Cuauhtémoc Cárdenas tiene una oficina en el edificio central del gobierno del Distrito Federal, donde despacha como coordinador de Asuntos Internacionales. Y cada vez que camina por los pasillos, la gente se detiene a verlo en silencio. El respeto por esta figura que se ha convertido en el guía moral de la izquierda en México es profundo. La admiración se traduce en las personas que se acerca a saludar al ingeniero, como lo llaman, a quienes responde invariablemente con amabilidad. Es un hombre parco, de pocas palabras, y sin embargo, cálido.
Hace más de 15 años despachó en el mismo edificio como el primer jefe de gobierno electo en el Distrito Federal, al arrancar una época de seis gobernantes de izquierda que llegaron ahí, por las urnas o por interinato. Una, que lo sustituyó cuando se lanzó por tercera y última vez a la Presidencia, Rosario Robles, es secretaria de Desarrollo Social del gobierno de Enrique Peña Nieto. Otro, Miguel Ángel Mancera, que logró el mayor número de votos que ha registrado un candidato del PRD, no está afiliado a ningún partido, pero responde a los intereses y objetivos de la izquierda. Los tres restantes, Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard y Alejandro Encinas, son hoy radicales opositores a la Reforma Energética.
Esta reforma volvió a colocar a Cárdenas en el centro del debate político. Por un lado, el presidente Enrique Peña Nieto utilizó la figura de su padre, el general Lázaro Cárdenas, y su ley petrolera tras la nacionalización de la industria, como escudo para legitimar la apertura de Pemex y buscar del respaldo de su hijo al copiar la ley secundaria del artículo 27 constitucional que promulgó en 1938. Por el otro, la izquierda parlamentaria que gobierna en cinco estados y se encuentra dentro del Pacto por México, contuvo el suspiro y esperó a que hablara para fijar su posición final. En el extremo, la izquierda social, la que hace política en las calles que encabeza López Obrador, dejó de ser la voz única de la izquierda que critica fuertemente la Reforma, al cruzársele Cárdenas en el camino.
En 485 palabras, que fue la extensión de su artículo en La Jornada este viernes donde hizo una crítica implacable al artículo 28 constitucional que plantea modificar la iniciativa presidencial, tomó la iniciativa. Pero lo hizo a su modo. Fuerte pero sin romper. Firme, pero sin cerrarse a escuchar lo que otros tienen qué decir. Así ha sido Cuauhtémoc Cárdenas, quien desde 1987, cuando junto con el entonces embajador de México en España, Rodolfo González Guevara, encabezó la Corriente Democrática dentro del PRI que buscó oxigenar al partido con instrumentos de mayor participación interna, en una lucha política sin éxito que lo llevó a abandonar el partido junto con decenas de militantes del ala izquierda tricolor, para construir un movimiento que derivó en lo que hoy es el PRD.
En ese año, Cárdenas no tenía la experiencia ni el prestigio político de González Guevara, o el fogueo y prominencia de otro fundador de la Corriente Democrática, Porfirio Muñoz Ledo. Sin embargo, desde el primer momento, él fue la figura central y el primer candidato de izquierda a la Presidencia que puso sn riesgo la hegemonía del PRI. Cárdenas no ganó, pero la victoria de Carlos Salinas quedó manchada por la sombra del fraude. Los días tensos tras la jornada del 6 de julio de 1988, mostraron su temple y construyeron para siempre su prestigio.
Veinticinco años atrás en la historia política de México, se vivía un régimen autoritario. Pero al mismo tiempo, ese sistema estaba agotándose aceleradamente. El terremoto de 1985 había demostrado la vulnerabilidad de la Presidencia al mostrar abiertamente a un gobierno atemorizado y rebasado por los destrozos, y a una sociedad activa que por horas tomó su papel. La crisis del PRI dos años después reflejó la pérdida del consenso interno y de la disciplina institucional. Con ese contexto, todo el centro del país fue a las urnas en el centro del país a votar mayoritariamente por Cárdenas, quien al no resultar electo, motivó la presión social en las calles para reclamar el fraude. Como en muchas cosas en la política, no eran los resultados los que contaban –el centro del país no lo era todo-, sino la percepción de que el PRI se había robado la elección. La presión de la calle tuvo que se encauzada por los candidatos presidenciales perdedores, Rosario Ibarra, de la izquierda radical, Manuel Clouthier, del PAN, y Cárdenas. La multitud quería que tomaran el Palacio Nacional a cuyas puertas llegaron.
Cárdenas, entre las puertas del Palacio Nacional y una multitud dispuesta a tomar la sede del gobierno federal, los contuvo. No era la violencia, sino la política lo que tenía que prevalecer. No iba a arriesgar la vida de muchos por la Presidencia, pues nada valía tanto como una sola vida. Lo que Cárdenas no sabía, ni tampoco la multitud, es que detrás de las puertas del Palacio Nacional estaban apostados decenas de soldados con órdenes de disparar en caso de un intento de toma. El régimen no iba a permitir una Toma de la Bastilla, a costa de lo que fuera.
Rebasado el presidente Miguel de la Madrid y el secretario de Gobernación Manuel Bartlett, Salinas envió a su operador político Manuel Camacho a platicar con Cárdenas, para encontrar una salida a la crisis institucional que se vivía México. Largas reuniones nocturnas, bajo la premisa que la Presidencia no entraría a la negociación, terminaron con el reconocimiento de las victorias en las dos senadurías en el Distrito Federal y Michoacán, y la gubernatura en este estado, que había gobernado Cárdenas. La izquierda tuvo avances sin precedente en Morelos, Guerrero, Oaxaca, que hoy gobiernan, y se convirtió en la segunda fuerza política nacional. Desde entonces, es un actor central en la vida pública del país.
Cárdenas demostró ser un interlocutor confiable y consistente con su vida, que pareciera tener destellos trascendentales cada cuarto de siglo. A principio de los 60s, en su primer intento dentro del PRI por romper los ciclos de exclusión generacional, participó en el Movimiento de Liberación Nacional, en donde participaron algunas figuras que harían historia como Herberto Castillo o Enrique González Pedrero, el padre político de López Obrador, o Rafael Galván que es la figura histórica del sindicalismo, y Manuel Marcué Padiñas, que editó la revista Política en esa década de cerrazón y represión, considerada por el contexto en el cual salía a las calles, como la más importante de su tipo en la historia. Ese movimiento provocó no sólo el interés de la policía política mexicana, sino del FBI, que los siguió y le dedica varias páginas de las 200 que sobre México existen en el programa COINTELPRO, sobre el comunismo en mundo.
Hombre de izquierda, por sangre, formación y decisión de vida, Cárdenas no fue nunca comunista. Aquél movimiento se disolvió antes de ser absorbido cuando el Partido Comunista irrumpió activamente en la política, y cada uno siguió su rumbo, dentro o fuera del PRI hasta que volvieron a converger en 1988. En esa larga trayectoria, Cárdenas no ha tenido inconsistencias. Esos valores, junto con su actitud ponderada pero nunca pusilánime, siempre le ha sumado y provocado, incluso entre sus adversarios, respeto. En alguna ocasión de disputas perredistas, el jefe de la corriente que tiene el control burocrático del partido, Jesús Ortega, lo llamó “cacique” porque impedía a otros crecer. Hoy, esa corriente, Los Chuchos, carecen de credibilidad en la izquierda y sectores críticos al poder. Cárdenas no. Todo lo contrario. La congruencia, siempre paga.
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