La violencia crónica, según el Banco Mundial, afecta a una cuarta parte de la población global y se ha vuelto una norma de vida entre personas que viven en zonas urbanas o rurales donde priva la ingobernabilidad o hay fragilidad por parte del Estado. Centroamérica, algunas regiones de México y de Colombia, los países del Sub-Sahara, son considerados áreas rojas. Pero en esa clasificación se incluye también a los kurdos que viven bajo los puentes de Oslo, a la tercera parte de los niños de Washington D.C. —que no tienen suficiente comida—, y a los residentes marginados de otras ciudades del mundo que en 2030 constituirán 25% de la población mundial.
La Organización Mundial de la Salud ha planteado que la violencia afecta todos los aspectos de la vida humana. La define como “el uso intencional de la fuerza física o el poder, potencial o real, en contra de uno mismo, otra persona, o en contra de un grupo o comunidad, y que provoca o tiene una posibilidad real de causar daño físico o psicológico, la muerte, el mal desarrollo o la privación”.
En Guatemala, sin embargo, desde donde escribo este artículo, seguimos midiendo la violencia por el índice anual de homicidios, que anda en 34 por cada 100 mil habitantes. Si la cifra es asombrosa, veámosla en relación con las siguientes:
En Guatemala, sin embargo, desde donde escribo este artículo, seguimos midiendo la violencia por el índice anual de homicidios, que anda en 34 por cada 100 mil habitantes. Si la cifra es asombrosa, veámosla en relación con las siguientes:
- 23% de los hombres dice que el castigo físico es necesario para educar;
- 42% de las mujeres casadas o en unión libre han sido maltratadas;
- 45% de las familias no puede cubrir los costos de la canasta básica;
- 40% de las familias vive de remesas, dependiendo de la ausencia de padres, madres y/o hijos para sobrevivir.
- Existe un proyecto de minería de suelo abierto o hidroeléctrico para cada 86 mil habitantes que desplazará y/o de otras maneras transformará la vida y opciones económicas de miles de personas a su alrededor.
Según la politóloga Jenny Pearce, la violencia crónica ocurre en lugares donde “los niveles de muerte violenta son por lo menos el doble del promedio mundial para los países en la misma categoría de ingreso económico; en donde estos niveles se sostienen durante por lo menos cinco años, y en donde actos de violencia ocurren en diversos espacios sociales, como el hogar, el barrio y la escuela, contribuyendo así a su reproducción a través del tiempo”.
La literatura relevante confirma que la violencia crónica afecta todos los aspectos del desarrollo humano, a través de cinco tendencias.
1. La violencia crónica no es causa o efecto de otras dinámicas, sino un fenómeno sistemático que se reproduce por sí mismo. La experiencia del trauma se instala como realidad rutinaria, introduciendo destrucción a nivel físico, social y político; dicha destrucción se autorreplica en el tiempo, a través de la reactivación del trauma.
La literatura relevante confirma que la violencia crónica afecta todos los aspectos del desarrollo humano, a través de cinco tendencias.
1. La violencia crónica no es causa o efecto de otras dinámicas, sino un fenómeno sistemático que se reproduce por sí mismo. La experiencia del trauma se instala como realidad rutinaria, introduciendo destrucción a nivel físico, social y político; dicha destrucción se autorreplica en el tiempo, a través de la reactivación del trauma.
Un estudio sobre trauma rutinario infantil realizado en los Centers for Disease Control del gobierno estadunidense, y basado en una población de clase media de bajo riesgo en California, confirma que 45% de las personas estudiadas experimentó traumas durante la infancia, los cuales les provocaron padecimientos de salud física y mental, además de trastornos de comportamiento durante toda la vida.
Estos efectos aumentan proporcionalmente en relación con la cantidad de traumas vividos. No hay que hacer un gran esfuerzo para proyectar los efectos de largo aliento de una traumatización crónica en una población como la guatemalteca.
