domingo, 28 de julio de 2013

Giovanni Papini - El camino de los Dioses

Giovanni Papini
1881 - 1956

El camino de los Dioses

New Parthenon, 26 octubre

Se puede negar la existencia de los dioses, pero no se puede negar la existencia de las religiones. Si son tantas y han conseguido sobrevivir durante tantos siglos, quiere decir que responden a una necesidad profunda del alma humana.

Aun en los países más inteligentes y civiles, la mayor parte de la población pertenece a una Iglesia: es necesario, pues, que también yo elija una.

Pero la elección es terriblemente difícil. Yo vivo, de ordinario, en países cristianos y mi religión debería ser el Cristianismo. Pero confieso que el Cristianismo, por lo poco que conozco, me espanta. Estoy dispuesto a reconocer que es la más perfecta y la más sublime de las religiones, pero sin embargo, contradice y condena todos mis instintos más hondos Yo detesto a los hombres, y el Cristianismo me impone amarlos; soporto a duras penas a los amigos, y el Cristianismo me obliga a abrazar a los enemigos; soy uno de los hombres más ricos de la Tierra, y el Cristianismo enseña el desprecio y la renuncia a las riquezas; siento inclinación a gozar de la crueldad, y el Cristianismo me impone la dulzura y me invita a llorar el martirio de un Ajusticiado.



Debo, pues, con gran sentimiento, renunciar a hacerme cristiano. Sería, de lo contrario, un cristiano rebelde e hipócrita. El Cristianismo es demasiado alto para un ser de mi especie.

Por fortuna no faltan otras religiones que tal vez concuerden mejor con mi naturaleza. Pero no es fácil elegir una, antes de conocerla prácticamente. Y por esto decidí, hace tiempo, recurrir al método experimental.

En un claro apartado de mi inmenso parque he creado, para mi uso personal, una Avenida de los Dioses, esto es, dos filas de templos de las mayores religiones del mundo, atendidos por sacerdotes auténticos traídos del país de origen.

Hay en primer lugar un templo hindú, dividido en tres partes -atrio, santuario y celda- según las mejores reglas. La divinidad elegida por mí -la diosa Kali y Siva el destructor- es servida por un verdadero brahmán, asistido por un puróhita o capellán, y por un grupo de bailarinas sagradas (bayaderas). Allí se celebran los cinco sacrificios diarios (sandhya) y, de cuando en cuando, las fiestas de la diosa Kali, en honor de la cual es degollada una cabra.

A pocos pasos se eleva el templo budista, dispuesto según el rito chino. Es una gran habitación vigilada a la entrada por monstruos. En el fondo hay una estatua de Maitreya, futura encarnación del Buda, y en el centro la de Sakyamuni, es decir. del Buda histórico, entre sus discípulos preferidos: Ananda y Kasyapa. Dos monjes venidos del Ce-Kiang, vestidos de amarillo, atienden el culto, que, por otra parte, es sencillísimo.

Enfrente hay un templo de Zeus, en mármol, de estilo dórico. La religión pagana, verdaderamente, está muerta, pero tuve la fortuna de encontrar, en el sur de Francia, un rezagado discípulo de aquel Gabriel Auclerc que, bajo el nombre de Quintus Nantius, quiso resucitar el antiguo paganismo en el tiempo de la Revolución francesa. Es un viejo con una florida barba, muy estudioso y admirador de Juliano el Apóstata, y ha reconstituido, como mejor pudo, las tradiciones de los sacerdotes flaminios. De cuando en cuando me pide que le conceda una vaca o un toro para los sacrificios, y se contenta en vez de un verdadero victimario, con uno de mis cow-boys.

Al lado se halla el templo sintoísta (miya), cuadrado, según la tradición japonesa, y construido con maderas sagradas. En el interior hay únicamente el espejo de plata, símbolo del Sol, y el famoso shintai, piedra redonda en la cual debe transferirse el mitama, es decir, el alma de Dios. Dos Kannushi se hallan afectados al templo, pero no pueden realizar, casi nunca, las procesiones del shintai por falta de fieles.

He querido que no faltase tampoco un templo zarathustriano. Es el más sencillo de todos: un recinto de piedra donde el sacerdote parsi -que me procuré en Bombay- mantiene siempre el fuego sagrado, tirando a él cinco veces al día madera de sándalo. Cuando el parsi ha hecho las plegarias, toma un poco de aquella ceniza y se la lleva a la frente, y nada más.

