jueves, 2 de mayo de 2013

Una visita más - Lorenzo Meyer

LA RAZÓN ORIGINAL

Las visitas de mandatarios mexicanos al extranjero o de los extranjeros a México se han vuelto asuntos de rutina y con pocos resultados sustantivos. Un ejemplo claro de mucho ruido y pocas nueces fue el "activismo internacional" del presidente Luis Echeverría: al final de sus 12 giras internacionales (36 países), México no quedó más fuerte sino al contrario, se subrayó su debilidad económica: el peso se devaluó, la deuda externa se triplicó y debió pedirse ayuda condicionada al FMI por 1,200 millones de dólares.

Hoy inicia una visita aquí del presidente de Estados Unidos, país que desde 1846-1848 impuso su interés nacional sobre el nuestro y que pronto fue el centro de un subsistema internacional informal en América del Norte, formado por México, Centro América y El Caribe. Tras la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se convirtió en auténtica gran potencia y con predominio en todo el Hemisferio Occidental. La Segunda Guerra Mundial dejó a Estados Unidos como uno de los dos ejes de un sistema bipolar que dominó la dinámica internacional entre 1947 y 1989.




Hoy, y como resultado de la desaparición de la URSS, nuestro vecino del norte es ya la única verdadera superpotencia, aunque rodeada de potencias intermedias y subsistemas regionales que limitan su acción. Como sea, en nuestra región, Estados Unidos sigue siendo un poder donde nadie le hace sombra pero que, a la vez, es la sombra de la que ninguno de los otros países puede librarse y donde la disparidad del poder es el factor sobredeterminante de las relaciones bilaterales y de conjunto.



ASIMETRÍA NO NECESARIAMENTE EQUIVALE A IMPOTENCIA

La gran diferencia de poder en la relación entre el centro y la periferia en la América del Norte no necesariamente implica que el centro siempre impone su agenda. Los actores periféricos no son totalmente impotentes y pueden resistir y negociar si tienen la voluntad de pagar el costo. En Cuba el régimen lleva más de medio siglo de tener la enemistad declarada de Washington y eso le afecta cotidianamente pero no al punto del derrumbe. En menor medida, lo mismo sucede con Venezuela y en algún sentido con Nicaragua.

El nacionalismo defensivo de la Revolución Mexicana generó una energía y una dinámica políticas que por un tiempo dieron a las dirigencias mexicanas la capacidad de una auténtica negociación en sus relaciones bilaterales con las duras administraciones de Washington. Los presidentes mexicanos, unos más que otros, supieron explotar la necesidad norteamericana de tener una frontera sur estable. A partir del entendimiento entre Plutarco Elías Calles y el embajador Dwight Morrow, se logró un acuerdo implícito pero real y efectivo y que puede resumirse de esta manera: Estados Unidos puede tolerar e incluso aceptar que México difiera de las posiciones de Washington en todo aquello que no le resulta vital a la Casa Blanca pero que, en cambio, puede servir a la legitimidad y estabilidad del régimen mexicano. Sin embargo, le presionará para que se pliegue a la línea norteamericana en aquellos asuntos que Washington considere vital para su interés (Mario Ojeda, Alcances y límites de la política exterior de México [El Colegio de México: 1976]).

México jugó bien la carta de la estabilidad durante la expropiación de las empresas petroleras norteamericanas. El gobierno de Lázaro Cárdenas compartió decididamente la animadversión de Roosevelt contra Alemania, Italia y Japón y, a la vez, hizo ver que si se le deses- tabilizaba, se allanaría el camino al poder de la corriente encabezada por Juan Andreu Almazán, que simpatizaba con Franco, Hitler o Mussolini. Algo similar hizo Adolfo López Mateos, al hacer obvio que su política de defensa de la no intervención y de preservar las relaciones diplomáticas con Cuba no buscaba apoyar a Fidel Castro sino neutralizar a la izquierda mexicana y asegurar que Cuba no apoyase a ésta si optaba por la línea guerrillera.

En contraste, el gobierno de Carlos Salinas, tras una elección sin credibilidad y obligado a rehacer sus bases de apoyo, prefirió un cambio radical: transformar el modelo económico, olvidarse de la independencia relativa -esa que conservó Miguel de la Madrid al proponer el Proyecto de Contadora como alternativa al intervencionista de Ronald Reagan en Centroamérica- y buscar la máxima cercanía económica y política con Estados Unidos. La culminación fue el TLCAN y un supuesto ingreso de México al "Primer Mundo".

Lo que siguió a la decisión de Salinas de adherirse al sistema formalizado de la América del Norte fueron variantes del mismo tema y cuyo último capítulo es la Iniciativa Mérida (IM), lanzada en 2007. El resultado de esta "colaboración sin precedentes", pero llena de secretos entre los aparatos de seguridad norteamericanos y mexicanos, no resultó un éxito. La IM metió a México en una espiral de violencia, brutalidad y violaciones de los derechos humanos sin precedentes desde los años de 1930 y a una injerencia militar en asuntos que no eran de su competencia. Y todo para que, al final, lo que se debilitó no fue a las organizaciones de narcotraficantes sino el siempre frágil entramado institucional (Armando Rodríguez Luna, "La Iniciativa Mérida y la guerra contra las drogas", en Raúl Benítez Manaut (ed.), Crimen organizado e iniciativa Mérida en las relaciones México-Estados Unidos [México: CASEDE], pp. 31-68).

La política mexicana -y la del resto del mundo- hacia la producción y consumo de drogas ha sido moldeada por Estados Unidos. Ellos decidieron, a inicio del siglo pasado, qué drogas prohibir y dónde y cómo dar el combate más violento: en el exterior y en los países productores. Se le impuso a México la "Operación Cóndor" (1975-1978) -la militarización de la erradicación de la amapola y la mariguana. Luego, en el salinismo, vino el Convenio entre México y Estados Unidos para la Cooperación en la Lucha contra el Narcotráfico (1989). La IM es parte del último capítulo de una política que ya lleva un siglo.



¿QUÉ HACER?


Persistir en la línea básica de la IM no le conviene a México, ese enfoque ya se malogró. A la larga, los resultados de la política que dio origen a la IM tampoco le convienen a Estados Unidos, pues no han contribuido a fortalecer la raíz de la estabilidad mexicana sino al contrario.

En el Washington Post apareció un artículo (29 de abril) señalando que "México está poniendo fin al amplio acceso que dio a las agencias de seguridad norteamericanas en nombre de la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado". De ser ese el caso, no sería una mala noticia, especialmente en estos tiempos en que en Estados Unidos soplan vientos a favor de la legalización de una de las drogas prohibidas: la mariguana.

Los voceros del gobierno mexicano dicen que Enrique Peña Nieto propondrá a Barack Obama que el eje de la relación bilateral vire hacia lo económico e incluso hacia lo educativo. Esto no gusta a la burocracia antinarcóticos norteamericana (The New York Times, 30 de abril) pero la idea no es mala -sobre todo si no implica acrecentar nuestra ya agobiante dependencia económica. En el largo plazo, educación y empleo son dos de las mejores vías para disminuir las posibilidades del narcotráfico en un país como México.


www.lorenzomeyer.com.mx; agenda_ciudadana@hotmail.com

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