Esta tendencia autorreproductiva suele activarse a través de dinámicas estructurales que difícilmente cambiarán pronto. Una combinación tóxica que la motiva es la “nueva pobreza”: el incremento de urbanización y alfabetización al lado de una creciente informalidad laboral; los efectos de las políticas de desarrollo neoliberal, en un contexto de cambio climático, destrucción ambiental y conflictos cada vez más acentuados por los recursos naturales y las tierras de la región; el papel cada vez más reducido del Estado, tanto por la democratización como por los procesos globalizadores —desde la desregulación del mercado hasta la migración internacional— , que ha abierto, en cierto modo, las puertas a las fuerzas ilícitas y el crimen organizado; y el discurso extremadamente alarmista de los medios de comunicación, que provoca aún mayor polarización entre víctimas y victimarios de la violencia.
2. La violencia crónica destruye la posibilidad de los padres de familia para desarrollar y sostener el vínculo primario con sus bebés, lo que constituye la base fundamental de todo desarrollo posterior. El estrés constante, vivido en condiciones de miedo crónico, destruye, según estudios recientes, la capacidad neurológica que permite a los padres mantener empatía por sus hijos, y hace que los vean de manera deshumanizada, al grado que motivan y naturalizan actos de violencia hacia ellos.
3. La experiencia de violencia crónica trastorna de manera consistente y predecible el desarrollo social, provocando fenómenos destructivos como son el silencio, la desconfianza y el aislamiento, los cuales suelen venir acompañados de una tendencia a apaciguar los miedos a través de la xenofobia y la búsqueda de chivos expiatorios.
La “muerte social”, concebida por el antropólogo Henrik Vigh, describe lo que ocurre a los jóvenes de Guinea Bissau cuando llegan a la edad de independizarse y buscar pareja, pero por razones económicas y estructurales no pueden hacerlo: allí como aquí, la alternativa es la migración, el comercio ilícito, la búsqueda perversa de respeto —expresada a gritos, con violencia, tanto en la cultura popular mexicana como en la centroamericana.
En esas condiciones, las tácticas para sobrevivir obstaculizan el pensamiento reflexivo. Las prácticas exclusivistas —religiosas, étnicas, sociales— se vuelven cada vez más comunes: buscar refugio en el prójimo en tanto se desconfía de los “otros”. Finalmente, la violencia crónica provoca en los que la vivimos una confusión encarnada y naturalizada entre lo moral y lo inmoral, lo bueno y lo malo, lo legítimo y lo ilegítimo —síntomas de la “zona gris” que Primo Levi reconoció como característica de la experiencia de represión en el campamento de Auschwitz.
4. La violencia crónica destruye las prácticas ciudadanas y las perspectivas para la democracia. Provoca cada vez más abandono y degradación de los espacios públicos. La ausencia de un Estado efectivo estimula, además, un mayor apoyo a la justicia directa e informal, como por ejemplo, el linchamiento o el homicidio; hace crecer la oposición al debido proceso y a los derechos humanos, por el asombro asentado en poblaciones que miran a los “criminales” como protegidos por leyes que no las protegen de nada a ellas mismas; hace surgir la percepción del Estado democrático —débil, y a veces, por esta razón, más autoritario— como enemigo. Pero ya no ocurre necesariamente por las razones ideológicas de los viejos tiempos, sino porque la llamada democracia no produce los resultados prometidos.
La creciente dependencia en la gobernanza paraestatal es bien conocida, sobre todo la establecida por los narcotraficantes en las zonas que se hallan bajo su control. Pero también es resultado del trabajo de las ONG nacionales e internacionales, que desde hace décadas viene reemplazando y sustituyendo ciertas funciones del Estado mismo. Al margen de la diferencia de intenciones entre unos y otros grupos, esto contribuye al debilitamiento de la confianza pública en Estados como los nuestros, que viven procesos largos, y crónicamente incompletos, de democratización.
Un efecto poco percibido en estas vivencias es la creciente autoconcepción del “ciudadano” como “víctima”. Y esto surge hoy cuando se requiere de un despliegue cada vez más fuerte de responsabilidad humana y social para contrarrestar dinámicas destructivas como las aquí descritas, y detener la normalización de la insuficiencia estatal en algunas regiones y países. La ideología, asumida hoy en casi todo el mundo como un valor no cuestionable, estimula también esta tendencia. Cuestionarla, sin embargo, es imprescindible, ya que la responsabilidad humana prefigura el establecimiento de cualquier derecho, siendo la primera una condición sine qua nonpara el surgimiento del segundo.
