Como Jean-Paul Sartre, su pareja “necesaria”: de toda la vida –lo que no excluía sino favorecía un buen racimo de parejas “contingentes”: affaires o acostones-, Simone de Beauvoir (1908-1986) conquistó la escena literaria mundial, de modo acaso más hondo y perdurable (El segundo sexo, 1949) que el de aquél, pero al mismo tiempo el decidido rechazo, se diría la repugnancia explícita, reiterada, de las élites culturales que nunca se atrevieron a negarle talento a Sartre. Beauvoir siempre fue desaprobada en tanto artista o autora. Incluso cuando no quedó más remedio que premiarla, la condecoraron (premio Goncourt) con asco. Mauriac, Malraux, Montherlant, Camus, para no hablar de las filas menores, se exasperaban.
Que Sartre se permitiera todas las rebeliones y obscenidades, bueno, ni modo: contaba con la tradición francesa de Baudelaire y Rimbaud; además era o se decía filósofo, y de repente, cuando de veras quería, podía escribir “bonito” (La náusea, El muro, Las moscas, A puerta cerrada, Las palabras). Pero que una culta latinparla o preciosa ridícula, una simple marisabidilla clasemediera, profesora normalista por más señas: una Sartreuse, se sintiera con los mismos derechos y privilegios nomás porque dizque andaba con él, rebasaba todo lo tolerable. Además, como se apartaba un tanto de los serios y respetados temas políticos y filosóficos capitales para concentrarse en los morales e íntimos, parecía sobrepujar a su gañán en rebeldía y afición a la “inmundicia” (fisiología, sicoanálisis, sexo, aborto, culto a la miseria snob) y casi nunca escribió “bonito” (aunque no se me ocurre, aun acudiendo a criterios meramente cursis: de tallercito literario, qué peros se les pueden poner a La invitada(1943) o a Una muerte muy dulce (1964), por ejemplo).
Incluso en rasgos de mera conducta privada, como el alcoholismo o la promiscuidad, que en Sartre se celebraban casi con tintes mitológicos, resultaban baldón en Beauvoir: Albert Camus y Arthur Koestler chismorreaban que la muy resbalosa los había querido seducir en noches de copas, pero ambos próceres habían logrado (¡felicidades!) escapar incólumes de los arrimones y guiños beauvoirescos. En cambio, el novelista norteamericano Nelson Algren (El hombre del brazo de oro) no pudo evadirse, y montó en cólera cuando ella narró desenfadadamente sus amoríos en Los mandarines (1954): “¡Carajo, hasta en los peores burdeles del mundo uno cierra la puerta!”, exclamó durante una célebre entrevista filmada. Desde el barrio lesbiano también abundaron comentarios poco halagüeños sobre los apetitos y la falta de discreción de semejante Mujer-profesionalmente-sabia, al mismo tiempo mandona y libertina, austera y regañona, laboriosa y reventada.
Podía acaso tolerarse a ratos que un intelectual dandy como Sartre jugara a desclasarse y representar el papel de rufián majadero; pero no a una señora. Evidentemente Simone de Beauvoir no se comportaba como una dama ni escribía como una dama. Se trató de contraponerla, como si hubiesen sido sus enemigas y no sus evidentes aliadas, a autoras del tipo de Virginia Woolf, Katherine Mansfield y Marguerite Yourcenar, quienes (en opinión de parnasos y academias) sí escribían “bonito”: “prosa de dama”.
Se ha desaprobado en Simone de Beauvoir las ideas, pero sobre todo el estilo. Con El segundo sexo la “corrupción de los intelectuales” llegaba a lo más hondo de los hogares: a las esposas, a las hijas. Ciertamente ya era tiempo de concederle un poco más de libertad al Bello Sexo, se pensaba, pero jamás en ese tono insolente y pedantesco-burdeleril de semejante “defensora de brujas, lesbianas, prostitutas, frívolas y aborteras”. Como sabemos, ese libro se volvió un best-seller mundial y refundó el feminismo de la segunda mitad del siglo veinte. Los agrios profesores de literatura se apresuraron a apartarlo del Templo del Arte, y a considerarlo sociológicamente “superado”, a arrumbarlo en el desván de los “antecedentes culturales”, y a recordar una y otra vez que, de cualquier modo, Simone de Beauvoir no había sido ni una verdadera artista ni una verdadera dama. ¿Acaso no se había visto precozmente destituida de su plaza de profesora de liceo por “corromper” a sus alumnas?
