Giovanni Papini 1881 - 1956 |
Visita a Lenin
Vladimir Lenin, verano de 1923 |
He estado porfiando casi un mes, pero al fin lo he conseguido. Había venido a Rusia únicamente para conocer a este hombre y no quería marcharme sin haberle oído hablar. Me parece, en su género, uno de los tres o cuatro vivientes que vale la pena de escuchar. Llegar hasta él me ha costado casi veinte dólares -regalos a las mujeres de los comisarios, propinas a los soldados rojos, donativos a los asilos de huérfanos-, pero no lo lamento.
Decían que Vladimiro Ilitch estaba enfermo, cansado, y que no podía recibir a nadie, a excepción de sus íntimos. No permanece ya en Moscú, sino en una aldea vecina, en una antigua villa de señores, con el acostumbrado peristilo de columnas blancas a la entrada. El viernes por la noche las últimas dificultades habían sido vencidas y el teléfono me advirtió que el domingo se me esperaba. Dijeron a Lenin que mi capital podría ayudar a los difíciles comienzos de la «Nep» y había consentido en verme.
Fui recibido por la esposa, una mujer gorda y taciturna, que me miró como las enfermeras miran a un nuevo enfermo que entra en la sala. Encontré a Lenin en un pequeño balcón, sentado ante una gran mesa cubierta de grandes hojas de dibujos. Me produjo la impresión de un condenado al cual se le permite gandulear en paz en las últimas horas de su vida. La característica cabeza de tipo mongólico parecía hecha de queso viejo y seco; árida y, sin embargo, blanda. Entre los labios sucios, la calavera mostraba ya la fila siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y desnudo, hacía el efecto de una caja barbárica construida con el hueso frontal de algún monstruo fósil. Dos ojos turbios e inquisitivos de pájaro solitario estaban agazapados dentro de los párpados sanguinolentos. Las manos jugueteaban con un lápiz de plata: se veía que habían sido grandes y fuertes manos de labrador, pero con su descarnadura anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca sus orejas de marfil chupado, tendidas hacia fuera como para coger los últimos sonidos del mundo, antes del gran silencio.
Los primeros minutos del coloquio fueron más bien penosos. Lenin se esforzaba en estudiarme, pero con aire distraído, como si cumpliese un deber que ahora ya no le importaba. Y yo, ante aquella máscara azafranada y cansada, no tenía valor para hacer las preguntas que me había propuesto. Murmuré al azar un cumplido sobre la gran obra realizada por él en Rusia. Y entonces aquella cara medio muerta se llenó de arrugas espectrales que querían ser una sonrisa sarcástica.
-Pero si todo estaba hecho -exclamó Lenin con un brío inesperado y casi cruel-; todo estaba hecho antes de que llegásemos nosotros. Los extranjeros y los imbéciles suponen que aquí se ha creado algo nuevo. Error de burgueses ciegos. Los bolcheviques no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los zares y que es el único adaptado al pueblo ruso. No se pueden gobernar cien millones de brutos sin el bastón, los espías, la policía secreta, el terror, las horcas, los tribunales militares, las galerías y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía sobre este sistema. Eran sesenta mil nobles y tal vez unos cuarenta mil grandes burócratas; en total, cien mil personas. Hoy se cuenta cerca de dos millones de proletarios y de comunistas. Es un progreso, un gran progreso, porque los privilegios son veinte veces más numerosos, pero el noventa y ocho por ciento de la población no ha ganado mucho en el cambio. Esté seguro de que no ha ganado nada, y es al mismo tiempo lo que se quiere, lo que se desea, aunque por otra parte era absolutamente inevitable.
Y Lenin comenzó a reír en sordina como un comerciante que ha engatusado a alguien y contempla alegremente las espaldas del burlado que se va.
-Entonces -murmuré-, ¿y Marx, y el progreso, y lo demás?
-A usted, que es un hombre potente y extranjero -añadió-, se lo podemos decir todo. Nadie lo creerá. Pero recuerde que Marx mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa me he tenido que servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie, y por esta razón era apenas una tercera parte del hombre. Un cerebro saturado de cerveza y de hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial. La Revolución rusa es una completa negación de las profecías de Marx. Donde no había casi burguesía, allí ha vencido el comunismo.
