domingo, 30 de junio de 2013

Raymundo Riva Palacio - El regreso de Marcelo



Alguna vez, al observar la gestión de Marcelo Ebrard como jefe de gobierno del Distrito Federal, el ex presidente Carlos Salinas, comentó: “Es muy inteligente, pero siempre necesita alguien que le diga qué hacer”. Salinas sabía de lo que hablaba. Había conocido a Ebrard casi desde que al salir de El Colegio de México, fue a trabajar con su profesor Manuel Camacho Solís, quien se convertiría en su único tutor y quien siempre le dijo, en efecto, qué hacer.


Ebrard, un hombre inteligente y sofisticado, sobresalió en un grupo de posgrado donde se encontraban Patricia Espinosa, que fue canciller en el gobierno de Felipe Calderón, y Enrique Berruga, embajador en Naciones Unidas en el gobierno de Vicente Fox. Cuando Camacho, que tenía con Salinas y otro de sus compañeros del grupo de élite en la Facultad de Economía, Emilio Lozoya –padre del actual director de Pemex-, un plan para alcanzar la Presidencia, invitó a sus alumnos a integrarse a la administración, la pidieron que Ebrard no estuviera con ellos. “Siempre fue muy creído e insoportable”, recuerda una de sus compañeras.






Por actitud y gesto –nunca pudieron sus asesores en el gobierno capitalino cambiar su mirada de reojo y la ceja levantada- les era muy difícil interactuar con él. Camacho lo tomó de la mano y lo encumbró. Sus compañeros de generación los dejaron caminar solos. La suerte de Ebrard nunca estuvo separada de la de Camacho, hasta que dejó el gobierno del Distrito Federal, en cuyo epílogo, al tratar de independizarse existencialmente de su tutor, terminó en el fondo del barranco.


Durante su administración en la ciudad de México, Ebrard tuvo en Camacho a su principal asesor político, en las sombras, pero marcando la línea en los puntos delicados. Camacho ya sabía que la aspiración presidencial que alguna vez tuvo –su rabieta porque su hermano Salinas escogió a su hijo Luis Donaldo Colosio como su sucesor, en la más pura lógica de las monarquías, forma parte de la sociología política mexicana-, jamás se podría concretar. Pero en Ebrard, gobernante en el cargo político de mayor envergadura en el país después de la Presidencia, se imaginó un nuevo proyecto: la candidatura a la Presidencia en 2011; Los Pinos en 2012. El problema es que su alumno más avanzado, le falló.


En el tramo final de la primera parte del proyecto transexenal, Ebrard se distrajo. Dejó en manos de terceros sin experiencia la negociación con el equipo de su rival por la candidatura, Andrés Manuel López Obrador, y como se dice coloquialmente, los chamaquearon. Habían acordado tener tres casas encuestadoras para decidir cuantitativa y cualitativamente quién era el más aceptado por la sociedad para encabezar la fórmula de izquierda, pero los negociadores de López Obrador los acotaron a dos sin una tercera, que vigilaría y supervisaría a las dos restantes. Mientras eso se cocinaba, Ebrard se subió al tapete de la frivolidad.


Vio en el gobernador del estado de México Enrique Peña Nieto, el modelo para construir su candidatura presidencial, pero equivocó sus tiempos. La historia de éxito de Peña Nieto se había armado durante años, sin contar que el gobernador, en sí mismo, tenía el carisma del que carecía Ebrard. En lugar de dedicarle tiempo y espacio a la prensa política en esas semanas fundamentales para el futuro, regaló 16 horas de tiempo estratégico a las revistas del corazón para contarles con detalle cómo se enamoró y conquistó a la ex embajadora hondureña, Rosalinda Bueso, y los preparativos de su boda. Cuando la negociación sobre el método de selección de candidato estaba en la fase final, Ebrard se fue de luna de miel extraoficial a Kuwait. Al regresar de Asia, había perdido la nominación antes de que se pusiera en juego.


En el otoño de 2011 tuvo la siguiente oportunidad para demostrar que Salinas estaba equivocado y qué podía hacer las cosas importantes sin que se las dictaran. Sin embargo, volvió a fracasar. Cuando se terminaron las encuestas para seleccionar candidato, Ebrard revisó a solas con López Obrador los resultados. Cuantitativamente López Obrador le ganaba por poco margen, que era compensado por los resultados cualitativos que beneficiaban a Ebrard. ¿Quién podría ser mejor candidato? ¿Quién tuviera más apoyo o los menos negativos? Los apoyos se ganan con trabajo político y operación electoral. Los negativos cuestan más quitar que ganar positivos. Ebrard tenía en sus manos la candidatura, pero López Obrador levantó la voz, manoteó sobre la mesa y le dijo que no aceptaría no ser el candidato.


El jefe de gobierno, en la lógica de no provocar una ruptura en la izquierda, se achicó, cedió, y aunque salió con una cara de enojo al lado de López Obrador cuando anunciaron los resultados de las encuestas a la prensa, se tragó sus sapos. La caída comenzó a ser vertical. Obligó a su delfín en el Distrito Federal, Mario Delgado, a retirarse de la contienda para dejársela a la líder de la Asamblea de Representantes, Alejandra Barrales, quien estaba mejor posicionada en las encuestas. Le dijo a finales de diciembre que ella sería la candidata de la izquierda y le propuso a Camacho como su coordinador de campaña. Ella lo rechazo. Al comenzar enero, Ebrard inyectó recursos y montó una operación electoral en contra de Barrales para impulsar al procurador Miguel Ángel Mancera.


Al comenzar el proceso de selección de candidato en el Distrito Federal, Delgado se sentía traicionado. Barrales también. Mancera, que entró en la contienda al final, no era el candidato de Ebrard, pero durante dos años, de acuerdo con los estudios de imagen de la empresa Eficiencia Informativa, siempre fue el mejor calificado de todo el gabinete. Lo que no tenía su jefe lo tenía él: carisma, y Ebrard pensó que, a diferencia de Barrales, a él podría manipularlo. Pero cuando quiso entrometerse en la campaña y en sus decisiones, Mancera tomó distancia. Ebrard quiso nombrarle a la mitad del gabinete, y Mancera lo neutralizó. Ebrard calculó muy mal, y lo traicionó su soberbia. No sería candidato al Senado ni coordinador de la campaña de López Obrador, que había sido el ofrecimiento al perder la candidatura, porque, parafraseando a Luis XIV, la izquierda era él.


Ebrard salió del gobierno en medio de violencia en las calles de la capital y acusaciones por corrupción en su sexenio. Se fue al desierto, como López Obrador dos veces en su carrera, esperando imitarlo y regresar con fuerza. Pero López Obrador sólo hay uno, que puede irse a la nada y regresar con fuerza. Ebrard debe haberlo sentido esta semana cuando quiso arrebatarle a la izquierda el debate y su propuesta para la reforma energética. Lo invitaron a un cónclave para anunciar el plan de acción sólo después de que se quejó en la prensa que lo habían marginado. Pero cuando quiso arrebatarles el momento, como López Obrador antes, le dieron un par de manotazos, se rieron de él a puertas cerradas y lo dejaron solo. Cuando declaró a la prensa que no estaba aislado sino que representaba a “millones de mexicanos”, sus viejos camaradas ni lo voltearon a ver. Tampoco la sociedad, ni el gobierno o los otros partidos políticos. Marcelo Ebrard ya fue y no se ve todavía cómo pueda regresar.


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