MÉXICO, D.F. (Proceso).- A lo largo de una obra tan reiterativa como profunda, René Girard nos enseña que la violencia tiene su origen en el deseo mimético, es decir, en la envidia que tenemos los seres humanos de lo que otros poseen. Querer lo que otro tiene –ese gesto que encontramos en todos los niños– ha sido a lo largo de la historia una fuente perpetua de conflictos y de violencias atroces. No sólo detrás de todos los mitos fundacionales, como lo muestra Girard, sino también de las ideologías históricas que nacieron con la Ilustración, la envidia, el deseo mimético y sus cientos de variantes enmascaradas con argumentos morales asoma como un componente del conflicto: necesitamos lo que el otro tiene y nos hace falta o nos quitó, y viceversa, necesitamos lo que el otro quiere quitarnos y desea tanto como yo lo deseo y lo poseo.
Pese a la revelación del evangelio y su enseñanza del amor, de la renuncia y la pobreza, el deseo mimético sigue imperando como motor de una historia que ahonda la violencia. Hoy en día ese deseo ha tomado el rostro de la economía, del poder y del dinero.
En su ensayo Teoría de los sentimientos morales, Adam Smith, uno de los padres fundadores de esa economía moderna, señalaba que lo que el ser humano busca es poseer la mayor cantidad de felicidad y para ello necesita la simpatía, es decir, la aprobación de los demás. Esa simpatía nace, para Smith y todo el orden moderno, de la riqueza y su poder. En el fondo, para Smith, la riqueza, eso que viene después de lo verdaderamente necesario: la subsistencia, no tiene otro sentido que el de suscitar la aprobación de los otros.
Lo que sin embargo Smith encubre bajo la forma de esos bienes morales es, en realidad, un vicio: el egoísmo que no suscita simpatía, sino envidia. Felicidad significa, para Smith y la economía moderna que ha invadido todos los ámbitos de la vida social y política, poseer riquezas y poder y ser, no admirado, sino envidiado. Posesión, envidia y odio se convierten así en formas modernas de la felicidad y del bien, y en fuentes no del progreso y de la riqueza, como quería Smith, sino de la violencia atroz.
En México, políticos, criminales y empresarios presumen la riqueza que se manifiesta en poder, lujos, arbitrariedades y caprichos. Las presunciones cosméticas, de vestuario y de casas de Elba Esther y de los delirios alcohólicos de Andrés Granier, los alardes arbitrarios de Lady Profeco, de la hija de Romero Deschamps o de la de Peña Nieto, el exhibicionismo de los poderosos que revistas como Gente, Hola o Forbes promocionan, el lujo de las casas incautadas a los narcotraficantes, sus armas fabricadas con oro, los corridos compuestos en su honor, las corrupciones de los gobernantes, sus disputas por el poder y el control, esos universos que se presumen, se envidian, se odian y se desprecian, generan, en el fondo, diversas formas de violencia, desde el cuchicheo insidioso y el insulto, hasta las violencias más atroces que, en su afán por poseer poder y riquezas, realizan los criminales, pasando por la corrupción, la competencia desleal, el tráfico de influencias, el resentimiento y sus múltiples violencias.
Si la historia de las ideologías no ha sido más que la violencia dictada por el sentido de la historia contra los enemigos del bien, la historia de hoy es la de la violencia dictada por lo que Adam Smith llama la simpatía, es decir, la envidia que suscita la posesión de la riqueza, del lujo, del poder. En ese juego perverso, los seres humanos se convierten cada vez más en instrumentalidades, es decir, en objetos de violencia al servicio de esa felicidad, de esa acumulación de egoísmo, de envidia y de odio.
Debajo de la esperanza en la identidad, es decir, en la reconciliación futura que había en el cristianismo y en las ideologías, y que justificó durante mucho tiempo el sentido de la violencia en la historia, lo que realmente había era la envidia, el deseo mimético, la posesión de los otros y de lo que tienen los otros, violencia y terror al servicio del egoísmo y del dominio.
¿Habrá forma de revertirlo? Siempre he creído que el único camino es la revelación del amor, de la renuncia y de la pobreza del evangelio. Pero no ha sido posible. Dos mil años de cristianismo, es decir, de evangelio corrompido, no han logrado disminuir la violencia del deseo mimético. En todo caso la ha auspiciado. Auschwitz, los Gulag e Hiroshima se han encargado de recordárnoslo en relación con las ideologías en el siglo XX que emanaron, en muchos sentidos, del propio cristianismo y de sus hogueras y guerras de religión.
En México, el uso aterrador de los seres humanos por parte del crimen, las diputas políticas, la miseria que nace del despojo, nos lo recuerdan en relación con la economía y el egoísmo salvaje que Adam Smith elogiaba como felicidad y simpatía y que es el sino del siglo XXI. La violencia que de muchas maneras vivimos hoy en México anuncia el derrotero que, de no volver a la enseñanza profunda del evangelio –es decir, al sentido de la pobreza, de la vida comunitaria, proporcional y limitada, y de la gratuidad del amor–, seguirá la violencia que ya ha comenzado a manifestarse, de otras maneras, en todo el mundo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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