»Los hombres, señor Gog, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería, literatura, filosofía y músicas para uso de los tontos. Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo Gobierno debe ser el de que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal. La vieja mazmorra zarista es la última palabra de la sabiduría política. Bien meditado, la vida del presidiario es la más adaptada al promedio vulgar de los hombres. No siendo libres, están, al fin, exentos de los peligros y de las molestias de la responsabilidad y se hallan en condiciones de no poder realizar el mal. Apenas un hombre entra en la prisión, debe, por la fuerza, llevar la vida de un inocente. Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y mandan por él; trabaja con el cuerpo, pero su espíritu descansa. Y sabe que todos los días tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto, sin las preocupaciones que incumben al libre para procurarse su pan cada mañana y un lecho cada noche. Mi sueño es transformar a Rusia en un inmenso establecimiento penal, y no se imagine que lo diga por egoísmo, pues con un tal sistema, los más esclavos y sacrificados son los jefes y los que los secundan.
Lenin calló un momento y se puso a contemplar un diseño que tenía ante sí. Representaba, según me pareció, un palacio alto como una torre, agujereado por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular una de mis preguntas:
-¿Y los campesinos?
-Odio a los campesinos -respondió Vladimiro Ilitch con un gesto de asco-, odio al mujik idealizado por aquel reblandecido occidental llamado Turguenev y por aquel hipócrita fauno convertido que se llama Tolstoí. Los campesinos representan todo lo que detesto: el pasado, la fe, la herejía y la manía religiosa, el trabajo manual. Los tolero y los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos desaparecer todos, hasta el último. Un electricista vale, para mí, por cien campesinos
»Se llegará, según espero, a vivir con los alimentos producidos en pocos minutos por las máquinas en nuestras fábricas químicas, y podremos al fin hacer la matanza de todos los labriegos inútiles. La vida en la naturaleza es una vergüenza prehistórica.
»Tenga usted en cuenta que el bolcheviquismo representa una triple guerra: la de los bárbaros científicos contra los intelectuales podridos, del Oriente contra el Occidente y de la ciudad contra el campo. Y en esta guerra no dudaremos en la elección de las armas. El individuo es algo que debe ser suprimido. Es una invención de aquellos gandules griegos o de aquellos fantásticos germanos. Quien resista será extirpado como una pústula maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido a la Naturaleza.
»No crea que yo sea cruel. Todos estos fusilamientos y todas estas horcas que se levantan por mi orden me disgustan. Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas. Pero no puedo hacer otra cosa. Me vanaglorio de ser el director de una penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y bien organizado. Pero aquí se hallan, como en todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos, aquellos que tienen la estúpida nostalgia de las viejas ideologías y de las mitologías homicidas. Todos ésos son suprimidos. No puedo permitir que algunos millares de enfermos comprometan la felicidad futura de millones de hombres. Además, al fin y al cabo, las antiguas sangrías no eran una mala cura para los cuerpos. Hay una cierta voluptuosidad en sentirse amo de la vida y de la muerte. Desde que el viejo Dios fue muerto -no sé si en Francia o en Alemania-, ciertas satisfacciones han sido acaparadas por el hombre. Yo soy, si quiere, un semidiós local, acampado entre Asia y Europa, y, por tanto, me puedo permitir algún pequeño capricho. Son gustos de los que, después de la decadencia de los paganos, se había perdido el secreto. Los sacrificios humanos tenían algo bueno: eran un símbolo profundo, una alta enseñanza; una fiesta saludable. Y yo, en vez de los himnos de los fieles, siento llegar hasta mí los alaridos de los prisioneros y de los moribundos, y le aseguro que no cambiaría con la novena sinfonía de Beethoven esa sinfonía, canto anunciador de la beatitud próxima.
Y me pareció que el rostro descompuesto y cadavérico de Lenin se inclinaba hacia delante para escuchar una música silenciosa y solemne, que tan sólo él podía oír. Apareció la señora Krupskaia para decirme que su marido estaba cansado y que tenía necesidad de un poco de reposo. Me marché en seguida.
He gastado casi veinte dólares para ver a este hombre, pero en verdad no me hace el efecto de que los haya malgastado.
Tomado de Gog
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