sábado, 3 de agosto de 2013

Giovanni Papini - Cadáveres de ciudad

Giovanni Papini
1881 - 1956

Cadáveres de ciudades.

Tulum, Quintana Roo
Nápoles, 12 octubre

Me hallo casi al final de un viaje a través del viejo mundo, en busca de cadáveres. Itinerario de ruinas y de necrópolis. En vez de detenerme en las ciudades vivientes, habitadas por seres vivos, he ido en peregrinación a todas las ciudades muertas, pobladas por sombras. En Egipto, dejando a un lado El Cairo y Alejandría, he visitado Heliópolis y Tebas; en Asia, saturándome de Troya, he visto Pérgamo, Sardi, Ancira y Jericó, y adentrándome en el desierto, la fabulosa Tadmor de las mil columnas, Echátana, la ciudad de los Magos, y, finalmente Nínive y Persépolis, montones de restos imperiales. Luego he vuelto a Europa, en Creta me he paseado por entre los palacios medio sepultados de Cnosos y de Tirinto; en Grecia he contemplado los restos de Eleusis y de Delfos; en Albania, los de Butrinto. Finalmente he llegado a Italia. En Sicilia no me he detenido más que en Seimonte. Conocia Pompeya, pero he querido volver a ver Herculano; he ido al sepulcro de Cumas -encima de la caverna de la Sibila-; he llegado hasta Pestum, la antigua Posidonia. Ahora me quedan, hacia el Norte, Ostia, Norba, Velutonia y Populonia.



No puedo decir que las haya visto todas, pero sí las más famosas. Estos esqueletos sorprendentes de las antiguas colmenas humanas me atraen infinitamente más que las vulgares metrópolis donde se amontonan las carroñas de mañana. Las columnas despedazadas no sostienen ya los arquitrabes: el cielo ha sustituido la bóveda del templo. El sol ha vuelto a los sótanos y a las criptas; las casas se hallan reducidas a murallas desmanteladas; palacios y sepulcros están igualmente vacíos de habitantes; en todas partes cenizas, polvo y silencio. Sobre las piedras desconchadas de las calles no pasan ya los poderosos, los amos de las casas y de la provincia, sino únicamente los zapadores, los arqueólogos, los peregrinos, servidores y amantes de la muerte. En las habitaciones donde se reía y se amaba cae ahora libremente la lluvia; en los anfiteatros se calientan al sol las lagartijas y los escorpiones; en las salas de los reyes hacen el nido los búhos y las abubillas.

A otros, estas ruinas de grandeza, estas capitales de placer y de orgullo reducidas a murallas cubiertas de hierbajos, inspiran tal vez tristeza. A mí no. Mi gusto por la destrucción y la humillación se ve abundantemente saciado en estos laberintos de escombros. Algunos momentos disfruta mi orgullo; en medio de este desastre estoy yo vivo; algunos momentos gozo de deseo de rebajamiento: también nuestras ciudades se harán semejantes a éstas y nuestra soberbia tendrá el mismo fin. Pero siempre, de un modo o de otro, el alma sale de su estado usual: Palmira me ha conmovido bastante más que Londres.

Las ciudades desiertas o desenterradas son incomparablemente más bellas que las vivas. La imaginación reconstruye, completa y obtiene un conjunto más gigantesco y perfecto. No hay nada tan verdaderamente maravilloso para mí como lo que no ha sido acabado o lo que está casi destruido. Y el olor de la muerte es un elixir potente para quien sabe que debe morir.

El día en que me hallaba en Pestum, el cielo era tempestuoso. Pero bastó que un poco de sol resucitase el templo de Neptuno, con sus potentes columnas de color de miel, corroídas por los siglos, pero terriblemente vivas, casi troncos de piedra salidos de la tierra, para que volviese a ver en un momento toda la luz y la vida de Grecia. Aquella gran cosa muerta de un dios muerto, colocada en medio de las hierbas y de los asfódelos floridos, entre los lejanos montes negros y el mar mugiente cercano, me pareció más viva y esplendorosa que la misma naturaleza. Se hallaba allí cerca una muchacha morena, con un cendal rojo en la cabeza y dos ojos de ángel nocturno, y parecía, junto al templo, la muerte. 


Tomado de Gog




Sobre las ruinas


Ayer pasó la muerte por mi casa…
Se hizo una noche solitaria en torno,
y en medio de las sombras de la noche,
se hacinaron escombros sobre escombros.

El isócromo golpe de las picas
desmoronó el hogar. Así fue cómo
se desplomaron los antiguos muros,
y hoy ya no son más que ceniza y polvo.

Un agrio ruido de hachas rechinaba
en el huerto infeliz. Tronco por tronco,
los árboles cayeron en un vasto
montón sobrío de ramajes rotos.

Noctívagos murciélagos, rondando
por el húmedo ambiente borrascoso,
con sus alas de trapa y de tiniebla
marcaban el compás de mis sollozos.

Unos búhos graznaban en la sombra…
Transido de terror, clamé socorro…
Dos búhos de la sombra me escucharon…
Se asentaron los dos sobre mis hombros.

Desde entonces, de pie sobre las ruinas,
a los recuerdos del ayer me acorro;
y cuando nadie mis angustias sabe,
doblo la frente, y por mis padres lloro.


Arturo Capdevila

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