvenes profesionistas dejan a sus mascotas encargadas y se llevan a los niños a vacacionar a Corea del Norte, donde en las calles, por cierto, no hay un solo perro.


Beijing, con más de 20 millones de habitantes y cinco millones de autos, difícilmente se permite un bache, una luminaria fundida, un papel tirado o un paso a desnivel sin jardineras rebosantes de flores. El transporte público es eficiente, los espacios comunitarios son cómodos y concurridos y hay tres turnos diarios de mantenimiento y limpieza en la ciudad. La seguridad es digna de las mejores autocracias: el principal crimen es la estafa al turista desprevenido o el robo de bolsas y carteras en sitios atestados, es decir, en casi todos lados. Pero comparada con la vieja elegancia de Shanghai o el expansivo encanto de Chonking, a Beijing le sobra una monumentalidad apresurada y fría que apila edificios en forma de nido, de huevo, de tortuga o de galaxia diseñados por firmas como Rem Koolhaas o Norman Foster. En su afán modernizador la ciudad se tragó, en un parpadeo, a sus nostálgicos barrios callejoneros, donde los vecinos eran hermanos de banqueta y el tejido social se construía una generación a la vez.

En los años cincuenta la expansión industrial comenzó por decreto a las puertas de la vieja ciudad imperial. En los sesenta las centenarias murallas de la gran capital del norte fueron demolidas para construir sobre su trazo el Metro por debajo y el segundo anillo periférico —hoy son seis— por encima, y las hermosas casas de patios grises con puertas de laca roja que rodeaban a la Ciudad Prohibida se convirtieron en comunas rápidamente dilapidadas. En los ochenta la modernidad arrasó primero con los barrios tradicionales y luego con sus suburbios agrícolas, verdes de arroz, para erigir condominios asépticos que siguen acogiendo una migración interna rica en el mejor talento del país.

Los pocos barrios que sobreviven aún, erigidos desde el siglo XIII hasta la revolución del 49, son amenazados de continuo por las grúas que parecen otear el firmamento de la ciudad. Sus viejos habitantes se han ido, algunos buscando el confort de los nuevos edificios y otros queriendo adelantarse a las evacuaciones forzadas. En China el Estado es el único dueño de la tierra, y la otorga a voluntad a particulares a través de contratos que pueden rescindirse en cualquier momento. Hay 25 barrios históricos declarados zona protegida, pero la medida ha conservado sólo la arquitectura; los vecinos siguen huyendo del encarecimiento progresivo donde las boutiques de alto diseño, los restaurantes finos o los extranjeros con buenas conexiones que habitan la ciudad pocos meses al año, han sustituido a las familias señoriales, a las casas de té y a las tienditas esquineras. Raros son los callejones que aún conservan en sus banquetas al par de viejitos jugando damas chinas o a la señora que barre su entrada al sol de la tarde. Siguen siendo hermosos, pero el viajero siente que está recorriendo las entrañas de un lindo cadáver embalsamado.

Después de la revolución Mao consultó al arquitecto e historiador Liang Sicheng, quien le propuso conservar los barrios tradicionales alrededor de la Ciudad Prohibida y sacar los nuevos desarrollos a las afueras. El presidente rechazó la idea, queriendo eliminar todo símbolo del viejo feudalismo; cuenta la historia que la noche antes de la demolición de los primeros hutongs, Liang Sicheng subió a las murallas de la ciudad imperial y se echó a llorar. La casa donde vivió su infancia y juventud fue destruida a principios de este año.


El Templo del Cielo es un sitio de oración construido para uso exclusivo del emperador. El monumento central, la pagoda triple de madera ensamblada sin metales, es una fantasía de lacas azules y doradas. Terminado el complejo en 1420 por el emperador Yongle —Eterna Felicidad—, tercero de la dinastía Ming y constructor de gran parte de la Ciudad Prohibida, fue usado como templo hasta mediados de 1800 cuando fue ocupado por los ingleses durante la Segunda Guerra del Opio. Como museo fue abierto al público luego de haberse rescatado de la ruina apenas en 1918. Una extensa restauración después del golpe incendiario de un rayo lo ha convertido en uno de los sitios de reunión más interesantes de Beijing.