5. Queda claro que la violencia crónica constituye hoy una normalidad perversa que va a acompañarnos mucho tiempo. Este estado de excepción, como lo apunta Agamben, es de hecho la nueva normalidad para los residentes de las fronteras entre Estados Unidos, México y Guatemala, para los finqueros centroamericanos que en una crisis de largo plazo se dejan sobornar por los traficantes que necesitan un lugar donde aterrizar sus mercancías, para los aldeanos de comunidades rurales en las costas centroamericanas que viven del narcotráfico o el tráfico humano o de ambos —ni hablar de los emigrantes musulmanes en Londres o los desplazados por las múltiples guerras y violencia-en-tiempos-de-paz alrededor del mundo.
Estos efectos aumentan proporcionalmente en relación con la cantidad de traumas vividos. No hay que hacer un gran esfuerzo para proyectar los efectos de largo aliento de una traumatización crónica en una población como la guatemalteca.
Esta tendencia autorreproductiva suele activarse a través de dinámicas estructurales que difícilmente cambiarán pronto. Una combinación tóxica que la motiva es la “nueva pobreza”: el incremento de urbanización y alfabetización al lado de una creciente informalidad laboral; los efectos de las políticas de desarrollo neoliberal, en un contexto de cambio climático, destrucción ambiental y conflictos cada vez más acentuados por los recursos naturales y las tierras de la región; el papel cada vez más reducido del Estado, tanto por la democratización como por los procesos globalizadores —desde la desregulación del mercado hasta la migración internacional— , que ha abierto, en cierto modo, las puertas a las fuerzas ilícitas y el crimen organizado; y el discurso extremadamente alarmista de los medios de comunicación, que provoca aún mayor polarización entre víctimas y victimarios de la violencia.
2. La violencia crónica destruye la posibilidad de los padres de familia para desarrollar y sostener el vínculo primario con sus bebés, lo que constituye la base fundamental de todo desarrollo posterior. El estrés constante, vivido en condiciones de miedo crónico, destruye, según estudios recientes, la capacidad neurológica que permite a los padres mantener empatía por sus hijos, y hace que los vean de manera deshumanizada, al grado que motivan y naturalizan actos de violencia hacia ellos.
3. La experiencia de violencia crónica trastorna de manera consistente y predecible el desarrollo social, provocando fenómenos destructivos como son el silencio, la desconfianza y el aislamiento, los cuales suelen venir acompañados de una tendencia a apaciguar los miedos a través de la xenofobia y la búsqueda de chivos expiatorios.
La “muerte social”, concebida por el antropólogo Henrik Vigh, describe lo que ocurre a los jóvenes de Guinea Bissau cuando llegan a la edad de independizarse y buscar pareja, pero por razones económicas y estructurales no pueden hacerlo: allí como aquí, la alternativa es la migración, el comercio ilícito, la búsqueda perversa de respeto —expresada a gritos, con violencia, tanto en la cultura popular mexicana como en la centroamericana.
En esas condiciones, las tácticas para sobrevivir obstaculizan el pensamiento reflexivo. Las prácticas exclusivistas —religiosas, étnicas, sociales— se vuelven cada vez más comunes: buscar refugio en el prójimo en tanto se desconfía de los “otros”. Finalmente, la violencia crónica provoca en los que la vivimos una confusión encarnada y naturalizada entre lo moral y lo inmoral, lo bueno y lo malo, lo legítimo y lo ilegítimo —síntomas de la “zona gris” que Primo Levi reconoció como característica de la experiencia de represión en el campamento de Auschwitz.
4. La violencia crónica destruye las prácticas ciudadanas y las perspectivas para la democracia. Provoca cada vez más abandono y degradación de los espacios públicos. La ausencia de un Estado efectivo estimula, además, un mayor apoyo a la justicia directa e informal, como por ejemplo, el linchamiento o el homicidio; hace crecer la oposición al debido proceso y a los derechos humanos, por el asombro asentado en poblaciones que miran a los “criminales” como protegidos por leyes que no las protegen de nada a ellas mismas; hace surgir la percepción del Estado democrático —débil, y a veces, por esta razón, más autoritario— como enemigo. Pero ya no ocurre necesariamente por las razones ideológicas de los viejos tiempos, sino porque la llamada democracia no produce los resultados prometidos.
