La dureza -por momentos, la bajeza- del debate público sobre la política fiscal obliga a reflexionar sobre los términos de relacionarnos entre los mexicanos.
En su aridez, la política fiscal expone cuál es la idea del país que el gobierno tiene y desea. Pero no sólo eso, plantea cómo concibe a los distintos sectores sociales que, en su conjunto, integran el universo de sus gobernados y cómo intentará alinearlos en dirección del objetivo pretendido. En respuesta a ella, los distintos sectores sociales reflejan de igual manera el concepto que tienen de sí mismos y del gobierno, cuál es su disposición para articular sus intereses con los del resto de la sociedad y, a la vez, cuál es el respeto y el trato que les suscita el gobierno en turno.
Importa la reflexión porque, desde años, gobierno y gobernantes no encuentran el tono de su entendimiento y, en esa medida, la comunicación no alcanza a constituir un lenguaje común. Sin esa herramienta fundamental, con los canales de participación azolvados por los partidos y el Estado de derecho resquebrajado, plantear propósitos nacionales es tanto como llamar a conflicto, al torneo de fuerzas donde los sectores más fuertes -empresariales, gremiales y burocráticos- intentarán defender con exclusividad sus intereses y privilegios o, peor aún, reventar la medida que los amenaza y, si puede, al autor de ella.
Vista de ese modo, en la política fiscal el gobierno se juega sus posibilidades si no es que su destino... al tiempo que implica o arrastra a los gobernados.
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Hace un año, el debate de la política fiscal no tuvo el fragor de ahora.
Es normal, a la hora del relevo, el gobierno entrante prioriza asegurar la hacienda pública y, en lidia con la administración saliente, sin forzar intenta darle una orientación preliminar a sabiendas de la estrechez del margen de maniobra. Lo importante es asegurarla, sobre todo considerando que el nuevo presidente de la República ni siquiera ha terminado de sentarse en la silla. Esta vez, en la propuesta de su política fiscal, el gobierno cifra la posibilidad de concretar su proyecto y, consciente del reducido periodo que media antes de la elección intermedia, pone en ella el mayor de los empeños.
Esta segunda propuesta es la que ahora ha dado lugar a tanto jaloneo y litigio, tanta amenaza y resistencia, tanto brinco. Más allá de los ajustes operados a la propuesta original, los términos del debate revelan una profunda desconfianza entre el gobierno y los gobernados. Una relación complicada donde los aliados, hasta entonces naturales, se sienten traicionados y donde los olvidados miran con profundo recelo la pretensión gubernamental.
Fincar relaciones a partir de la desconfianza, siempre es un enredo.
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En la medida en que la mercadotecnia electoral fija por meta obtener votos a como dé lugar, cuando estos se consiguen, ello no se traduce en respaldo o legitimidad. De ahí que, frecuentemente, los partidos y los candidatos ganan la elección pero no el gobierno.
El espectáculo de los elegidos ya instalados en el puesto es peripatético. Ocupan la posición sin los títulos necesarios para cumplir con un mandato y muchísimo menos para mandar. Llegan como estrellas, pero sin brillo propio.
Gobernar, a partir de ese origen, es un problema: no se sabe con quién se cuenta y, a veces, ni a quién se representa. Por lo general, ese presunto gobernante sabe a quién debe atender, pero también a quién debe obedecer y, cuando no se limita a administrar la inercia, gobierna a tientas o al ritmo de corazonadas. A la postre, la falta de respaldo social, lo lleva a echarse en brazos de los intereses más fuertes y organizados, los monopolios y el corporativismo, que le garantizan su sobrevivencia a costa de no moverle, de no intentar modificar el statu quo.
Durante décadas, esa ha sido la norma que regula la relación del gobierno con los gobernados, en particular con las élites poderosas que, debilitado el Estado, se constituyen en su principal punto de apoyo, por no decir, su dueño. Al resto de los gobernados se les podrá ofrecer algo, un paliativo o una chuleta que, si bien suscita alguna queja escenográfica por parte de los patrocinadores del gobierno, no altera sustancialmente la relación establecida.
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Esta vez, pero sin mandar señales contundentes de su intención de rectificar hacia dentro y hacia fuera, el gobierno planteó modificar ligeramente los términos de la relación con los gobernados. El Ejecutivo imprimió un ligero tinte social a la política fiscal y, directamente o a través de intermediarios, los poderes fácticos afectados no tardaron en impulsar una reacción cacerolera y en emparentar a Enrique Peña Nieto con Luis Echeverría, José López Portillo o ¡Carlos Marx!
Años de neoliberalismo, de reducir al Estado y ampliar el mercado, de entender el gobierno como franquicia de los grandes intereses, de confundir derechos con privilegios, convirtieron el más minúsculo ajuste social en síntoma de inaceptable populismo. La virtud, así se reconocía, del priismo de modular y aplicar reformas sociales para establecer equilibrios ahora es vicio. Podrá la nación estar deslizándose por un desfiladero, pero hay un solo modo de hacer las cosas y quien se aparte de él que pague el costo.
Bríndese seguridad, fortalézcase el Estado de derecho, atempérese la desigualdad social, abátase la criminalidad, genérese empleo... pero no se toque ni se mueva nada. Si al país le va mal, es porque vamos bien.
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Ahora, aun con los ajustes a la política fiscal y con buena parte del marco jurídico a su parecer necesario, el Ejecutivo está frente a su mayor desafío: constituirse en gobierno.
Se dice fácil, pero exige una hazaña. Si cuenta ya con la palanca fiscal y pretende modificar la relación con los gobernados, el listado de tareas es largo. Acreditar, de manera contundente, que los recursos llegarán a su destino y no, como tantas veces, al barril sin fondo del despilfarro, el robo o a la generación de una nueva camada de millonarios egresados de la administración. Mostrar que el gobierno también pone. Comunicar en serio, salir del discurso convertido en fastidioso spot. Informar de resultados, no dorar propósitos. Dejar la política cupular presuntamente ilustrada que, en su reverso, estampa un profundo desprecio por la ciudadanía. Buscar respaldo social, no abrigo en los grandes intereses. Construir confianza, no sospecha. Fortalecer al Estado, darle perspectiva a la nación.
Enrique Peña Nieto llegó hace casi un año a Palacio Nacional. Ahora, debe ocuparlo.
sobreaviso12@gmail.com
Leído en Reforma
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