Se le reprocha su falta de imaginación, a pesar de que inventó una novela sobre la situación digamos pedestre y cotidiana ¡de la inmortalidad! (Todos los hombres son mortales, 1946). Se insiste en que los temas de sus novelas sólo comentan y falsifican los de su propia vida, que por lo demás puede conocerse en los cinco o seis tomos de sus memorias y cartas. Y que sus ensayos, especialmente los de El segundo sexo, más parecen discurseos de una profesora doctrinaria, fanática, pedante y verbosa, que los de una rigurosa teórica universitaria o los de una esteta inspirada. Hay quien de plano prefiere considerarla una mera periodista, y de las malas: de las ideólogas. Una panfletera.
Existe cierta base para tales ataques: su perfil de profesora. Como algunos de sus contemporáneos (Camus, Sartre, Barthes, Foucault), Simone de Beauvoir pertenece a una generación de escritores que ya no pudo ni quiso dedicarse a la bohemia ni al ocio del burguesito rentista, y debió buscar una profesión cercana a la cultura: la de maestro de liceo. De repente la literatura francesa se pobló de profes, para exasperación de los dorados diletantes. A diferencia de muchos de sus compañeros de toga, Beauvoir privilegió el estilo ensayístico de clase improvisada (periodístico o coloquial) sobre la jerigonza académica o los marcos teóricos especializados que arruinaron a otros. Al fin y al cabo era una simple profesora de liceos para muchachas, no de facultad ni de eternos seminarios de posgrado; y quería ser comprendida pronto y bien por sus adoradas chamacas adolescentes, a quienes ensoñaba como cómplices.
Intentó aprender a escribir mal. Esta historia es realmente divertida. Un día el principesco Sartre, quien se sabía de memoria sus clásicos franceses e imitaba sin descanso el francés “gourmet” de Gide, Valéry o Alain, descubrió una novela de Louis-Ferdinad Céline: Viaje al fin de la noche, que proponía una prosa cenagosamente espesa, coloquial, esloganera y cundida de majaderías o indecencias dizque como expresión del desesperante estado de ánimo de la época anterior a la Segunda Guerra Mundial. A Sartre se le ocurrió la travesura: olvidar metódicamente el alto estilo y “aprender a escribir mal”: tomar cursos intensivos de “mala prosa” en callejones y letrinas, en pesadillas y delirios. Algunos autores norteamericanos como Hemingway y Dos Passos lo ayudaron a escapar del embrujado castillo de la prosa francesa y a intentar “el libro peor escrito del mundo”, casi puro pastiche y reflujo verbal gangrenado: como El aplazamiento o La muerte en el alma, del ciclo novelístico Los caminos de la libertad. Simone de Beauvoir lo apoyó y lo siguió en tal estética sólo a ratos, en pasajes, pero evitó metódicamente “decorar” sus libros. ¡Al diablo la pastelería literaria, de una vez por todas! ¡Nada está tan mal escrito como lo demasiado “bien escrito”; como el estilo narcisista, evidente y deliberado! Privilegió la charla, lo que desde luego es otro tipo de superstición.
Nunca he encontrado a Beauvoir vulgar ni anti-artística, aunque sí algo reiterativa, prolija y regañona. Hasta episcopal: condenando vicios y lanzando excomuniones. No suelta un solo instante sus ideas, sus gustos ni sus convicciones: dale que dale con lo mismo una y otra vez. Verdaderas manías. Todo el tiempo en su trinchera. Pero ya el propio Gide decía que como el lector olvida rápido hay que recordarle todo de nuevo a cada momento.
¿Hubo abuso en la digamos expropiación del pensamiento, la temática, la mitología, la estética y hasta de la biografía de Sartre por parte de su voluntariosa mujer “necesaria”, acaso no siempre tan deseada por él como sus bellas y fugaces discípulas “contingentes”? ¿Todo es sartrismo en Beauvoir? ¿Constituye un mero anexo, una Sartreuse?
Desde su noviazgo de estudiantes, Simone aprovechaba algunas de las mejores ideas e inspiraciones del prodigioso Jean-Paul. Siempre lo confesó. Supo evitar muchos de sus laberintos logomaníacos, doctorales, heideggerianos, marxistológicos. Entró a saco pero con cierta habilidad selectiva. No es difícil, por ejemplo, descubrir que la tesis central de El segundo sexo (no se nace mujer, se deviene mujer; la diferencia femenina es sobre todo el aprendizaje de un rol, la adecuación del propio ser a la mirada, las órdenes y las expectativas del otro o de los otros) reproduce –con un éxito fabuloso- el estupendo ensayo Reflexiones sobre la cuestión judía de Sartre. Ella fustigó el machismo siguiendo la lección de Sartre contra el antisemitismo. Durante décadas actuaron en equipo, sobre todo en su pontifical revista Les Temps Modernes. Cada cual se enriqueció cuanto pudo del otro y de las otras personas con quienes se fueron encontrando o tropezando.
