Algo extraordinario ha ocurrido en la historia visual de la Revolución Mexicana: la aparición de una filmación original, inédita en buena medida. La película, editada a fin de los años veinte y terminada en color sepia, dura poco más de una hora y complementa a la célebre "Memorias de un mexicano", de Salvador Toscano. Sus autores -se dijo en una reciente exhibición en la Biblioteca del Congreso en Washington- pudieron ser los hermanos Alva. El documento fue propiedad de un coleccionista privado en Nueva Jersey. El incansable investigador mexicano Gregorio Rocha le siguió la pista por años, hasta enterarse de su adquisición por parte de la magna Biblioteca. Por problemas de derechos, el público deberá esperar un tiempo indefinido para verla.
El filme cubre la etapa 1909-1914 y de allí salta al asesinato de Obregón, en 1928. Las latas correspondientes a las etapas intermedias están perdidas. Las escenas transcurren sin el ritmo apresurado que desfigura otros testimonios. De los tiempos porfirianos hay largas tomas sobre el encuentro Díaz-Taft en Ciudad Juárez y una cobertura generosa de las Fiestas del Centenario: discursos en el Hemiciclo a Juárez, la inauguración del Monumento a la Independencia (una niña posa al pie de un pedestal: es Antonieta Rivas Mercado), el desfile militar (con la fuerte presencia de "Los Rurales"), buenos acercamientos a Porfirio Díaz (el pecho cuajado de medallas, caminando con paso firme) y una conmovedora secuencia del encuentro entre los Mexicas y los españoles, ideado por Justo Sierra como broche histórico del mestizaje: el hierático Moctezuma, acarreado en su palio; Hernán Cortés a caballo, saludando alegremente. De pronto ... "algo inesperado ocurre en Ciudad Juárez".
Aparece Pascual Orozco, con sus tropas animosas y desordenadas, y Madero, en su famosa conversación con Carranza, una encendida arenga a las tropas, su entrada triunfal a la ciudad de México. Las escenas parecen desprenderse de fotografías conocidas: gracias a ellas ahora conocemos el antes y el después de cada instante. Mareas humanas, tropel de caballos, oleadas de sombreros, obsesión mexicana con los desfiles, como si fueran rúbricas de la historia. Y deambulando en cada escena, perros callejeros, niños perdidos, madres y soldaderas.
La visita de Madero a Morelos dura varios minutos. Yo había visto las procesiones zapatistas en fila india, en las afueras de Cuernavaca, pero no con ese ritmo dilatado, no con esa amplitud de paisaje, no con el viento levantando polvaredas. Tampoco esa larguísima marcha por la Avenida Morelos, toda engalanada en aceras y balcones. (Según testimonio de Rosa King, la dama inglesa dueña del Hotel Buenavista, las tropas daban vueltas a la manzana para parecer más numerosas). De lejos, en Iguala, se vislumbra a Zapata, sobre "As de oros", su caballo blanco.
La cámara sigue a las tropas federales hasta los áridos llanos de Bachimba, donde los cañones oficiales enfrentan la rebelión de Orozco. El día tras día de la guerra frente a nosotros: penuria, desorden, ir y venir de personas y, de pronto, el rugir de los cañones cuyos obuses estallan en las colinas lejanas, el general Huerta conversa con su Estado Mayor, emite órdenes, triunfa. Los orozquistas deben reconstruir como esclavos las vías del tren que días antes habían dinamitado.
La Decena Trágica: algunas imágenes conocidas pero muchas otras nuevas: de desconcierto, miedo y destrucción. Gente del pueblo prende veladoras en el sitio donde acribillaron a Madero. La cámara se acerca a sus rostros compungidos, misericordiosos. La carroza fúnebre de Madero arriba al Panteón Francés. Llama la atención la concurrencia: algunos deudos, quizá Sarita, la viuda, enlutada, devastada. Pero junto a ella, nuevamente, gente modestísima flanquea el féretro, entra a la cripta, acompaña al mártir.
Por la misma avenida (¿un costado de la Alameda?) que vio entrar a Madero, desfila Huerta. No lo reciben oleadas jubilosas sino expectantes, temerosas. No son ellos los que celebran la muerte de Madero, son las elites. Enseguida, por esa misma calle, doblando por un almacén (La Colmena: ¿dónde estaba?) entran Carranza y Obregón, solemne aquél, éste desafiante. Los soldados constitucionalistas portan estandartes con la efigie de Madero. Han venido a reivindicarlo. Y finalmente, la famosa entrada de Villa y Zapata a fines de 1914. De lejos aparecen los dos caudillos: uno marcial, con su uniforme y su Kepí, otro campirano, con su enorme sombrero. Fijé mi vista para ver si por un milagro descubría la escena que alguna vez me narró Fidel Velázquez: Villa pierde su Kepí y Zapata, sin desmontar, lo recoge del suelo para dárselo.
En la escena final, Pancho Villa visita la cripta de Madero. Viste un grueso suéter negro. Lo acompaña siempre, torvo y vigilante, Rodolfo Fierro. Villa escucha una homilía. Es sabido que lloró a Madero, pero no en esta secuencia. Junto a él una joven bellísima despliega su evidente familiaridad con el caudillo. ¿Quién es? Quizá la misteriosa espía rumana Irene Pontipirani. El rostro de Villa es imborrable: de no ser por la tosquedad de la boca, es un rostro hermoso, casi infantilmente hermoso. Tenía alrededor de 35 años de edad.
¿Dónde estarán los fragmentos restantes? ¿Cuántas películas inéditas sobre nuestra historia guardan los archivos extranjeros? Y las instituciones académicas y gubernamentales mexicanas, encargadas de estos tesoros, ¿han hecho suficiente por localizarlos y rescatarlos?
Leído en http://educacioncontracorriente.org/secciones/popinion/17939-hallazgo-historico
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