Una estirada por aquí, una retocada por allá. México cambia de piel. México cambia de faz. Se lee en “The New York Times”, se aplaude en “The Economist”, se celebra en el “Financial Times”, se delinea en “Foreign Affairs”. Cifra tras cifra, reforma tras reforma, la prensa internacional ya no lamenta el “Estado fallido”. Ensalza al Estado eficaz. Ya no habla de los 60 mil muertos y los 25 mil desaparecidos. Más bien cambia la conversación. El país deja de ser la crónica conocida de fracasos para convertirse en la lista anticipada de éxitos. La economía crece, la clase media se expande, las exportaciones aumentan, el tigre azteca ruge. Hace seis meses nadie daba un quinto por el país; ahora hacen cola para invertir en él.
Es indudable que la narrativa ha cambiado. Es incuestionable que la cobertura se ha alterado. Antes los titulares estaban llenos de muertos y heridos; ahora están repletos de reformas y acuerdos. Antes, las primeras planas detallaban las ejecuciones; ahora se centran en los cambios a las telecomunicaciones. Antes los periódicos detallaban los operativos del Ejército; ahora describen los acuerdos en el Congreso. Y parte de ese cambio proviene de la Presidencia, de Los Pinos, del mensaje que Peña Nieto ha creado y su equipo se encarga de diseminar.
Es la historia de un México que se mueve, que se apura, que aprieta el paso. Es la historia de un país que compite con China y le gana a Brasil. Es la historia de un Presidente que reforma al PRI precisamente porque es del PRI. Es un mensaje manufacturado que repite un gabinete disciplinado.
El eje central del Gobierno ya no es combatir el crimen, sino aprobar las reformas. Ya no se trata de aprehender capos, sino de encarcelar lideresas. El “spin” gubernamental no es la guerra contra las drogas, sino la lucha por los mercados; no es el número de armas confiscadas, sino la cantidad de ingenieros graduados; no es la fotografía de los capos apresados, sino de los políticos abrazados.
China con sueldos ascendentes y rendimientos decrecientes, parece menos apetecible ante un país más cercano a Estados Unidos. Brasil, con limitaciones estructurales al crecimiento, parece menos atractivo ante una economía mexicana pujante. Pero más allá de la perspectiva comparativa, México va al alza por las reformas que emprende. Por la reforma educativa que empuja. Por la reforma a las telecomunicaciones que aprueba. Por la reforma energética que anuncia. Por la reforma fiscal que anticipa. Por la apertura de Pemex que promete. Por la imagen de profesionalismo que Peña Nieto cultiva. Por la cerrazón de filas que induce. Por la disciplina incuestionada que la aprehensión de “La Maestra” produce. Por “el momento de México” que los especialistas en imagen están gestionando.
La percepción de éxito genera éxito y Peña Nieto está cosechando el suyo con creces. Pero debajo de la cirugía plástica de los primeros meses subyace una musculatura monopólica atrofiada, un esqueleto corporativo calcificado, una piel que recubre prácticas policiacas del pleistoceno. El ejecutómetro del periódico “Reforma” revela el mismo número de muertos en los últimos 100 días del sexenio de Felipe Calderón que en los primeros 100 días de Enrique Peña Nieto. Los números sobre la criminalidad en México son entre los peores del hemisferio occidental, y de acuerdo con Latinobarómetro, más del 40% de los mexicanos dice que ellos o algún familiar han sido víctimas de la violencia. La inseguridad –sugiere el banco de inversión J.P. Morgan– rasura un punto del Producto Interno Bruto del país anualmente. El nuevo Milagro Mexicano todavía dista de serlo. Falta todavía crecer y competir, innovar y educar, confrontar la inseguridad y no sólo ignorarla.
Porque la violencia persiste aunque la conversación sobre ella haya cambiado. La impunidad continúa aunque nadie en el Gobierno quiere hablar al respecto. La disfuncionalidad judicial sigue allí aunque nadie quiera resaltarla de nuevo. Si los números no bajan y las cifras no cambian y los indicadores no mejoran, no importa cuánto corrector se coloque Peña Nieto sobre la cara. No importa cuántos jaloncitos se dé o cuánto botox se inyecte. La suya será una fachada que no logrará cargar con el peso de la realidad que hay detrás de ella. Será el perfil de alguien que se hace una cirugía cosmética pero no logra extirpar el tumor canceroso que encubre.
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