El Pacto por México fue una agradable sorpresa. (Para mí, por supuesto. Soy incapaz de hablar por alguien más). Los tres principales partidos del país y el gobierno de la República asumían con claridad que no tenían, cada uno por separado, los votos suficientes en el Legislativo para hacer su peculiar voluntad. Que eran necesarios los acuerdos y que si estos eran ambiciosos, abarcadores, con sentido, mejor que mejor. Se trataba -entiendo- de trascender las alianzas puntuales y efímeras que se han repetido a lo largo de los últimos 16 años, pero también de dejar atrás los sueños guajiros de construir mayorías artificiales en el Congreso. Resultaba del reconocimiento de una realidad del tamaño de una catedral y ofrecía una ruta de transformaciones para el país.
Arrancó con logros nada despreciables. Las reformas constitucionales en materia de educación y telecomunicaciones fueron sus primeros frutos. El nombramiento de los integrantes de la Junta de Gobierno del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación les siguió. (Faltan por supuesto las reformas legales en las respectivas materias y está en curso el nombramiento de los titulares de Ifetel y la Comisión Federal de Competencia). Probó ser, con el concurso de las tres principales fuerzas políticas, un mecanismo capaz de dar frutos relevantes.
Sin embargo, desde muy temprano también aparecieron sus debilidades y se anunciaron los que serían sus retos mayores. En el PAN y en el PRD brotaron casi de inmediato las diferencias, las fracturas. Fue público y notorio que en el seno de ambos partidos existían corrientes a las que no les gustaba la fórmula de procesamiento del Pacto y/o sus contenidos y/o su significado. En el caso del PRI, al parecer, esas tensiones no se han presentado -o no con la fuerza en que han aparecido en los otros partidos- porque de nuevo la Presidencia de la República es capaz de alinear a los miembros de su partido. El siempre ambiguo tema de la disciplina sin la cual los partidos dejan de serlo.
Lo cierto es que los partidos suelen ser constelaciones complicadas. No son ejércitos y menos iglesias. Aunque compartan una "fe" y existan órganos de dirección jerárquicos, normalmente están poblados por corrientes, grupos, tribus (como las quiera usted llamar), que expresan sensibilidades, diagnósticos, idearios y ambiciones y alucines diversos. Su dinámica marca no solo la vida interna de la organización, sino modela su perfil. Y al parecer, ello no fue tomado en cuenta por las direcciones del PRD y el PAN (o para no exagerar, no fue tomado en cuenta con suficiencia). De tal suerte que el Pacto, que tan buenos augurios presentaba para el conjunto, se ha convertido en la manzana de la discordia en los partidos. El espectador tardío y naif bien puede preguntarse: ¿qué hubiera pasado si en el procesamiento y firma del Pacto hubiesen participado los coordinadores parlamentarios de los partidos o los portavoces de las corrientes que se sintieron excluidas de tan ambiciosa iniciativa? Una pregunta a destiempo, quizá buena para la especulación.
Pero además, para el periodo de septiembre parece anunciarse el desafío mayor del Pacto: la discusión y eventual aprobación de las reformas fiscal y energética. Dentro de los "acuerdos para el crecimiento económico, el empleo y la competitividad" aparecen enunciados dos grandes temas: 1) "Una reforma energética que sea motor de inversión y desarrollo" y 2) "Una reforma hacendaria eficiente y equitativa que sea palanca del desarrollo". Y aunque en el caso de la primera se asienta con cuidado que: "Los hidrocarburos seguirán siendo propiedad de la Nación. Se mantendrá en manos de la Nación, a través del Estado, la propiedad y el control de los hidrocarburos y la propiedad de Pemex como empresa pública. En todos los casos, la Nación recibirá la totalidad de la producción de Hidrocarburos. (Compromiso 54)", no solo la tensión crece, sino que el PAN ya anunció que presentará, por su parte, una iniciativa en la materia.
Son dos temas sensibles que no pueden discutirse el uno sin el otro, e incluso sin hacer explícito y mensurable el horizonte dentro del cual se insertan, pero que sin duda tensionarán no solo las relaciones entre los firmantes del Pacto, sino en el seno de la misma sociedad. ¿Serán capaces los autores del Pacto de generar iniciativas conjuntas en esas materias? ¿O cada uno de los participantes pondrá sus aspiraciones sobre la mesa? ¿Se formarán con ello nuevos alineamientos o se mantendrá viva la noción de un pacto inclusivo? Son preguntas que se resolverán en las próximas semanas y meses.
Por lo pronto, más allá del desenlace puntual, volvemos a enfrentarnos, como país, a una realidad más grande y profunda que el Océano Pacífico: los acuerdos entre partidos son la pieza imprescindible para que cualquier reforma logre cuajar. Y si no se construyen, pues no habrá. Eso hoy lo entiende todo el mundo, aunque los acuerdos -los pactos- sigan teniendo tan mala opinión pública y prensa entre nosotros.
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