sábado, 27 de abril de 2013

Elena Poniatowska - Hasta no verte, Jesús mío

Elena Poniatowska
1933
Hasta no verte, Jesús mío

Algún día que venga ya no me va a encontrar; se topará nomás con el puro viento. Llegará ese día y cuando llegue, no habrá ni quien le dé una razón. Y pensará que todo ha sido mentira. Es verdad, estamos aquí de a mentiras: lo que cuentan en el radio son mentiras, mentiras las que dicen los vecinos y mentira que me va a sentir. Si ya no le sirvo para nada, ¡qué carajos va a extrañar? Y en el taller tampoco. ¿Quién quiere usted que me extrañe si ni adioses voy a mandar?

—Jesusa

No sé si la causa era la pobreza o porque así se usaba, pero el entierro de mi madre fue muy pobre. La envolvieron en un petate y vi que la tiraban así nomás y que le echaban tierra encima. Yo me arrimé junto a mi papá pero estaba platicando y tomando sus copas con todos los que lo acompañaron y no se dio cuenta cuando me aventé dentro del pozo y con mi vestido le tapé la cabeza a mi mamá para que no le cayera tierra en la cara. Nadie se fijó que yo estaba allá dentro. De pronto él se acordó y yo le contenté desde abajo, entonces pidió que ya no echaran más tierra. Yo no me quería salir. Quería que me taparan allí con mi mamá.




Cuando me sacaron yo estaba llorando, toda entierrada. Entiendo que por haber agarrado aire del camposanto se me ponen los ojos colorados y cada que hace viento me lastiman porque desde esa época tengo el aire del camposanto en los ojos. Los vecinos hicieron una cruz de maíz y la sembraron en un cajón en el atrio de la iglesia de la Mixtequilla. Allí rezaron el novenario, los nueve días que toma el alma para cruzar el espacio. Cuando se hizo milpita y se dio muy alta, levantaron la cruz y la llevaron al camposanto donde estaba tendida. Quedó la cruz de milpa como señal en la tierra de la vida de mi mamá.

Mi mamá murió de susto o el muerto vino a buscarla, porque soñó que un par de perritos tiernitos le estaban mordiendo la pierna. Y al despertar yo oí que le dijo a mi papá.

—¡Ay, qué feo sueño soñé! ¡Que un par de perritos tiernos me mordían mi pierna y yo los retorcí y los remolí hasta que los maté y los dejé tirados en el suelo!

Mi papá contestó:

—¿Cuáles perros dejaste tirados? Ése fue un sueño.

—Sí, sí fue un sueño. Anda, levántate para que me lleves a hacer de las aguas.

Como era pueblo que no tiene uno medio en qué servirse, mis papás salieron al patio. En las tardes allí se reunían a platicar los vecinos. En la esquina de la casa de enfrente había una piedra alargada donde cabía un cuerpo acostado. Era noche de luna que todo se ve claro:

—¡Mira, Felipe, lo que hay allá enfrente!

—¿Dónde?

—Aquí encima de la losa. ¿Quién lo mataría, oye?

—¿A quién?

—Mira, ¿quién mataría a este hombre que está aquí?

—¿Cuál? ¿Cuál hombre?

—Pues a éste que está aquí tirado en la losa.

—Yo no veo nada.

—¿Cómo no ves nada si yo le estoy agarrando los pies?

—Yo no veo nada, María, pero si tú lo estás mirando, vámonos, no sea que alguien lo haiga matado y nos carguen la muerte a nosotros.

En la mañana, cuando mi papá se levantó para ir al trabajo lo primero que hizo fue ir a ver qué huellas habían quedado. Ninguna. Encontró la piedra limpia:

—Bueno, ¿y cómo vio María ese muerto allí? Ya no se levantó mi mamá. Al otro día amaneció con resfrío y calentura y a la semana estaba tendida. Por eso mi papá les platicó después a los vecinos:

—Saben, ella se ha de haber muerto de espanto y no del resfrío porque yo le di muchas friegas de alcohol, la curé y le di a tomar la quinina. A mí se me hace que se la llevó el muerto que ella vio en la esquina de la casa de doña Luisa.

