lunes, 26 de agosto de 2013

Giovanni Papini - Nadar en oro

Giovanni Papini
1881 - 1956

Nadar en oro

New Parthenon, 18 septiembre

Veo frases antiguas -cuando leo libros o periódicos- que me dan rabia. Por ejemplo, «nadar en oro», «chapotear en el oro». Frases inventadas por infelices sin fantasía.

Yo soy uno de los hombres más ricos del mundo, sin embargo, jamás he «nadado en oro». Oro he visto siempre poquísimo y raramente. No llevo y no entrego casi nunca monedas de oro, que sirven únicamente en los países semíbárbaros. El oro se ve, más que nada, entre los plebeyos, y tiene, además, algo de primitivo y vulgar.



Pero hace algunos días, irritado más de lo acostumbrado por esas frases, quise experimentar por una vez eso que los imbéciles llaman «nadar en oro» Di órdenes a mi administrador -un armenio que no duerme nunca- para que reuniese la mayor cantidad de oro que le fuese posible -monedas y objetos labrados- y que la amontonase en la gran piscina de pórfido en la cripta llamada de Tiberio. Y por la noche, solo, con el tesoro allí, y después de cerrar todas las compuertas de acero, me desnudé.

Dentro de la piscina -de unos ocho metros de largo- había oro, según el armenio, por valor de veintidós millones. Monedas de todos los países y de todos los tiempos -porque incluso puse a contribución mi colección numismática-, anillos, cadenas de reloj, corazones de exvotos, fetiches contra el mal de ojo, medallones, dientes usados, broches de toda especie. Pero más que todo, monedas; algunos nummo romanos, daríos persas, doblones de España, florines de Florencia, ducados y zequíes de Venecia, luises franceses, coronas holandesas y, sobre todo, esterlinas modernas y dólares.

Probé de meterme en aquella masa amarillenta. Debo decir, ante todo, que es absolutamente imposible «nadar en oro». Todo lo más, ayudándose con las manos, se puede penetrar en la masa hasta la cintura, pero a costa de muchos esfuerzos, y cuando se está sumergido es muy difícil moverse: nos vemos prisioneros y sacrificados.

Las sensaciones que se experimentan allí dentro, con la mitad del cuerpo sumergida en el metal, son en gran manera desagradables. El oro, a pesar de su color que los pintores y los poetas llaman caliente, solar, ardiente, etc., es muy frío, casi helado. En aquellos pocos minutos que conseguí soportarlo me sentí apretado y sacudido de escalofríos. Uno de los momentos más desagradables de mi vida: sentido penoso de resistencia, de aplastamiento, de hielo. Y no se puede decir que consuela la vista. El amarillo del oro no es ciertamente el más bello que se encuentra en la naturaleza. La chinapaya y también el vulgarísimo girasol son más llamativos y espléndidos. Y no hablemos de ciertos amarillos que se ven en los cuadros de Botticelli y de Van Gogh. El oro tiene algo de hostil y de impuro, tanto aquel pálido y un poco alimonado de los antiguos, como aquel otro amalgamado y hosco de la Edad Media, y peor aún, el lustroso y rojizo de nuestros tiempos. El oro, además, ha sido envilecido en los usos más humillantes -dientes postizos, plumas sucias de tinta, monturas de lentes-, lo que casi da asco. Y todas aquellas monedas manejadas por las manos más inmundas, engullidas, escondidas en la boca o en el recto...

Apenas hube salido del pretendido baño, di orden al tesorero que revendiese inmediatamente las esterlinas, los dólares y las joyas, y volviese a poner en su lugar las piezas antiguas que pueden tener un valor de curiosidad.

Si los ricos no tuviesen otras satisfacciones más que ésa, fabulosa y trivial, de «chapuzar en el oro», serían los más ridículos desgraciados de la Tierra. «Nadar en oro» podría ser, todo lo más, un feroz suplicio que destinaría a los malos escritores.

Tomado de Gog




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