Al entrar al jardín que rodea al conjunto, adultos con pañoletas rojas bailan viejos cantos revolucionarios coreados por entusiastas compañeros. Más adelante un grupo de músicos ensaya melodías tradicionales, aquellas que durante la Revolución Cultural fueron prohibidas, en instrumentos reconstruidos desde piezas rotas, grabados y fotografías que algunos lograron esconder de las brigadas maoístas; las espadas de los practicantes de tai chi cortan el aire con silbidos metálicos y los gritos y risas de los jugadores de damas y mahjong resuenan en los pasillos. Al entrar a la pagoda los chillidos y aleteos de las golondrinas que viven en los alerones del edificio opacan los gritos de los turistas extasiados.

Sólo una transacción se hace en silencio en el Templo del Cielo. Aquí y allá un par de adultos sostienen una hoja de papel o un pequeño cartel al pecho. Buscan pareja para sus hijos, y en el papel escriben los generales del vástago; si es mujer anuncian qué tanta instrucción tiene, si sabe cocinar, si es dulce de carácter o si es bonita. De ser hombre, apuntan si tiene coche y departamento, qué estudios completó y en qué trabaja. Los paseantes se paran, leen y, si encuentran coincidencias agradables —por ejemplo, si el chico tiene dinero y la chica es hermosa—, comienzan las negociaciones. Si no les interesa lo que ven, pasan de largo sin decir una sola palabra.

En Cantón hay un plato de consumo infrecuente que se llama San Zhi Er —los Tres Gritos—, un delicatessen cuyo ingrediente principal es el ratón recién nacido: el primer grito lo da el animal cuando lo toman para lavarlo, el segundo cuando su parte inferior, y sólo su parte inferior, es introducida en aceite sazonado e hirviente y el tercero cuando es masticado por el comensal. O eso cuentan los cocineros chinos, a quienes tiendo a creerles cuando preparan, al lado de los kebabs de las regiones islámicas y los dimsums típicos de Shanghai, botanas hechas con alacranes, estrellas de mar, erizos, tentáculos de pulpo semovientes, grillos, penes de chivo —largos y delgados—, víboras despellejadas, caballitos de mar secos y larvas de gusano de seda que esperan la freidora y los clientes en la calle de Wangfujing donde, excepto en invierno, de seis a diez de la noche se congregan por igual los oficinistas nativos en busca de un bocado rápido y los visitantes morbosos.

Los vendedores parecen divertirse más que irritarse con el turista pasmado, aprovechando la oportunidad de coquetear con las rubias de quijada descoyunturada: “Qué linda eres, ¿de dónde vienes? ¿Quieres carne de víbora? Es buena para la fertilidad”, dicen, en un inglés mocho acompañado de una enorme sonrisa.

Es un lugar común explicar la costumbre de los chinos de consumir casi cualquier cosa por las hambrunas que han azotado sus tierras a través de la historia. En el sur del país afirman comer todo lo que tenga patas, con la excepción de las sillas. Pero la sofisticación con que tratan los ingredientes más inverosímiles o, para Occidente, repulsivos, indica más una curiosidad hedonista que la necesidad de satisfacer una necesidad fisiológica. La preparación de los alimentos cotidianos es, todavía, una ceremonia que se le encarga a los decanos, donde las reuniones familiares alrededor de la mesa son tratadas con una reverencia que la modernidad no ha conseguido borrar del todo.
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El pato Pekín, por ejemplo, llega a las mesas del color de la madera laqueada crujiendo como un caramelo alrededor de una carne deliciosa y tierna. Un destazador experto corta y sirve las lajas de piel con apenas un poco de carne. Esto se come enrollado en un disco de harina de arroz al cual se le añade salsa de ciruela y, a veces, de ajonjolí, y algunas tiritas de pepino y de cebollín. Pero eso sólo es la primera parte, la única que se sirve en la mayoría de los restaurantes fuera de China; en el país, la carne que queda se lleva a la cocina para preparar un picadillo con castañas y bambú, servido como segundo turno, en hojas de lechuga. Para terminar, los huesos se reúnen con las patas del animalito para preparar un consomé transparente y aromático que finaliza la comida.