“Hay que atreverse a decirlo todo”, era la consigna gideana; “pero hay que atreverse a decirlo bien”. La pareja estaba totalmente de acuerdo con la primera parte de la cláusula, no siempre con la segunda. Se sentían hartos de la obligación del “estilo gourmet”, del lenguaje eufónico y florido, de la declamación, del salón cortesano de las letras, de la coquetería estetizante de la tradición francesa. Pensaron que había que decirlo todo, pero no siempre en frases de lujo, sino de todas las maneras posibles, especialmente las más callejeras y provocadoras, para “sacudir al burgués”. Cayeron en otra superstición. A la vuelta de medio siglo abunda la retórica anti-artística, coloquial, desmañada, sobre los aspectos que en los años treinta y cuarenta parecían impropios o prohibidos de la vida diaria y las relaciones sociales, aunque desde luego sin la frescura original de Céline, Sartre o Beauvoir.
Hay una diferencia entre Jean-Paul y Simone, sin embargo. El primero se pasó la vida negando por sistema al artista que podía ser con demasiada facilidad, al Flaubert al que fatalmente tendía desde niño: preocupadísimo por matarse en el alma al obligatorio artista odioso. Simone no nació con una fatal torta flaubertiana bajo el brazo. Era lista, culta, trabajadora, brillante, audaz, pero nunca encontraba que su voz se pareciera a la de los libros que de veras amaba (Stendhal, Balzac, Proust). Ella quería a todo precio convertirse en una artista, y fracasaba una y otra vez.
En alguna ocasión ambos trataron a un mismo personaje, inspirado en un amigo mutuo: el Arcángel Maldito de La edad de la razón (Sartre) y el “hermoso petulante” llamado Marco en La fuerza de la edad; ahí vemos claramente sus diferencias de pluma: Sartre mitifica al inmoralista decadente, como lo hará con Genet, a la manera de un ícono trágico en todo un rimbaudiano Retablo del Mal; Beauvoir lo reduce fríamente a dimensiones demasiado humanas, lo ridiculiza y lo regaña sin piedad alguna. A veces se comportaba como una abadesa u obispa temible.
Acaso haya conocido su mejor entonación artística cuando dejó de buscarla, cuando simplemente se dejó fluir en sus memorias, especialmente en el tomo La fuerza de la edad(1960, traducido pomposamente al castellano como La plenitud de la vida). Narra ahí, mucho mejor que en su novela La sangre de los otros (1945), por ejemplo, el espíritu de la juventud francesa durante la ocupación alemana. Y acaso sea preferible, como fresco de la posguerra, su tomo autobiográfico La fuerza de las cosas (1963) a su laureada novela Los mandarines.
Después de haber logrado, con esforzado voluntarismo (tras caídas y fracasos harto diferentes de la espontaneidad con que Sartre evacuaba por docenas sus obras tan celebradas y celebrables), dos o tres laboriosos trofeos: La invitada, El segundo sexo, Los mandarines, retomó esos mismos asuntos, personajes, ideas, polémicas, tonos, manías, sin el andamiaje de la ficción o del tratado. La advierto más poderosa cuando habla como ella misma que como una presunta narradora o ensayista impersonales, o a través de voces narrativas ficticias que siempre recuerdan demasiado a la autora (su egomanía, claman los detractores, le impidió inventar personajes distanciados de su continuo autorretrato). Y desde luego: más regañona, prolija y decidida a abrirse paso y a salirse con la suya a empujones, aunque fuese para reinvindicar al Marqués de Sade ¡como un “moralista de la autenticidad”! (¿Debemos quemar a Sade?, 1955). Y más dama. Una damota terrible. Una rijosa dama de tempestades. Toda una tía de las chamacas.
Sus enemigos tenían razón. Era peligroso que el pensamiento rebelde e “inmoral”, reservado a poetas o filósofos “existencialistas”, se colara en los hogares y subvirtiera a las mujeres. Como una anti-tía que enseña a hablar de otro modo, a vivir de otro modo, a llevarle la contra a todo y termina siempre endiabladamente saliéndose con la suya, Simone de Beauvoir ha influido a cuatro o cinco generaciones de chamacas (y chamacos) en todo el mundo. Sus ventas y su influencia no amenguaron (hay una reciente película francesa sobre Todos los hombres son mortales), aunque al parecer los profesores y literatos políticamente correctos hayan logrado marginarla del canon artístico en historias, manuales y antologías como una simple ideóloga, repetidora mujeril del sartrismo. Una panfletaria feminista o, se dice ahora, “pre-feminista”.
Los veo sonreír a ambos con su conocido sarcasmo desde el actual purgatorio literario en que las modas o las vueltas del tiempo pretenden aislarlos. Fueron unos rebeldes felices: siempre supieron reír. Había mucho de juego, de broma y de travesura en sus aparatosos armagedones.
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