Y allí es donde yo reconozco que la hoja del árbol jamás es movida sin la voluntad de Dios. Mi mamá vio al muerto matado porque ella tenía videncia y mi papá no. Ahora que ya estoy grande y me he entregado a la Obra Espiritual y deviso el camino, creo que mi mamá tenía una misión que cumplir y veía. Aunque ella tuvo valor y le agarró los pies, era muy corta de espíritu y por eso el muerto se la llevó.

Mi mamá todavía estaba viva cuando mi papá me hizo una muñeca de ardilla. Después nunca me volvió a hacer nada. Nunca más, Se hizo el sordo o todas las cosas le pasaron como chiflonazos.

A la ardilla le quitó la carne. En la Mixtequilla se come. Se le echa sal, pimienta y ajo, y vinagre o limón, se abre el animal de patas y se mete en unas estaquitas para que con el calor se vaya dorando al fuego. La ardilla sabe retesabrosa, sabe a ardilla y es muy buena. Mi papá dejó la ardilla en el puro cuero, la abrió para estirarla al sol, le echó cal y cuando estuvo seca le cosió las patitas, las manitas, con un palo la rellenó y vino y me la dio.

—¿Por qué está dura, papá?

—Por el relleno.

—Pero ¿con qué la rellenaste, con tierra?

—No, con aserrín.

—¿Y qué cosa es aserrín?

—¡Ay, Jesusa, confórmate, juega con ella!

Y ya jugaba con el animal ése; me tapaba mi rebozo y me cargaba mi muñeca aunque mis manos rebotaban de lo dura que la sentía.

Como mi papá no tenía medio de comprarme nada, mis juguetes eran unas piedras, una flecha, una honda para aventar pedradas y canicas que él mismo pulía. Buscaba mi papá una piedra que fuera gruesa, dura, una piedra azul, y con ella redondeaba y limaba otras piedritas porosas y salían las bolitas a puro talle y talle. Los trompos de palo me los sacaba de un árbol que se llama pochote y ese pochote tiene muchas chichitas. Escogía los más grandes para hacerme las pirinolas y nomás les daba yo una vuelta y ya bailaban. Y mientras giraban yo fantaseaba, pensaba no sé qué cosas que ya se me olvidaron o me ponía a cantar. Bueno, cantar cantar, no, pero sí me salían unas como tonaditas para acompañar a las pirinolas.

Como no tenía pensamientos jugaba con la tierra, me gustaba harto tentarla, porque a los cinco años todavía vemos la tierra blanca. Nuestro Señor hizo toda su creación blanca a su imagen y semejanza, y se ha ido ennegreciendo co los años por el uso y la maldad. Por eso los niños chiquitos juegan con la tierra porque la ven muy bonita, blanca, y a medida que crecen el demonio se va apoderando de ellos, de sus pensamientos y les va transformando las cosas, ensuciándolas, cambiándoles el color, encharcándoselas.

Yo era muy hombrada y siempre me gustó jugar a la guerra, a las pedradas, a la rayuela, al trompo, a las canicas, a la lucha, a las patadas, a puras cosas de hombre, puro matar lagartijas a piedrazos, puro reventar iguanas contra las rocas.

Agujerábamos un carrizo largo y con esa cerbatana cazábamos: no me dolía matar a esos animalitos, ¿por qué? Todos nos hemos de morir tarde o temprano. No entiendo cómo era yo de chica. Tampoco dejaba que los pajaritos empollaran sus huevos; iba y les bajaba los nidos y luego vendía huevitos, por fichas de plato, tepalcates de barro rotos, pedacitos de colores que eran los reales y los medios, las cuartillas, las pesetas y los tlacos, porque esas monedas se usaban entonces.

Luego hacía una lumbrada y tatemaba las iguanas chiquitas y ya que tronaban, con un cuchillo les raspaba la cáscara, las abría, les sacaba las tripas, les ponía dizque sal y llamaba yo a los muchachos: “¡A comer! ¡A comer! ¡Éjele! ¡Siéntense muchachos que ahorita les sirvo! ¡Éjele! Pues, ¿cómo se me van a quedar con hambre? ¡No faltaba más! Pa’ luego es tarde…” Ellos ¿pues cómo se iban a comer esa cochinada?