Los patos ideales para esta receta son alimentados cuatro veces al día sólo con cereales y tienen, a lo más, dos o tres meses de nacidos cuando son sacrificados. La preparación comienza días antes del servicio con inyecciones de aire entre la piel y la grasa alrededor de la carne, para luego pasar al animal por agua hirviendo y colgarlo para bañarlo en un caldo espeso de azúcar y especias por 24 horas. Al final es rostizado entero, colgado, en un horno cerrado. En los buenos restaurantes de Beijing es necesario reservar el plato cuando menos con un día de antelación, aunque los menos previsores siempre pueden optar por el Burger King que, sólo en China, sirve una hamburguesa de pollo a la pato Pekín: pollo frito cubierto con una salsa ahumada que imita el sabor del pato original, y que representa una de las piezas de comida rápida más vendidas en el país.


Graduarse de una universidad de prestigio, en China, asegura un empleo bien pagado y con prestaciones envidiables en el sector público. La escuela va por cuenta del Estado hasta la preparatoria; después, las mejores universidades cuestan cerca de mil dólares al año. Pero hay que lograr una admisión no sólo rigurosa sino blindada a la endémica corrupción que permea al país: en las colonias prósperas anidan, sobre los techos, enjambres de antenas parabólicas que permiten ver la televisión satelital internacional, asunto vedado por una censura gubernamental que considera delito conectarse a Facebook. Al preguntarle al guía al respecto, éste sonríe y contesta: “bueno, mientras no se importune de otras maneras al Partido, las leyes en China son realmente sugerencias”.

Cuando preguntamos si es posible comprar la aprobación de los exámenes escolares, la respuesta es un enfático no. ¿Qué hacen los padres ricos cuando sus vástagos reprueban? Muy fácil: mandan al crío a sacar su diploma en alguna universidad del extranjero. Pero la gran mayoría de los chinos no son ricos y, para los hijos del pequeño comerciante, del obrero o del campesino, la ruta al éxito pasa por el buen desempeño académico. La competencia es feroz: en las zonas rurales el horario de las preparatorias es de siete de la mañana a 10 de la noche y el último año no hay vacaciones o fines de semana. La condescendencia ante cualquier desventaja cultural o económica es inexistente; en la provincia de Hubei los chicos tienen la costumbre, los días previos a las pruebas finales, de conectarse la vena a bolsas llenas de vitaminas, glucosa y minerales para evitar perder el tiempo en comer. Las autoridades escolares permiten la práctica en los salones de estudio de sus facultades: no hay por qué impedirlo si los muchachos no se causan un daño permanente, dicen.

Cada verano poco más de nueve millones de adolescentes son evaluados a lo largo de dos días. Sólo un 30% pasa la prueba. En 2011, en la provincia de Longhui, un estudiante de nombre Liu Pin llegó 15 minutos tarde a la primera sesión y le fue negada la entrada. Subió al techo del dormitorio más cercano y, desde una altura de seis pisos, se aventó al pavimento y a la muerte. Cuando la familia, buscando explicaciones, levantó el cuerpo y lo llevó en brazos hasta la entrada de la escuela, fue dispersada a golpes por la policía por alterar el orden en temporada de exámenes.


Fuera de los Han, dominantes económica y políticamente, hay 55 etnias reconocidas oficialmente por el gobierno chino. No llegan al 10% de la población y están exentas de la regla de un solo hijo por familia, pudiendo tener dos y, a veces, si son ricos —raramente—, tres. Los Han, habitantes principales de los polos urbanos, afirman que la pobreza se concentra al oeste, lejos de la costa del Pacífico; un poco en el Tíbet, pero también en las regiones musulmanas como Xinxiang, predominantemente Ugyur y Gansu, Yunan y Ningxia, donde habitan los Hui. Afirman también que no es el gobierno el que ha fallado, sino que esa minoría es floja, rebelde e indisciplinada. Los musulmanes chinos, sunitas en su mayoría, conforman el 1.6% de la población con poco más de 20 millones de fieles.