La creciente dependencia en la gobernanza paraestatal es bien conocida, sobre todo la establecida por los narcotraficantes en las zonas que se hallan bajo su control. Pero también es resultado del trabajo de las ONG nacionales e internacionales, que desde hace décadas viene reemplazando y sustituyendo ciertas funciones del Estado mismo. Al margen de la diferencia de intenciones entre unos y otros grupos, esto contribuye al debilitamiento de la confianza pública en Estados como los nuestros, que viven procesos largos, y crónicamente incompletos, de democratización.
Un efecto poco percibido en estas vivencias es la creciente autoconcepción del “ciudadano” como “víctima”. Y esto surge hoy cuando se requiere de un despliegue cada vez más fuerte de responsabilidad humana y social para contrarrestar dinámicas destructivas como las aquí descritas, y detener la normalización de la insuficiencia estatal en algunas regiones y países. La ideología, asumida hoy en casi todo el mundo como un valor no cuestionable, estimula también esta tendencia. Cuestionarla, sin embargo, es imprescindible, ya que la responsabilidad humana prefigura el establecimiento de cualquier derecho, siendo la primera una condición sine qua nonpara el surgimiento del segundo.
5. Queda claro que la violencia crónica constituye hoy una normalidad perversa que va a acompañarnos mucho tiempo. Este estado de excepción, como lo apunta Agamben, es de hecho la nueva normalidad para los residentes de las fronteras entre Estados Unidos, México y Guatemala, para los finqueros centroamericanos que en una crisis de largo plazo se dejan sobornar por los traficantes que necesitan un lugar donde aterrizar sus mercancías, para los aldeanos de comunidades rurales en las costas centroamericanas que viven del narcotráfico o el tráfico humano o de ambos —ni hablar de los emigrantes musulmanes en Londres o los desplazados por las múltiples guerras y violencia-en-tiempos-de-paz alrededor del mundo.
¿Cómo abordar este dilema?
Forjemos primero una comprensión compartida de lo que queremos decir con “la violencia” —lo cual suele decir todo y nada a la vez—. La definición de la OMS visualiza, nos parece, esta dinámica compleja e integral. Luego, dejemos atrás la noción de que la meta primordial es la “prevención” de la violencia y la promoción de la seguridad. Este enfoque negativo, como bien lo ha documentado Eduardo Guerrero en nexos al analizar la guerra contra el narcotráfico, puede provocar más violencia, con el afán de pararla a todo costo.
A nuestro parecer, la tarea fundamental consiste en apoyar a los grupos afectados para que (1) prosperen como seres humanos, actores sociales y ciudadanos; (2) comprendan cada vez mejor sus condiciones y necesidades, o sea, hagan conciencia reflexiva; y (3) diversifiquen, densifiquen y expandan sus relaciones, prácticas, estructuras y culturas sociales y políticas. Esto último para superar nuestra tendencia a encerrarnos con los prójimos ante el miedo, y convertir a los “ajenos” en nuestro enemigo.
Una vez establecido este enfoque, en Guatemala la Fundación Myrna Mack ha forjado “una concertación de observatorios”. Esos espacios permiten visualizar la problemática desde una perspectiva tridimensional. La idea es construir un centro de reunión e intercambio de información, de aprendizaje y análisis científico, social y político, acerca de la temática en el cual interactuarán progresivamente actores clave, gubernamentales, científicos y sociales, nacionales e internacionales.
Dichos espacios permiten, aunque sea de manera inicial, identificar y perseguir una serie de preguntas clave. ¿Cómo se vinculan la violencia intrafamiliar y el trauma cotidiano con los costos cada vez más altos de la salud pública? ¿Cómo se relacionan éstos con la violencia criminal? Y, conociendo el caso mexicano, ¿cuál podría ser el impacto de la guerra al narcotráfico y la cero tolerancia en los índices de violencia? Investigaciones como las de INCIDE Social en México nos motivan a entender mejor los múltiples factores que afectan la capacidad de las familias de criar a sus hijos y también las relaciones entre parejas —desde patrones de bienes raíces y urbanización, hasta nuevas modalidades laborales que están transformando el juego de poder entre mujeres y hombres—. Al identificar y conectar cada vez mejor puntos como éstos, comenzamos a distinguir las dimensiones reales de estas violencias.
