Me cuesta trabajo recordar una obra legislativa más absurda, ni siquiera igual de absurda que la que nos acaban de presentar bajo el nombre de “reforma política”. Es un cambio mayor en el sistema electoral, en la división de poderes, en el sistema de procuración de justicia, en realidad es un cambio en casi todo, pero tan enrevesado, heterogéneo, fragmentario, laberíntico, que resulta imposible saber qué sentido tiene —él secreto está en eso: no tiene sentido.
Si se lee el dictamen original de las comisiones del Senado (no hay por qué hacerlo: es un ejercicio ocioso, inútil y un poco deprimente), el panorama se aclara. Es decir, se vuelve todavía más oscuro. Es un documento interminable, de 250 páginas, en el que ni siquiera se intenta ofrecer una justificación del conjunto: va todo lo que dijeron los señores senadores, lo que se les ocurrió proponer, algunas razones que dieron algunos para sostener lo suyo, y la propuesta de decreto. Aquello empieza por ser un batiburrillo, y termina en el más perfecto disparate. Aburrido, farragoso, incongruente, el dictamen ofrece un inigualable retrato de grupo de nuestra clase política.
Desfilan la senadora Gómez del Campo, el senador Beltrones, el senador Cordero, Layda Sansores, Gabriela Cuevas, David Monreal, Luisa María Calderón, también Roberto Gil, Javier Corral, el senador Zoé Robledo Aburto —de todos los partidos, de todas las edades, una incomparable galería de tipos de época. Cada uno propone lo suyo, vieron burro y se les antojó viaje: el que piensa estar mucho tiempo en el legislativo pide toda clase de ratificaciones, quienes dan por perdida la siguiente elección presidencial proponen limitar al ejecutivo, unos tienen claro que les interesa la reelección, otros quieren dejar constancia de su desprecio hacia los gobernadores.
El resultado es un poco difícil de explicar. Es un decreto en que se reforma la Constitución para regular la suspensión de garantías, y para crear un Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social, para modificar la distribución de tiempo de televisión a los partidos, las instituciones electorales, las atribuciones del congreso, y establecer la reelección de diputados, senadores y alcaldes, para crear una Fiscalía General de la República y definir mecanismos de ratificación del gabinete, aparte de algunos detalles sobre la jurisprudencia en juicios de amparo. Y va sin exposición de motivos. Uno se pregunta si no era bastante importante cada uno de los cambios para discutirlo y explicarlo por separado. No obstante, el proceso legislativo es sencillo. En una sartén se echan las leyes cortadas en juliana, cuando están a punto de dorarse, se añaden ocurrencias, frases hechas, un par de libros de profesores gringos cortados en dados, y se mezcla todo con una cuchara de palo —una vez cocido, se coloca el relleno sobre la masa, que se dobla por la mitad, y se repulga (ver DRAE). Se hornea unos quince minutos, y el resultado se sirve recién salido del horno —de preferencia con una salsa oscura, espesa (de lo que sea).
El ingrediente básico, que opacará al resto, es la destrucción del IFE. Seguramente hay inconfesables, torturadas motivaciones inconscientes de los señores senadores. Asunto suyo. Para la galería, los perdedores dicen que en realidad no perdieron, sino que los gobernadores les hicieron trampa (¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Quién? Escriba usted su policiaca, se admiten incluso explicaciones absurdas, con tal de que haya alguna).
El razonamiento (dejémoslo así, el razonamiento) es muy simple. Ya que el IFE funciona bien, y lleva más de quince años funcionando bien, hay que cambiarlo, crear un Super-IFE, que se haga cargo de todo. Resulta un extraño monstruo capaz de crear problemas donde no los había, multiplicar las querellas electorales, golpear el régimen federal. Veamos. La reforma mantiene los institutos electorales de los estados, pero los anula: establece que el consejo general del INE nombrará a los consejeros de los órganos estatales, y podrá asumir las funciones electorales locales cuando lo considere conveniente, o delegar esas funciones, todas o algunas, sin renunciar a reasumirlas, además de tener la facultad de atraer “cualquier asunto” en materia electoral que considere relevante. Aparte de la pesadilla logística que significaría ese ir y venir, con eso se consigue que todos los conflictos del país, federales o estatales o municipales, se concentren en ese solo consejo, que además tendrá que fiscalizar absolutamente todas las campañas.
Para integrar el consejo de esa egregia autoridad moral, los senadores se pusieron golosos, y decidieron que se presentaran once listas, más la de un “comité técnico de evaluación” de siete miembros. Y desde luego, todos serán inamovibles en sus puestos, hasta que el congreso decida despedirlos a todos con insultos, como lo ha hecho cada par de años, y jugar otra vez el juego de las sillas (no quiero dejar de decirlo, celebro la dignidad de la consejera María Marván: que jueguen otros).
De las comisiones al pleno se coló entera una aceituna: la planeación será “democrática y deliberativa”. Lo propuso la senadora Calderón. No es nada, no significa nada, pero pone en la constitución una palabra muy sonora: deliberativa. |
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