Hay en China una Iglesia Católica, Apostólica y China que en todo se parece a la vaticana pero que ocasionalmente desconoce a los cardenales ungidos por Roma para consagrar a los propios: cuando los primeros señalan, digamos, el mal estado de los derechos humanos en el país. Lo mismo sucede con el budismo lamaísta tibetano, cuyos devotos van acumulando inmolaciones en atención al cambio de premier: a partir de la pasada primavera, a criterio de los oficiales chinos en Tíbet, están obligados a tener en cada monasterio un rector emanado del Partido. Menos conocida por carecer de un líder carismático de cara a Occidente, pero más violenta, es la pugna con el islam: el gobierno chino creó a inicios de 2001 la Asociación Islámica China, diseñada para “difundir el Corán y oponerse al extremismo”, sobre todo el de naturaleza separatista; la supervisión por parte del gobierno de los discursos de los imames y de los currículos de las escuelas islámicas es tan rutinaria como estricta.

Luego del ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, 22 ugyures apresados en un campo de entrenamiento afgano llegaron a la prisión de Guantánamo. Casi todos fueron liberados poco tiempo después. Dentro de China sus colegas no corrieron con tanta suerte; el atentado favoreció una política internacional menos vigilante de los métodos antijihad, y en China no se desaprovechó la coyuntura en el combate al terrorismo doméstico: Xinjiang, sede de la etnia ugyur, es la capital de la pena de muerte en un país que la aplica más que ningún otro en el mundo.

Mientras Europa se desperezaba del Medioevo, China se regodeaba en el lujo y la belleza de sus cortes, experimentando con una técnica que tomó de sus contactos con el Imperio Bizantino: el decorado de jarrones y otros objetos de cobre con filigrana trazada en delgado alambre del mismo metal, o de oro, cuyos diminutos huecos eran luego esmaltados, horneados y pulidos hasta obtener joyas multicolores muy lejanas de las pulseras troqueladas que hoy venden en los mercados para turistas. Como los perros de raza pekinesa y la seda dorada, el cloisonné pronto se volvió un producto exclusivo de las cortes. Hoy una pieza de probada procedencia imperial e interés artístico es un tesoro que puede rebasar fácilmente el millón de dólares, pero durante las purgas maoístas de fines de los años sesenta la belleza y la erudición eran vistos como vicios burgueses: los esmaltes que durante los asaltos a los palacios, primero, y los asaltos a la razón, después, no fueron robados y contrabandeados hacia las colecciones privadas de Europa y Estados Unidos, o hacia los museos de Taiwán cortesía de la previsión de Chiang Kai-shek —quien se llevó a la isla las 693 mil 507 piezas que hoy forman el Museo Nacional de Taipei, previendo la invasión japonesa, y que tuvo a bien nunca regresarlas presintiendo la entronización de Mao—, terminaron quemados y desfigurados, perdonándoles sólo el alma de cobre para su uso en labores más revolucionarias como hervir agua o acarrear grano.
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Deng Xiaoping llegó a París, en el otoño de 1920, a sus 15 años. Su biografía oficial dice que cuando su padre le preguntó qué quería aprender de Europa, el futuro líder le contestó: quiero tomar la sabiduría de Occidente para salvar China. Lo cierto es que fue durante los seis años que pasó en Francia, y no antes, cuando se afilió, luego de conocer de primera mano las condiciones de miseria de los obreros europeos de la Revolución Industrial, a las nacientes juventudes comunistas. Pero también refinó allí su interés por la música, la literatura y el art nouveau francés; interés que, años después, junto con su afán por reformar las políticas fallidas del Gran Salto Hacia Adelante, le granjearía la oportunidad de reeducarse —el eufemismo revolucionario para castigo y exilio— por cortesía de una Revolución Cultural que descalabró el espíritu de su pueblo tanto como su riqueza estética e histórica, dejando sus tesoros arquitectónicos como el turista los encuentra hoy: como cáscaras reverberantes.