Esto nos lleva a revisar y precisar mejor quiénes y cuáles procesos deben ser objetos de acción. Más que los jóvenes criminales y/o criminalizados, el marco conceptual de la violencia crónica sugiere que lo primordial es fortalecer las condiciones mínimas para que las familias puedan criar a sus hijos adecuadamente. En vez de enfocar en un grupo u otro —jóvenes, mujeres, narcotraficantes, etcétera— se requiere un enfoque relacional, y en el caso de las familias, multigeneracional. Nuestro estudio confirma que la mitad de los programas enfocados en la violencia en Centroamérica, por ejemplo, abordan a los jóvenes como actores solitarios, fuera del contexto de familias y entornos íntimos. ¿Qué cosecha podemos esperar de tales enfoques si se trabaja sin un mínimo reconocimiento de estas relaciones primarias?
Por otro lado, investiguemos ya el papel del trauma y, aún más, el trauma crónico y sus abordajes posibles. Según los estudios más recientes del cerebro, el trauma reside en el cerebro reptiliano y no es accesible directamente al conocimiento cognitivo. Por ende, las estrategias expresivas enraizadas en procesos precognitivos —por ejemplo, el arte, teatro, movimiento y música— son las más aptas para procesar estas experiencias.
Vale también preguntar ¿por qué nos seguimos enfocando más en la gente pobre que en la de clase alta o media, si estos últimos juegan papeles aún más centrales en la reproducción de la violencia, por su mayor poder y capacidad de acción? ¿Por qué tan poca atención en los efectos de la violencia en la gente de la tercera edad, si parecen tan vulnerables como los niños y los jóvenes?
¿Qué cosechamos con la noción —ya firmemente asumida por casi todos y todas— de que las mujeres somos las víctimas y los hombres los verdugos, si clarísimo está también que nosotras jugamos un papel tan importante como los hombres en la violencia experimentada por nuestros hijos? Las expresiones extremas de masculinidad asociadas con la violencia crónica de nuevo apuntan a la tarea —siempre pendiente— de trabajar ambos lados del asunto de género.
Finalmente, como ya se señaló, urge revisar el papel complejo y perverso de los medios masivos de comunicación con una mirada fina que mantenga el ojo puesto en el papel clave de éstos en la investigación y divulgación de las problemáticas de la violencia misma.
Estas pautas desafiantes serán más manejables sólo cuando se piense en la alternativa de buscar un marco sensato y deliberado para abordar la problemática. En Guatemala —reconociendo el fracaso rotundo tanto del gobierno como de las ONG en abordarla y el sufrimiento humano acumulativo que ha resultado como consecuencia— nos parece que el construir un esfuerzo nacional de pensada y conjunta planificación de políticas públicas y acción social, puede aportar nuevas maneras de abordar la violencia crónica que azota el país. Este proceso de aprendizaje y experimentación puede además aportar nuevas luces para quienes, en otros países y regiones, enfrentan el mismo desafío. n
Forjemos primero una comprensión compartida de lo que queremos decir con “la violencia” —lo cual suele decir todo y nada a la vez—. La definición de la OMS visualiza, nos parece, esta dinámica compleja e integral. Luego, dejemos atrás la noción de que la meta primordial es la “prevención” de la violencia y la promoción de la seguridad. Este enfoque negativo, como bien lo ha documentado Eduardo Guerrero en nexos al analizar la guerra contra el narcotráfico, puede provocar más violencia, con el afán de pararla a todo costo.
A nuestro parecer, la tarea fundamental consiste en apoyar a los grupos afectados para que (1) prosperen como seres humanos, actores sociales y ciudadanos; (2) comprendan cada vez mejor sus condiciones y necesidades, o sea, hagan conciencia reflexiva; y (3) diversifiquen, densifiquen y expandan sus relaciones, prácticas, estructuras y culturas sociales y políticas. Esto último para superar nuestra tendencia a encerrarnos con los prójimos ante el miedo, y convertir a los “ajenos” en nuestro enemigo.
