sábado, 14 de septiembre de 2013

Jaime Sánchez Susarrey - Mucho ruido y pocas nueces

Al final del día, lo que se tiene es una miscelánea fiscal que golpea a los contribuyentes cautivos, que no fomenta la formalidad, que tampoco alienta la productividad

En el libro México, la gran esperanza, Enrique Peña Nieto, entonces precandidato a la Presidencia de la República, planteó cinco elementos para una reforma fiscal integral:

1) Ampliar la base tributaria; 2) Reducir al máximo las exenciones y los privilegios fiscales; 3) Simplificar el sistema fiscal; 4) Ejercer un gasto público eficaz y transparente; 5) Redefinir las obligaciones tributarias entre los órdenes de gobierno.

Sin embargo, la reforma fiscal presentada por el gobierno de la República el domingo pasado se queda corta en cada uno de esos apartados.



Primero, la ampliación de la base tributaria no se encuentra por ningún lado. De hecho, se suprime el impuesto a los depósitos en efectivo en cuentas bancarias, que es una de las pocas formas que gravan la economía informal. En suma, no hay un mecanismo que efectivamente incentive a ingresar en la formalidad.

Segundo, la simplificación fiscal está por verse. La desaparición del IETU y la reducción del código del ISR de 299 a 186 artículos apuntan en ese sentido. Pero cualquiera que haya hecho una declaración, que además es mensual, sabe que es un trámite engorroso y complicado que demanda el trabajo de un contador.

Tercero, entre las exenciones fiscales a las que se refería el precandidato Peña Nieto estaba el IVA en alimentos y medicinas. Pero, como ya se sabe, el gobierno de la República anunció que no tocará ese rubro y el secretario de Hacienda confirmó que así continuará lo que resta del sexenio.

Cuarto, el ejercicio de un gasto público eficaz y transparente es un magnífico deseo, pero no hay ningún indicio de que así vaya a ser. Menciono tres ejemplos: los partidos políticos se niegan a transparentar sus finanzas; el año pasado se condonaron a causantes morosos 160 mil millones de pesos; los gobiernos estatales y municipales, por haberse embolsado parte del ISR que retuvieron a sus trabajadores, recibieron como sanción... la condonación de los mismos.

Quinto, no hay un solo elemento en la iniciativa de reforma que redefina las atribuciones fiscales entre los órdenes de gobierno.

La realidad simple y llana es que la miscelánea fiscal le carga la mano a los contribuyentes cautivos. El Impuesto Sobre la Renta pasa de 30 a 32 por ciento para aquellos que reciban más de 500 mil pesos anuales. Esto significa que los jefes de familia que perciban un ingreso de 41mil 666 pesos mensuales serán considerados como sujetos con altos ingresos.

La razón para no tocar el IVA en medicinas y alimentos, se dijo, es que la coyuntura económica es complicada y lastimaría a los sectores con menores ingresos. Pero ese argumento no se sostiene. La causa fue y es política: el gobierno no quiso confrontar a la izquierda. Punto final.

El secretario de Hacienda en su intervención de 10 puntos, el domingo pasado, se refirió al pésimo desempeño de la economía nacional que en los últimos decenios ha crecido a una tasa promedio del 2 por ciento anual.

Hizo igualmente referencia a que la productividad del sector informal está muy por debajo del sector formal. De ahí la necesidad de incentivar el ingreso de los trabajadores a la economía formal.

El problema, como ya dije, es que no esboza un mecanismo efectivo para lograrlo. La propuesta más original e ingeniosa que se ha hecho al respecto, hasta ahora, es de Santiago Levy, ex director del IMSS.

Levy plantea un esquema muy sencillo: 1) eliminar todos los regímenes de exención, preferenciales y de subsidios; 2) crear un sistema de seguridad social universal para toda la población; 3) liberar a las empresas y los trabajadores de las cotizaciones al seguro social, con el consecuente abaratamiento de los costos laborales.

El planteamiento propone que la eliminación de las exenciones y los regímenes especiales en la recaudación del IVA, en el Impuesto Sobre la Renta, en el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios, y la terminación de los subsidios a la gasolina y al empleo financie la seguridad social universal.

De ese modo, se matarían dos pájaros de un tiro: por un lado, se generalizaría el derecho a la salud, pensión y jubilación a toda la población; por el otro, al eliminar las cotizaciones obrero-patronales, se estimularía el ingreso de los informales a la economía formal.

Esta es la reforma racional y necesaria que el país necesitaba y necesita. Pero para alcanzarla había, primero, que asumir el diagnóstico, cosa que se hace -en parte- en el libro México, la gran esperanza. Luego, comprometerse con el proyecto y el debate. Para, finalmente, hacerse cargo de los costos políticos de la misma.

La batalla no estaba perdida de antemano. Se podría, de hecho, haber ganado. Ciertamente, no con el aval de la izquierda que se opone ciega y tenazmente al IVA en medicinas y alimentos, pero probablemente sí en acuerdo con el PAN.

En lugar de ello, el gobierno de la República se ató al Pacto por México y rasuró su propia iniciativa. La metamorfosis no deja de ser asombrosa. Hay puntos en la propuesta oficial que han sido calcados de la de López Obrador.

Al final del día, lo que se tiene es una miscelánea fiscal que golpea a los contribuyentes cautivos, que no fomenta la formalidad, que tampoco alienta la productividad y que plantea nuevas cargas fiscales para las empresas, como las que conlleva el seguro de desempleo. Amén del endeudamiento del gobierno federal, con el consecuente incremento del déficit fiscal.

Mucho ruido y pocas nueces. El gobierno de la República perdió la oportunidad de lanzar y concretar una reforma fiscal profunda, a la altura de lo que se necesita.

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