Cuando Xiaoping concluyó su rehabilitación en una fábrica de tractores de Jiangxi lo llamaron al equipo económico del Partido, desde donde tejió calladas alianzas con otros descontentos que, poco después de la muerte de Mao, lo llevarían al poder. Sus planes para el rescate de China pasaban por la resurrección de las competencias nacionales a través de su acervo intelectual y artístico, y el Estado reabrió por decreto las facultades de artes y ciencias, las academias de ópera, las escuelas de caligrafía y los talleres de orfebrería. Para entonces sólo quedaban en China 32 maestros del cloisonné, y no todos en buen estado: en la Revolución Cultural golpear las manos hasta romper los huesos era un castigo frecuente para los artistas tozudos.


En China el salto a la modernidad ha sido disparejo: los estadios, aeropuertos, museos y parques deslumbran a cualquiera, hasta que ese cualquiera busca un sanitario y se encuentra con que la mayoría, excepto en los hoteles y restaurantes de lujo, son agujeros en el piso, sin metáfora alguna que medie el desconcierto. Los menos malos tienen mosaicos de acero corrugado y huellas marcadas a cada lado del hueco para indicar dónde poner los pies, y los otros son un cubo vaciado en cemento con un hoyo negrísimo en medio. Un tanque a la altura de la cabeza de donde pende una cadena forma el simple pero eficiente sistema de desagüe, que permite una buena higiene siempre y cuando los clientes anteriores hayan tenido una diestra puntería. Esto rara vez sucede. La costumbre explica la enorme facilidad que tienen lo chinos para ponerse en cuclillas, posición que pueden sostener por horas mientras esperan en las filas propias de un país que rebasa los mil millones de almas.

El precario sistema de salud nacional no es atribuible sólo al apego que los chinos sienten por su medicina tradicional, que apunta al cuerno de rinoceronte, de tejido similar al que conforma el cabello o las uñas humanas, como un potente reductor de la fiebre, o al polvo de hueso de tigre como un restaurativo y antiinflamatorio, sino también al desprecio que esa sociedad siente por lo individual; la vida humana, en lo particular, es vista como prescindible. Cuando uno de los problemas principales de una cultura así es el control poblacional, la muerte de los enfermos, los viejos y débiles se vuelve asunto secundario: a blessing in disguise.

Los hospitales chinos, de difícil alcance para la mayoría de la población, sostienen protocolos cuya insuficiencia asustaría al más negligente centro de salud occidental: en la provincia de Guangdong las infecciones crónicas reportadas el pasado otoño en el ala de maternidad fueron achacadas a que las pacientes estaban muy gordas, o muy flacas, para cicatrizar bien y, a fines de octubre de 2011, el hospital de la Cruz Roja de la ciudad de Foshan recibió en emergencias a una embarazada de ocho meses con sangrado y dolor abdominal. El parte médico indicó que al nacer el bebé no respiraba; lo entregaron a la morgue y le anunciaron a la madre que su hija había fallecido. La cuñada pidió el cuerpo de la niña para enterrarlo: cuando abrió la bolsa la niña se movía, echaba espuma por la boca y era niño; la enfermera encargada quiso paliar el dolor de la madre evitando anunciarle a la familia que habían perdido a un varoncito.


Al llegar a Yichang, punto de embarque del Yang-Tze, la niebla da paso a colinas ondulantes, verdes y llenas de árboles de durazno. Es hasta poco antes del muelle cuando comienzan a aparecer los primeros edificios de concreto prefabricado, de aire estalinista, y un agujero de tierra roja se abre frente a ellos en lo que parece un grito. La cara de la guía se ilumina de orgullo mientras explica: “Ya arrasamos con siete de estas colinas para construir las casas de los desplazados por la presa. De ser un pueblo de 400 mil habitantes, ahora somos cuatro millones”, remata.

La presa en cuestión, la de las Tres Gargantas, soñada por Sun Yat Tzen desde 1919, deseada por Chiang Kai-shek, apoyada inicialmente por Estados Unidos —que para ello entrenaron a no pocos ingenieros chinos a inicios de los años cuarenta— y dejada al garete por las penurias económicas de las políticas de Mao, sumergió 632 kilómetros cuadrados de superficie y, con ellos, a mil 300 sitios arqueológicos, 13 ciudades, 140 pueblos y mil 325 caseríos, con todo y las tumbas de sus ancestros. Más de un millón y medio de personas fueron reubicadas durante los 17 años que duró su construcción, cuya etapa final cerró este pasado verano después del desembolso de casi 60 mil millones de dólares: un buen negocio a cambio de la suficiente electricidad limpia —la Comisión para el Desarrollo de China dice que se ahorran al año 100 millones de toneladas de gases de invernadero— como para abastecer las necesidades energéticas, digamos, de Suiza.