—¡Eso no se vale!

—¡Éjele! ¡Éjele!

—¡Tramposa! ¡Cochina!

—Lero, lero, tendelero…

Y me echaba a correr. Y ellos tras de mí. A nadie le gusta que lo engañen.

Luego que ya me cansaba de jugar con los muchachos me subía a los árboles y los agarraba a piedrazos. Me trepaba a las ramas a hacer averías, nomás a buscar la manera de pelear con todos. Los descalabraba, iban y le avisaban a mi mamá que yo les había quebrado la cabeza, ella me aconsejaba pero yo no estaba sosiega. Era incapaz desde chiquilla. Ahora ya todo acabó, ya no sirvo, ya no tengo el diablo.

Mi mamá no me regañó ni me pegó nunca. Era morena igual a mí, chaparrita, gorda y cuando se murió nunca volví a jugar.

A los ocho días de muerta mi mamá, mi papá se buscó otra mujer; aquella señora era muy tomadora. No me acuerdo cómo se llamaba. Era una mujer como todas las mujeres. Eso sí quién sabe dónde la conoció mi papá, pero la tuvo mucho tiempo. [...]

Mi papá batalló mucho conmigo por ese lado, porque yo decía: “Mi papá tiene la obligación de peinarme, de bañarme, de darme de comer… Tiene la obligación de estarse aquí atendiéndome…”, porque así son los niños, muy exigentes.

Cuando me avisó que una mujer vería por nosotros, le dije:

—Yo no sé, pero a mí no me ventas a engañar que la tienes de criada y luego me sales con que no es tu criada. Así es que dímelo por lo claro, y allí averíguatelas tú.

Se encontró a otra con un muchachito. Según entiendo, porque yo era muy adelantada, esta vieja tenía el cuidado de apartarle la comida a mi papá y yo veía que se raspaba las uñas grandes de los pies, que juntaba un montoncito de ese polvito y se lo regaba al traste de mi papá porque quería volverlo loco.

Así me lo afiguro. Me voy a ir al infierno pero decía yo: “Bueno, pues ¿qué cosa? ¿Por qué a él le hecha los polvos y a nosotros no?” Mientras ella iba a agarrar agua, yo cambiaba el traste de comida. Siempre andaba detrás de mi papá cuidándolo. “Eso es por algo. Algo malo ha de ser. Si es cosa buena ¿por qué no la hace ella toda en la misma olla?” Y la comida que me servía a mí se la daba a mi papá y tiraba la de los polvitos. Yo tenía la ventaja de que maliciaba las cosas. Con ésa sí dormí él en la hamaca.

Cuando ya me explicó que la quería para su mujer, ¡qué más me daba! Pero aquella que era dizque una criada, eso sí que no, no me la corran larga porque no me dejo.

La de las uñas, la que tenía un niño, tampoco era buena con nosotros. Nos agarró inquina. Yo la oía que siempre tenía discusiones con mi papá. Él le decía a ella:

—Cuídala, péinala como si fuera tu hija, pues tú serás la que tendrás que tener mejores ganancias de ella que yo.

—Ta bueno.

Pero ni mi nombre supo. Y fue canción de muchos días hasta que me aburrí y me agarré con ella, porque ya estaba más grandecita y salí muy perra, muy maldita. Ninguno de mi casa fue como yo de peleonero. El caso es que ella duró unos siete u ocho meses, cuando mucho un año. Después mi papá dejó la cantera, porque él solo no se podía establecer en un trabajo y a las doce del día salierse con que:

“Al rato regreso…”, para venirnos a dar de comer… Quería un trabajo donde lo consecuentaran y como no lo encontró, jalamos todos para Salina Cruz.

Leído en http://brendayenerich.escritoresdepinamar.com/hasta-no-verte-jesus-mio-elena-poniatowska/



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