Una vez establecido este enfoque, en Guatemala la Fundación Myrna Mack ha forjado “una concertación de observatorios”. Esos espacios permiten visualizar la problemática desde una perspectiva tridimensional. La idea es construir un centro de reunión e intercambio de información, de aprendizaje y análisis científico, social y político, acerca de la temática en el cual interactuarán progresivamente actores clave, gubernamentales, científicos y sociales, nacionales e internacionales.
Dichos espacios permiten, aunque sea de manera inicial, identificar y perseguir una serie de preguntas clave. ¿Cómo se vinculan la violencia intrafamiliar y el trauma cotidiano con los costos cada vez más altos de la salud pública? ¿Cómo se relacionan éstos con la violencia criminal? Y, conociendo el caso mexicano, ¿cuál podría ser el impacto de la guerra al narcotráfico y la cero tolerancia en los índices de violencia? Investigaciones como las de INCIDE Social en México nos motivan a entender mejor los múltiples factores que afectan la capacidad de las familias de criar a sus hijos y también las relaciones entre parejas —desde patrones de bienes raíces y urbanización, hasta nuevas modalidades laborales que están transformando el juego de poder entre mujeres y hombres—. Al identificar y conectar cada vez mejor puntos como éstos, comenzamos a distinguir las dimensiones reales de estas violencias.
Esto nos lleva a revisar y precisar mejor quiénes y cuáles procesos deben ser objetos de acción. Más que los jóvenes criminales y/o criminalizados, el marco conceptual de la violencia crónica sugiere que lo primordial es fortalecer las condiciones mínimas para que las familias puedan criar a sus hijos adecuadamente. En vez de enfocar en un grupo u otro —jóvenes, mujeres, narcotraficantes, etcétera— se requiere un enfoque relacional, y en el caso de las familias, multigeneracional. Nuestro estudio confirma que la mitad de los programas enfocados en la violencia en Centroamérica, por ejemplo, abordan a los jóvenes como actores solitarios, fuera del contexto de familias y entornos íntimos. ¿Qué cosecha podemos esperar de tales enfoques si se trabaja sin un mínimo reconocimiento de estas relaciones primarias?
Por otro lado, investiguemos ya el papel del trauma y, aún más, el trauma crónico y sus abordajes posibles. Según los estudios más recientes del cerebro, el trauma reside en el cerebro reptiliano y no es accesible directamente al conocimiento cognitivo. Por ende, las estrategias expresivas enraizadas en procesos precognitivos —por ejemplo, el arte, teatro, movimiento y música— son las más aptas para procesar estas experiencias.
Vale también preguntar ¿por qué nos seguimos enfocando más en la gente pobre que en la de clase alta o media, si estos últimos juegan papeles aún más centrales en la reproducción de la violencia, por su mayor poder y capacidad de acción? ¿Por qué tan poca atención en los efectos de la violencia en la gente de la tercera edad, si parecen tan vulnerables como los niños y los jóvenes?
¿Qué cosechamos con la noción —ya firmemente asumida por casi todos y todas— de que las mujeres somos las víctimas y los hombres los verdugos, si clarísimo está también que nosotras jugamos un papel tan importante como los hombres en la violencia experimentada por nuestros hijos? Las expresiones extremas de masculinidad asociadas con la violencia crónica de nuevo apuntan a la tarea —siempre pendiente— de trabajar ambos lados del asunto de género.
Finalmente, como ya se señaló, urge revisar el papel complejo y perverso de los medios masivos de comunicación con una mirada fina que mantenga el ojo puesto en el papel clave de éstos en la investigación y divulgación de las problemáticas de la violencia misma.
Estas pautas desafiantes serán más manejables sólo cuando se piense en la alternativa de buscar un marco sensato y deliberado para abordar la problemática. En Guatemala —reconociendo el fracaso rotundo tanto del gobierno como de las ONG en abordarla y el sufrimiento humano acumulativo que ha resultado como consecuencia— nos parece que el construir un esfuerzo nacional de pensada y conjunta planificación de políticas públicas y acción social, puede aportar nuevas maneras de abordar la violencia crónica que azota el país. Este proceso de aprendizaje y experimentación puede además aportar nuevas luces para quienes, en otros países y regiones, enfrentan el mismo desafío. n
Tani Marilena Adams. Antropóloga. Estudia y colabora con diversas instituciones internacionales y nacionales en la temática de violencia crónica.
Fuente: Revista Nexos.
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