No pocos de los reubicados vivían en condiciones premodernas, en pequeñas granjas de subsistencia mínima, sin agua corriente ni drenaje y con la electricidad que puede dar una planta de diesel. Pero cambiar la libertad expansiva de una vida rural por condominios de interés social expuso a sus nuevos habitantes al escrutinio del hacinamiento urbano y a la culpa por perder tradiciones y vínculos centenarios con la tierra de sus antepasados: la delincuencia y la violencia doméstica alrededor de estas comunidades, surgidas como hongos en primavera, es rampante.

Más difíciles de cuantificar han sido los daños ecológicos, paradójico resultado de la hidroeléctrica: cientos de fábricas, basureros y minas fueron sumergidos junto con los asentamientos humanos, y los desechos corrosivos que escapan desde abajo se han sumado a los drenajes que las nuevas instalaciones en tierra firme tiran impunemente desde arriba. A la lista de animales en peligro de extinción entraron la garza siberiana —quedan entre cuatro y cinco mil ejemplares—, el esturión chino —cerca de mil— y el bai-ji, una de las cuatro especies de delfín de agua dulce del mundo. La diosa del Yang-Tze, como se le conocía a este símbolo de paz y prosperidad, sería la rencarnación de una princesa que fue ahogada por su familia al rehusar casarse con un hombre que no amaba. El pequeño cetáceo, cuyo conteo es técnicamente cero —la última excursión para contar especímenes, en 2006, no pudo documentar a ninguno, aunque un animal blanco captado nadando cerca de la provincia de Anhui en un video amateur de 2007 fue tentativamente confirmado como un bai-ji—, es la última especie en extinguirse por causas directamente atribuibles a la acción humana.


Los Tujia son un pueblo que habita las laderas a lo largo del río Shennongxi, en la provincia de Hubei. Dicen descender del imperio Ba, de origen desconocido; una teoría apunta a que vinieron del Tíbet, otras, a que siempre estuvieron allí. Se les conoce como Tujia —los locales— desde que sucumbieron al dominio de los Chin en el siglo XV; perdieron su autonomía pero conservaron sus prerrogativas al convertirse en proveedores de los más fieros guerreros para las diferentes dinastías imperiales. No tienen idioma escrito pero su acervo se ha conservado a través de las canciones que acompañan sus vidas; el novio que corteja a una muchacha le declarará su amor cantando, y ella le contestará de manera afirmativa o negativa, pero cantando igual. Se casarán quizá y, poco después, tendrán un hijo o hija: de ser niña, el padre plantará frente a su casa un pequeño bosque, que no cortará hasta que ella se comprometa a casarse y, con la madera, hará muebles para los futuros esposos; una cama, una cuna y quizá una mesa para la cocina. Mientras tanto, la hija llorará y cantará por tres días completos antes de la boda: el primero, porque perderá la compañía de sus padres; el segundo, porque dejará de ver a sus hermanas o hermanos y, el tercero, por miedo a la vida que le espera.

El Shennongxi es estrecho y corre entre acantilados tan verticales como verdes, de un verde que palidece ante un agua que hoy parece espejo de jade, pero que antes de ser domada por los 150 metros de líquido que recibió cuando entró en operación la presa de las Tres Gargantas rompía su espuma en un cuchillo de piedra tras otro. Pero los Tujia se ufanaban de que sus hijos navegaban antes de caminar; sólo en los tramos más rudos los barqueros, desnudos, bajaban de las canoas y las arrastraban por veredas entre las rocas.

Hoy los Tujia arrastran las canoas, vestidos, sólo para deleite de los turistas, y las muchachas cantan su folklore para vender uno o dos cedés caseros que le permitirán al bebé que las espera en casa, al cuidado de la hermana o de la abuela, ir algún día a una buena escuela y luego, con suerte, a la universidad. 

Fuente
http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2103118

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