Al otro lado hay una minúscula mezquita musulmana del más puro estilo árabe del siglo x, con el mihrab de cara a La Meca. Un imán y un muezín, procedentes de Marruecos, repiten cada día las obligadas plegarias.

Y, finalmente, hay una minúscula sinagoga, imitación en pequeño de la de Amsterdam, donde un rabino rumano, pero de la tribu de Leví, provee en compañía de un hazzan de origen ucraniano, a las ceremonias indispensables.

Hay, por ahora, siete templos, pero no desespero de aumentarlos próximamente. Tanto más cuanto que no he conseguido hasta ahora hacer mi elección. Voy a menudo, cuando resido aquí, a la Avenida de los Dioses; asisto, el mismo día, a una y otra ceremonia y sostengo un poco de conversación. bien con el monje budista, que sabe inglés, bien con el rabino, bien con el francés sacerdote de Júpiter Máximo, o con el imán musulmán. Ninguna de estas religiones presenta aspectos que me atraigan, y descubro, en cambio, preceptos y dogmas poco adecuados para mí.

Un teósofo me ha aconsejado que reúna todas las imágenes de los dioses, incluso la de aquellos que ya no son adorados, en un gran templo único, y que llame a un ministro de la Iglesia Unitaria -o mejor de la Teosófica- para el ceremonial del culto colectivo. La propuesta no me desagrada -incluso porque representaría una importante reducción en los gastos-, pero por ahora prefiero tener separadas las varias religiones.

Intenté. hace dos meses, una empresa bastante atrevida: reunir en torno mío un pequeño concilio de dioses en carne y hueso. He sabido que viven, esparcidos por el mundo, algunos hombres que son venerados como verdaderas y propias encarnaciones divinas, y encargué a un amigo teósofo que invitase a algunos. Pero la cosa no ha salido como quería. El Dalai Lama de Lassa -que es el más célebre de esos dioses vivientes- no quiso ni siquiera recibir a mi emisario y comunicó su desdeñosa negativa por mediación de un simple lama rojo. ¡Y pensar que le ofrecía, por permanecer aquí una semana, una compensación enorme! El Buda viviente de Urga, en la Mongolia, se dejó traer hasta aquí, junto con el célebre Kristnamurit -encarnación divina que vive habitualmente en Adyar-, pero dos solos no me bastaban. Mi encargado consiguió descubrir, en un suburbio de París, el sucesor de aquel Guillermo Mondo, muerto en 1896, que se proclamó encarnación del Espíritu Santo a fines de 1836. También este menudito francés, que se hace llamar Guillermo III, pretende ser un verdadero dios. A estos tres añadí un ruso de Saratov, miembro de la secta de los Bojki (pequeños dioses), que afirma resueltamente ser una encarnación terrestre del Dios Padre, y un pequeño siciliano, sordo, que es considerado por sus discípulos como la manifestación definitiva del Espíritu Santo. Pero la conversación de estos cinco dioses no me ha sido de ningún provecho. El Buda viviente es un viejo alcohólico que sabe repetir únicamente, entre una y otra borrachera, la célebre fórmula tibetana: Om mani padme, Hum! Kristnamurit se ha contentado con exponer, en tono hierático y en un mal inglés, algunas teorías confusas que se encuentran ya en los libros de Mrs. Blavatsky; el mujik se niega a hablar hasta que haya llegado no sé qué paloma divina; el siciliano se limita a recitar algunas de sus extravagantes poesías; y en cuanto al francés, no hace más que soltar los lugares comunes de las sectas protestantes que esperan la venida del Paráclito. Después de una semana de perder el tiempo y de aburrirme decidí expedir a los cinco dioses vivientes a sus países.

Y de este modo, aunque no haya ahorrado ni los dólares ni la paciencia, no tengo todavía una religión a mi modo, y no me atrevo a decir, hasta hoy, cuál sea la divinidad que más me conviene. ¿Si volviese un día u otro a la religión de mi madre, a la maorí? ¿No podrían ser Atua y Tangaroa los verdaderos dioses que voy buscando?

Tomado de Gog




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