Ser un Salinas – Raúl, Carlos, Adriana – implica formar parte de de un enjambre de dramas, asesinatos, violencia, corrupción, mentiras, traiciones, amantes, cuentas ocultas, pasaportes falsos, la búsqueda del poder y el precio que se paga por conseguirlo. Esas son las historias que acompañan a la familia Salinas por donde quiera que va. Esas son las palabras que la definen. Una familia que parece que logra exoneraciones, perdones, reinserciones en la vida social del país como si nada hubiera pasado. Una familia que muestra cómo ha funcionado la política en el país y la podredumbre de ese funcionamiento. Una pequeña mafia mexicana. Allí en el sótano, allí en el subsuelo, allí operando en las sombras y con jueces a su lado, como el juez 13 de Procesos Penales del DF.
Ser un Salinas es ser un arquetipo. Representan algo más que sí mismos. Plasman la forma en que la clase política se ha comportado y quiere seguirse comportando. De manera sórdida. De manera torcida. Con amantes en México y cuentas en Suiza; con partidas secretas y testigos ejecutados; con millones acumulados y juicios que ganan en circunstancias cuestionables. Rodeados de fiscales que se suicidan, países que los investigan, colaboradores que desaparecen, cargos que no se pueden comprobar. Al margen de la ley, al margen del interés público.
Ser un Salinas entraña la experiencia aterradora de asomarse a la cloaca de un clan. De presenciar las actividades de personas esencialmente amorales. De contemplar la vida que viven, los abusos que cometen, las mentiras que dicen, en vivo y a todo color. Presidida por Carlos Salinas de Gortari. Ahora de vuelta e intentando influenciar la política nacional. Y tan lo logra que obtiene la absolución de su hermano Raúl por el delito de enriquecimiento ilícito a pesar de todas las cuentas con nombres apócrifos y la conversación grabada entre Raúl y Adriana -- desde la cárcel -- en la cual sugieren que Carlos, el entonces presidente, orquestó todo. Ser un Salinas implica vivir al frente de un imperio subterráneo que empieza con la clase empresarial, abarca a los medios, constriñe la conducta de muchos periodistas, incluye a sectores del PRI, toca a Los Pinos y termina en los tribunales, que se lavan, y le lavan las manos a Raúl.
Ser un Salinas implica vivir en el esfuerzo cotidiano de limpiar el apellido ensombrecido. Ganar legitimidad social para la familia. Ser admirado, buscado, reconocido, aunque partes del imperio salinista estuvieran construidas sobre los cimientos de la corrupción. Una corrupción facilitada por empresarios, avalada por amigos, ignorada por tecnócratas, permitida por las autoridades, exonerada por los jueces. Año tras año. Cuenta tras cuenta. Millón tras millón. Inmueble tras inmueble. Una corrupción fácil de tapar y difícil de comprobar, como lo argumentaron durante años los fiscales suizos que se ocuparon del caso.
Pese a la indagación – y la farsa de la PGR que “apela la resolución”-- hay algo inocultable. Eso que queda, eso que permanece. Lo que huele mal de 48 cuentas congeladas a lo largo del sistema financiero suizo. Lo que huele mal de compañías fantasma en las islas Caymán. Las transferencias multimillonarias de bancos en México, Estados Unidos, Luxemburgo, Alemania y Francia. Las acusaciones de lavado de dinero. El total de 130 millones de dólares. Acumulados por una persona que siempre fue un funcionario menor, un bon vivant. Que cuando conoció a María Bernal, su amante, le dijo que era multimillonario, con la suerte de ser “el hermano del Presidente”.
Ser un Salinas le permitió a Raúl incorporar un “fondo de inversión” fuera de México, le permitió recibir y enviar transferencias secretas de empresarios que compraron concesiones públicas, le permitió acumular pasaportes falsos, le permitió ser “el Señor Diez por Ciento” por las comisiones que cobraba, que le permitió mentir una y otra vez. Esa suerte que el sistema político le provee a quienes están cerca del poder. Ser un Salinas es la personificación de lo peor del PRI y cómo gobierna, ni más ni menos. La avaricia incontenible y la irresponsabilidad rampante. Sentir que los recursos del país eran suyos y podía hacer lo que lo quisiera con ellos. Allí fotografiado en un yate con su amante sobre las piernas. Allí con su casa en Acapulco y su chalet en Aspen y sus caballos en El Encanto.
Ser un Salinas implicó apropiarse de recursos que pertenecían –directa o indirectamente -- al pueblo de México. El crimen, actualmente “absuelto”, fue utilizar su posición privilegiada para hacer negocios tras bambalinas, a oscuras, sin firmas, sin contratos, con sólo un apretón de manos. Negociar acuerdos y facilitar franquicias y canalizar recursos y transferirlos de cuenta en cuenta. A espaldas de la población. De la mano de leyes que lo permitieron porque para eso fueron creadas. Y por eso en México el enriquecimiento ilícito ha sido un delito “no grave”. Y por eso en México, el trato hacia los poderosos ha sido siempre reverencial. Y por eso la familia Salinas se ha salido y se sigue saliendo con la suya.
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